La competencia forma parte de nuestra naturaleza humana, existiendo una buena competencia (como la del deportista que tiene como meta superarse a sí mismo) y también una mala competencia (como la del deportista que sólo espera el fracaso del rival). En cuestiones económicas nos encontramos con algo similar, siendo la buena competencia la del empresario que tiene en cuenta principalmente al consumidor y la mala competencia cuando tiene en cuenta principalmente al competidor.
Mientras la buena competencia es necesaria para evitar la formación de monopolios, la mala competencia se caracteriza por promoverlos. Bertrand Russell escribió: “Uno de los más desdichados resultados de nuestra propensión a la envidia es haber causado una concepción completamente errónea del propio interés económico, tanto individual como nacional. Hubo en una ocasión un pueblo de mediano tamaño en el que habitaban varios carniceros, varios panaderos, y así sucesivamente. Un carnicero, que era excepcionalmente dinámico, decidió que obtendría mayores ganancias si todos los demás carniceros quedaban arruinados y él se convertía en un monopolista. Vendiendo sistemáticamente a precios menores que ellos, consiguió su objetivo, aunque, entretanto, sus pérdidas agotaron su capital y su crédito”.
“Al mismo tiempo, un panadero dinámico había tenido la misma idea y llegado a una conclusión similarmente exitosa. Lo mismo había ocurrido en todos los oficios que vivían vendiendo mercancías a los consumidores. Cada uno de los exitosos monopolistas tuvo la dichosa esperanza de redondear una fortuna, pero, por desgracia, los carniceros arruinados no estaban ya en condiciones de comprar pan, y los panaderos arruinados no podían ya comprar carne. Sus empleados tuvieron que ser despedidos y se habían ido a otras partes”.
“La consecuencia fue que, aunque el carnicero y el panadero tenían, cada uno, un monopolio, vendían menos que en tiempos anteriores. Habían olvidado que si bien un hombre puede ser hundido por sus competidores, se beneficia de sus compradores, y que los compradores se hacen más numerosos cuando aumenta el nivel de prosperidad general. La envidia les había hecho concentrar la atención sobre los competidores y olvidar por completo el aspecto de su prosperidad que dependía de los compradores”.
“Esta es una fábula, y jamás existió el pueblo del que he hablado, pero póngase el mundo en lugar del pueblo, y las naciones en lugar de los individuos, y se tendrá un perfecto cuadro de la política económica que se pone universalmente en práctica en la actualidad [escrito en 1950]. Cada nación está persuadida de que su interés económico se opone al de todas las demás naciones, y de que redundará en su beneficio el que las otras naciones queden reducidas a la pobreza”.
“Durante la Primera Guerra Mundial solía oír a los ingleses decir cuán inmensamente se beneficiaría el comercio británico con la destrucción del comercio alemán, cosa que sería uno de los principales frutos de nuestra victoria. Después de la guerra, aunque nos habría agradado encontrar un mercado en el continente europeo, y aunque la vida industrial de la Europa occidental dependía del carbón del Ruhr, no pudimos obligarnos a permitir que la industria carbonera del Ruhr produjese más que una minúscula fracción de lo que producía antes de que los alemanes fuesen derrotados”.
“Toda la filosofía del nacionalismo económico, que ahora es universal en todo el mundo, se basa en la falsa creencia de que el interés económico de una nación se opone necesariamente al de las otras. Esta falsa creencia, al producir odios y rivalidades internacionales, es una causa de guerra, y en esta forma tiende a hacerse cierta, puesto que, una vez que ha estallado la guerra, el conflicto de los intereses nacionales se torna demasiado real. Si uno trata de explicarle a alguien, que, digamos, trabaja en la industria del acero, que es posible que la prosperidad de otros países sea ventajosa para él, descubrirá que es completamente imposible hacerle entender el argumento, porque los únicos extranjeros de quienes tiene vividamente conciencia son sus competidores de la industria del acero”.
“Los demás extranjeros son seres vagos en quienes no tiene ningún interés emocional. Esta es la raíz psicológica del nacionalismo económico, y de la guerra y del hambre provocada por el hombre y de todos los demás males que llevarán a nuestra civilización a un fin desastroso y desdichado si no puede convencerse a los hombres de que adopten un punto de vista más amplio y menos histérico en cuanto a sus relaciones mutuas” (De “Ensayos impopulares”-Editorial Hermes-Buenos Aires 1963).
Cuando el egoísmo individual se proyecta hacia el egoísmo colectivo, surge el “mercantilismo”, por el cual un país busca exportar lo más posible mientras simultáneamente cierra sus fronteras al ingreso de importaciones. Si todos los países adoptaran la misma actitud, nadie podría exportar por la simple razón de que nadie permitiría importar, por lo cual el comercio internacional se bloquearía por completo, con un perjuicio generalizado. La idea de “vivir con lo nuestro” en cierta forma apunta, no sólo a una sana tendencia a tratar de no malgastar recursos, sino también a impedir el beneficio que puedan lograr otros países olvidando que el comercio internacional se establece cuando ambas partes se benefician.
Murray N. Rothbard escribió al respecto: “Una política que sostenía la exportación y condenaba la importación tenía dos importantes efectos prácticos: ofrecía apoyo monetario a los comerciantes y fabricantes que se ocupaban del comercio exterior, y levantaba un muro de privilegios alrededor de ciertos fabricantes ineficientes que hasta ese momento habían tenido que competir con rivales extranjeros. Al mismo tiempo, toda una red de reglamentaciones y los recursos para su cumplimiento fomentaban el crecimiento de la burocracia estatal tanto como el poder nacional e imperial” (De “Ideas sobre la libertad” Nº 27-Centro de Estudios sobre la Libertad-Buenos Aires Nov/1970).
Supongamos que un país posee empresas eficientes, que pueden fabricar y exportar heladeras, mientras que también posee empresas ineficientes, que fabrican computadoras, que por su mala calidad no pueden encontrar compradores extranjeros. Entonces, el Estado mercantilista favorece al fabricante de heladeras mientras que cierra la importación de computadoras para proteger al ineficaz productor. El resultado inmediato es que el fabricante de computadoras se convierte en un monopolio por cuanto no tiene competencia del exterior, tenderá a elevar sus precios mientras que no tendrá ninguna necesidad de mejorar la calidad de sus productos. El empresario ineficiente piensa más en sus ganancias que en la conveniencia del consumidor.
¿Qué sucede cuando en un país ninguna empresa resulta competitiva a nivel internacional? Entonces ese país queda aislado comercialmente del resto, mientras que sus habitantes estarán obligados a comprar artículos de mala calidad y a precios elevados. Se llega finalmente a “vivir con lo nuestro” simultáneamente en que se llega al pleno subdesarrollo. Las consecuencias inevitables de la mentalidad antiempresarial se han hecho evidentes.
Para el nacionalista, el extranjero es el enemigo. De ahí que su ideal sea un país sin comercio exterior, ya que esa situación perjudica, o bien no beneficia, a los productores extranjeros, olvidando que el principal perdedor es el consumidor. Como el egoísta piensa siempre en no favorecer a los demás, considera “traidores a la patria” a quienes promueven el comercio internacional. Rothbard agrega: “El mercantilismo, pues, no fue solamente un articulado de falacias teóricas porque las leyes sólo eran falaces si las consideramos desde el punto de vista del consumidor, o de cada individuo de la sociedad. No lo son ya más cuando nos damos cuenta de que su objeto era conferir privilegios y subsidios a ciertos grupos favorecidos; puesto que el gobierno no solamente puede conferir privilegios y subsidios a expensas de los demás ciudadanos, no debe sorprendernos el hecho de que la mayor parte de los consumidores perdiera en el proceso”.
“Contrariamente a lo que se cree por lo general, los economistas clásicos no se contentaron simplemente con refutar la economía tendenciosa de teorías mercantilistas, tales como el proteccionismo; también tenían plena conciencia del deseo de privilegios especiales que impulsaba al «sistema mercantilista». Así, Adam Smith señaló el hecho de que el hilado de lino pudiera importarse en Inglaterra sin pagar aduana mientras que se imponían fuertes derechos aduaneros sobre las telas. La razón, según apreciaba Smith, era que los numerosos hilanderos no constituían un fuerte grupo de presión mientras que los tejedores podían presionar al gobierno para que impusiera derechos muy altos sobre sus productos, y al mismo tiempo se aseguraban la materia prima a un precio tan bajo como les fuera posible. Adam Smith llegó a la conclusión que «el motivo de todas esas reglamentaciones es desenvolver nuestras propias manufacturas, no mediante el mejoramiento de las mismas, sino provocando la crisis de las de nuestros vecinos y poniendo fin, si fuera posible, a la molesta competencia de rivales tan odiosos y desagradables…»”.
La globalización económica tiende a disminuir la cantidad de conflictos entre países, ya que pocos tienen la predisposición a agredir a quienes los favorecen con su comercio. Como ocurre con toda innovación, (aunque ya hubo una globalización similar desde 1870 a 1914) ha de resultar insatisfactoria para algunos sectores, favoreciendo a la larga a todos. Así, cuando surgen los cajeros automáticos, varios empleados bancarios pierden su trabajo, debiéndose adaptar rápidamente a la nueva situación. Suzanne Berger escribió: “Con el tiempo, las autoridades y la opinión pública vieron en esa ola de proteccionismo a escala mundial una de las causas principales de la Gran Depresión y del enconamiento de los conflictos sociales que condujo al fascismo, el nazismo y la guerra. Después de la Segunda Guerra Mundial comenzó el reflujo del proteccionismo”.
“La globalización remite a un mundo de oportunidades y un mundo de peligros. Corremos a las tiendas de rebajas en busca de cámaras digitales y de televisores, aunque muchos de ellos estén fabricados en China y otros países de salarios bajos, y aunque sepamos que nuestra felicidad como consumidores implica la pérdida de puestos de trabajo en nuestro propio país [se refiere a EEUU]. Nos encanta la posibilidad de pasar pedidos por teléfono a cualquier hora del día o de la noche, pero cuando nos contestan con un acento raro al otro lado de la línea nos preguntamos desde dónde diablos nos estará hablando ese operador/operadora telefónico/a. Y cuando lo pensamos bien, nos damos cuenta de que debe ser buena cosa para el mundo que más de 2.000 millones de chinos y de indios salgan de la pobreza, pero ponemos en duda si será buena cosa para nosotros” (De “Desde las trincheras”-Ediciones Urano SA-Barcelona 2006).
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