Sería conveniente, a manera de conclusión, considerar a todos los personajes históricos en función de sus acciones a favor de la evolución cultural de la humanidad o en contra de tal evolución, admitiendo también la posibilidad de acciones neutras, desde ese punto de vista, o bien acciones de las cuales no resulta sencillo calificar sus efectos por no estar estos suficientemente claros.
La evolución cultural es el proceso a cargo de los seres humanos por el cual se buscan mayores niveles de adaptación al orden natural. De ahí que ha de ser una continuidad del proceso de evolución biológica, que ha quedado detenido, desde nuestra visión del mundo, por cuanto actúa a través de periodos muy extensos en el tiempo.
Los primeros candidatos a ser los mayores promotores de la evolución cultural son los científicos, ya que con la biología y la medicina han podido prolongar notablemente la edad promedio de los seres humanos. Es oportuno advertir que todavía estamos lejos de lograr un nivel aceptable de adaptación al orden natural, excepto en el caso de algunos sectores de la humanidad, mientras otros padecen los efectos de las guerras, el desarraigo y muchos otros inconvenientes que impiden lograr un nivel de vida suficientemente seguro y feliz.
Entre los luchadores por promover la religión moral, o religión bíblica, encontramos a Pablo de Tarso, el ciudadano del mundo que logró introducir el cristianismo en el Imperio romano, mientras que, a través de los romanos, pudo difundirse en gran parte del mundo. Lo de “ciudadano del mundo” es esencial, por cuanto se trata de una visión amplia de la realidad que permite trascender los localismos, o nacionalismos, y las religiones que poco tienen en cuenta la actitud moral de los adeptos.
Respecto de San Pablo, Anselm Grün escribió: “Su temperamento apasionado, su parte respondona y agresiva, su estructura inflexible, marcan también al convertido. No obstante, Pablo procede ahora de otra manera con su apasionamiento. No lo utiliza ya para destrozar la vida, sino para hacerla más agradable. Como antes había combatido apasionadamente contra los cristianos, ahora lo hace contra todos los que tergiversan el Evangelio”.
“Pablo podía escribir de manera muy convincente, lleno de fuerza y pasión y, además, con claridad e impresionante expresividad. Pero no hay duda de que en el cara a cara se mostraba más bien débil. Su nombre «Paulus» significa «el pequeño». Todo hace pensar que era pequeño de estatura, y quizá algo encorvado. Padecía también una extraña enfermedad. Heinrich Schlier piensa que pudo ser epiléptico. A los Gálatas les describe su enfermedad en estos términos: «Ya sabéis que fue una enfermedad la que me dio la oportunidad de anunciaros el evangelio por primera vez. Y aunque mi enfermedad fue una dura prueba para vosotros, no me despreciasteis ni me rechazasteis, sino que me acogisteis como si fuera un mensajero de Dios, como si del mismo Cristo se tratara» (Gal 4,13-14)”.
“Pablo recorre el mundo entero. Los exegetas han calculado que hizo unos 16.000 kilómetros a pie y en barco. Se expuso en público. Luchó y buscó la confrontación. Fue arrestado en bastantes ocasiones o fue expulsado. No tuvo una vida tranquila. Él mismo señala los peligros internos y externos por los que pasó: «Los aventajo en fatigas, en prisiones, no digamos en palizas y en las muchas veces que he estado en peligro de muerte. Cinco veces he recibido de los judíos los treinta y nueve golpes de rigor, tres veces he sido azotado con varas, una vez apedreado, tres veces he naufragado; he pasado un día y una noche a la deriva en alta mar. Los viajes han sido incontables; con peligros al cruzar los ríos, peligros provenientes de salteadores, de mis propios compatriotas, de paganos; peligros en la ciudad, en despoblados, en el mar; peligros por parte de falsos hermanos» (2Cor 11,23-26)”.
“Pablo es el típico misionero que, impulsado por una gran conciencia de misión, recorre todo el mundo entonces conocido y se expone a los más variados peligros. Misioneros son los hombres que se sienten enviados. Despliegan con frecuencia una gran fuerza de persuasión para convencer a los demás del mensaje que transmiten” (De “Luchar y amar”-Librería San Pablo-Buenos Aires 2005).
En el otro extremo aparecen los “intelectuales” que se dedican a sembrar alguna forma de odio o de desprecio en abierta oposición a la evolución cultural, a pesar de que ellos mismos a veces se autodefinen como “la cultura” de la sociedad. Este fue el caso de varios “intelectuales” alemanes que participan en reuniones con jerarcas e ideólogos nazis. Leemos al respecto: “Un salón donde se dan citas intelectuales puede ser un espacio de erudita circulación social, y también un microcosmos que permite entender la cultura y la política de una época. El que funcionó durante poco más de cuatro décadas en la casa del editor alemán Hugo Bruckmann pertenece a esta segunda categoría. Y en un momento clave de la historia moderna: desde fines del siglo XIX hasta 1941, en Berlín. Es decir, durante el momento de la mayor y más dramática transformación alemana. Por allí pasaron poetas, artistas y escritores (Stefan George, Thomas Mann, Rilke, Hugo von Hofmannsthal, etc.), y allí se vivió con estupor y desaliento la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, agravado por las duras condiciones que impuso el Tratado de Versalles”.
“Tras eso nada sería igual. Unos años después, la política ingresó en el salón. En diciembre de 1924 lo visitó Hitler: se hará un habitual, acompañado por Rudolf Hess y Alfred Rosenberg. El salón pasará a ser el punto de encuentro de aquello que en teoría no podía reunirse: una refinada elite intelectual y los líderes del nazismo, el mayor régimen criminal del siglo XX. Traducido: arte, antisemitismo y genocidio, con el horizonte justificador del renacimiento de Alemania” (De “Salón Deutschland” de Wolfgang Martynkewicz-Edhasa-Buenos Aires 2013).
En el citado libro aparece una opinión representativa de lo predominante en la Alemania de entre guerras. Wolfgang Martynkewicz escribió: “Thomas Mann abre sus Gedanken im Kriege [Pensamientos en la guerra] con una definición de términos atrevida, la antitesis entre cultura y civilización. Para él se trata en primer lugar de la corrección de un malentendido que se ha afirmado, escribe, en la prensa del propio país y del extranjero: cultura y violencia no son opuestos; la cultura siempre se ha definido mediante la violencia”.
“Deben recordarse los sacrificios humanos, los rituales sangrientos, las formas orgiásticas de culto: todo eso no pertenece necesariamente a la civilización, sino a la cultura. La cultura no es lo «opuesto a la barbarie». En otras palabras: el ciudadano de la cultura y el violento no se excluyen; están más bien, como demostrara Mann en la relación entre arte y guerra, relacionados entre sí creativamente: en el artista hay un soldado y en el soldado hay un artista”.
Si a la palabra "cultura" la desvinculamos del proceso de evolución cultural, caemos en el relativismo cultural, ignorando los efectos de las cotumbres y de las acciones humanas. Al no calificarlas, se impide todo progreso posterior. Si no existen culturas mejores que otras, no intentaremos afianzar a unas y rechazar a otras.
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