Durante la Edad Media, predominaba una visión del mundo conocido que consideraba a la Tierra como el centro del Universo, por cuanto era el lugar en donde había nacido el Dios hecho hombre. Todo lo demás giraba alrededor de ese centro, incluyendo al Sol. Predominaba en astronomía el sistema geocéntrico establecido por Ptolomeo y se aceptaba la física propuesta por Aristóteles.
En 1543, el mismo día en que muere el sacerdote Nicolás Copérnico, sale de la imprenta su libro “Revoluciones”, en el cual aparece por primera vez, basado en observaciones y datos astronómicos, un sistema alternativo en el cual el Sol queda ubicado muy cerca del centro del sistema planetario solar con la Tierra y los demás planetas orbitándolo según trayectorias circulares. Copérnico retuvo por varios años los originales de su libro sin editar, ya que temía conflictos con la Iglesia, hasta que fue convencido de hacerlo conocer.
Los opositores al nuevo modelo astronómico aducían que, si la Tierra se moviese alrededor del Sol, “perdería por el camino” a la Luna y a todo lo que está sobre ella, ya que en esos momentos no se conocía el principio de la inercia, por el cual existe una equivalencia indistinguible entre el estado de reposo y el movimiento rectilíneo uniforme, como el descrito por la Tierra en su órbita casi circular, es decir, por ser esa órbita muy grande, por tramos resultaba bastante similar a una trayectoria recta.
El iniciador de la física experimental, Galileo Galilei, es el primer observador del cielo con el telescopio; inventado en Holanda pero perfeccionado por él mismo. Entre las observaciones que favorecen la veracidad del sistema copernicano, aparece la de Júpiter, que se mueve junto con sus cuatro satélites naturales, sin que “los pierda por el camino”. Con tal aporte, y otras evidencias observadas, Galileo se convierte en el divulgador y defensor más importante del nuevo sistema astronómico. Incluso, como buen católico, no pierde las esperanzas de convencer a las autoridades de la Iglesia acerca de la propuesta de Copérnico.
Todo marchaba bien hasta que un buen conocedor de la Biblia encuentra en el Antiguo Testamento un párrafo en donde, por pedido de Josué, Dios le ordena al Sol que se detenga, de donde se deduce que el Sol se mueve, y no la Tierra. En el Libro de Josué se lee lo siguiente: “Aquel día, el día en que el Señor entregó a los amorreos en las manos de los hijos de Israel, habló Josué al Señor, y a la vista de Israel dijo: sol, detente sobre Gabaon; y tú luna, sobre el valle de Ayalón. Y el sol se detuvo, y se paró la luna, hasta que la gente se hubo vengado de sus enemigos. El sol se detuvo en el medio del cielo y no se apresuró a ponerse casi un día entero. No hubo, ni antes ni después, día como aquél en que obedeció el Señor a la voz de un hombre, porque el Señor combatía por Israel”.
Una de las causas del conflicto que surge con la Iglesia proviene de la actitud de Galileo de pretender ser un intérprete de la Biblia en cuestiones científicas, responsabilidad siempre reservada a la Iglesia. Johannes Hemleben escribe sobre la reacción galileana respecto del párrafo bíblico: “Galileo insistió en «desmitificar» este pasaje y señaló que el mismo efecto se produciría si el movimiento de la Tierra se detuviera momentáneamente, por orden de Josué y con la ayuda de Dios” (De “Galileo”-Salvat Editores SA-Barcelona 1985).
Galileo lucha en dos frentes, ya que no sólo se enfrenta con la Iglesia sino también con los aristotélicos, ya que pretendía mostrar la verdad a quienes “ya eran sus dueños”. Para ello, con buenas aptitudes literarias, establece diálogos entre sus tres personajes principales: Salviati, Sagredo y Simplicio. Hemleben escribe al respecto: “En su «Diálogo sobre los dos sistemas del mundo» [tolemaico y copernicano], el libro que más tarde le llevaría a la ruina, aclaró con palabras carentes de ambigüedad su postura hacia Aristóteles y hacia los aristotélicos de su época. Allí pone en boca del ya de por sí ingenuo Simplicio la pregunta: «Y sin embargo, si se abandona a Aristóteles, ¿quién servirá de guía en la filosofía?» Salviati, que por regla general sostiene las propias opiniones de Galileo, responde: «Hay necesidad de guía en los países desconocidos y salvajes, pero en los lugares abiertos y llanos, sólo los ciegos tiene necesidad de guía; y quien esté ciego, que se quede en su casa; pero quien tiene ojos en la cara y en la mente, de ellos se ha de servir como guía. Y no quiero decir con eso que no se deba escuchar a Aristóteles, e incluso alabo el leerlo y estudiarlo diligentemente, y sólo desprecio al que a ciegas se suscribe a cualquiera de sus preceptos, y al que, sin buscar más razones, los toma como preceptos inviolables; lo cual es un abuso que lleva tras de sí otro inconveniente mayor, que es que ni siquiera se molesta en entender la fuerza de sus demostraciones. Y ¿qué cosa hay más vergonzosa que ver en las disputas públicas, cuando se está tratando de proposiciones demostrables, cómo alguien, saliéndose por la tangente con un texto, frecuentemente escrito con otro propósito, intenta cerrar la boca al adversario? Si alguien hay que quiera continuar los estudios de esta manera, que renuncie al nombre de filósofo, y que se llame historiador o doctor de la memoria, que no es conveniente que quien nunca filosofó usurpe el honroso título de filósofo»”.
Galileo tenía el apoyo en algunos sectores de la Iglesia, especialmente de los dominicos, que estaban en lucha interna con los jesuitas. La oposición endurece su postura cuando alguien le informa al Papa que Simplicio, el personaje literario, simboliza al propio Papa. “Simplicio, como representante de los aristotélicos y los peripatéticos, es una figura simbólica y en cuanto tal se le designa irónicamente con el nombre de «el simple», o mejor, «el ingenuo». Como es el portavoz de las objeciones contra la doctrina de Copérnico, se sirve ocasionalmente también de las tesis propuestas por los jesuitas del Colegio Romano y hasta recita textualmente en un pasaje una objeción del papa Urbano VIII. No es sorprendente que Galileo, por este «Simplicio», se granjeara nuevas enemistades, porque en Roma estaban con el oído atento a tales alusiones y, en definitiva, a nadie le gusta verse en el papel de una figura ridícula, limitada por la cortedad mental y la necedad”.
Para poder imponer la innovación que constituye el método de la ciencia experimental, en oposición a la postura imperante de la religión y la filosofía, no sólo se requería ser un científico original y un hábil escritor, sino también alguien que tuviese la personalidad típica de los italianos discutidores y apasionados. Moisés González escribió: “Su vida fue la de un luchador intelectual, que intentó desechar prejuicios milenarios, lo que le llevó de forma inevitable a chocar con las instituciones, celosas defensoras de una tradición estereotipada y encerrada en sí misma. Fue fustigador implacable de esa pereza mental que se refugiaba en el saber dogmático de la tradición escolástica y no dudó en utilizar la ironía y el sarcasmo contra aquellos que él denominaba «filósofos librescos», que, encerrados en su mundo de papel, recurrían exclusivamente al principio de autoridad y despreciaban o huían de las investigaciones directas en el «gran libro de la naturaleza»”.
La revolución galileana no implicó solamente un cambio en cuanto a la forma de conocer el mundo real, sino que impuso un cambio esencial en la forma de pensar que dominaba hasta ese momento. “La revolución científica del siglo XVII, protagonizada en gran medida por Galileo, supuso, como dice Alexandre Koyré, una profunda transformación intelectual, ya que: «de lo que se trataba no era de combatir unas teorías erróneas, o insuficientes, sino de transformar el marco de la misma inteligencia; de trastocar una actitud intelectual, en resumidas cuentas muy natural, sustituyéndola por otra, que no lo era en absoluto». Precisamente al trastocar los hábitos de pensamiento de su época y al crear en su lugar nuevos hábitos de razonamiento que alejasen a los hombres de la fe ciega en la autoridad y en la tradición, para que pensasen por sí mismos, apoyándose en la experiencia y en las demostraciones necesarias, tuvo que enfrentarse a obstáculos de todo tipo, que habrían de conducirle finalmente a su procesamiento y posterior condena” (De la Introducción a la “Carta a Cristina de Lorena” de Galileo Galilei-Ediciones Altaya SA-Barcelona 1994).
En la actualidad predomina parcialmente la vieja actitud de adherir ciegamente a ideologías filosóficas y políticas, como también la actitud de priorizar textos escritos por hombres inspirados en Dios en lugar de adoptar como referencia las propias leyes naturales establecidas por el Creador de todo lo existente, o por las leyes que son la esencia de Dios. Entre las enseñanzas de Galileo se puede extraer que la Biblia es un libro especializado en cuestiones éticas, y no científicas, ya que nos indica “cómo llegar al Cielo y no cómo está hecho el Cielo”. Galileo escribió: “Éste es precisamente el caso de la astronomía, de la que se habla tan poco, que no se encuentran ni siquiera nombrados los planetas. Pero si los primeros escritores sagrados hubiesen tenido la intención de enseñar al pueblo las disposiciones y movimientos de los cuerpos celestes, no habrían tratado tan poco de ellos, que es como nada en comparación de las infinitas, profundísimas y admirables enseñanzas que en tal ciencia se contienen” (De “Carta a Cristina de Lorena”).
La condena a Galileo implicó su encierro domiciliario y una prohibición para realizar nuevos escritos. Tal encierro le vino muy bien ya que tuvo tiempo de escribir los “Diálogos acerca de dos nuevas ciencias” en donde, esta vez, describe sus aportes a la cinemática, la dinámica y la resistencia de materiales, especialmente. Fue realizado en forma similar a los “Diálogos sobre los dos sistemas del mundo”, siendo editado en Holanda. Al poco tiempo, la ceguera le impidió seguir escribiendo. Cabe agregar que Galileo fue el primero en aplicar las matemáticas a la descripción del movimiento, si bien tales relaciones son mencionadas en su libro en forma verbal. José San Román Villasante escribió: “La obra se compone de dos partes, una no dialogada, escrita en latín, y otra dialogada escrita en italiano. Ahora bien, Galileo era un perfecto humanista al mismo tiempo que gran conocedor de todos los resortes del italiano de su tiempo, hasta tal punto que muchas de sus páginas pueden servir de modelo del italiano literario del siglo XVII”.
“Además, escribe de ciencias físico-matemáticas, las que hasta él habían sido tratadas en términos escolásticos. En otras palabras, no existían en realidad las ciencias físico-matemáticas, y por consiguiente no existía tampoco el lenguaje de fórmulas o el lenguaje matemático moderno (mucho menos todavía en la parte escrita en latín), por cuyo motivo usa de perífrasis, giros y razonamientos pintorescos, pero difíciles y engorrosos” (Del Prólogo de “Diálogos acerca de dos nuevas ciencias” de Galileo Galilei-Librería del Colegio SA-Buenos Aires 1945).
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