Desde la antropología surgió la tendencia a valorar igualitariamente a las diversas culturas, manteniendo cierta neutralidad al respecto, por lo cual se llegó al extremo de calificar como “hecho cultural” una acción o un estilo de vida que resultan opuestos a la tendencia natural a establecer mayores niveles de adaptación al orden natural. Incluso implica rechazar la existencia misma de tal proceso evolutivo, puesto que se rechaza la posibilidad de considerar una cultura mejor que otra, ya que, si no existiese tal proceso, carecería de sentido establecer cualquier tipo de comparación.
La civilización humana se ha ido conformando mediante “prueba y error”, por lo cual resulta positivo intentar innovaciones, siempre y cuando sean sometidas posteriormente a un criterio de selección. De lo contrario, no sería de extrañar que en el futuro se impongan creencias y costumbres descartadas en el pasado, que nos hagan retroceder hasta las épocas en que predominaban el salvajismo o la barbarie.
El criterio relativista, por el cual se rechaza toda comparación valorativa, llegó también a la religión. Es por ello que algunos teólogos, admitiendo el derecho a la existencia de diferentes propuestas religiosas, se oponen a una posterior valoración en función de los resultados obtenidos, especialmente en todo aquello que resulte accesible a nuestras decisiones y a nuestra observación. Son los propios teólogos cristianos los que rechazan toda expresión que indique que Cristo “es la Verdad” por cuanto ello implicaría restar validez a expresiones similares provenientes de otras religiones.
Describiendo el estado de las ideas imperantes en teología, Marcello Pera escribió: “El cardenal Joseph Ratzinger ha escrito que «en cierto modo, el relativismo se ha convertido en la auténtica religión del hombre moderno» y que este es «el mayor problema de nuestra época». A continuación se plantea una serie de preguntas: «Si la fuerza que ha transformado al cristianismo en una religión mundial es una síntesis de razón, fe y vida…,¿por qué esta síntesis ya no convence hoy? ¿Por qué la racionalidad y el cristianismo se consideran hoy, en cambio, contradictorios e incluso recíprocamente excluyentes? ¿Qué ha cambiado en la primera y qué en el segundo?»”.
“Hace tiempo que el relativismo ha penetrado también en la teología cristiana, el último valuarte que quedaba por conquistar, sustituyéndola tanto por el exclusivismo como por el inclusivismo. Esta conquista ha procedido de la manera habitual. Se ha partido de la observación fenomenológica de la pluralidad de credos y religiones, se ha seguido con la comparación, se ha perdido la esperanza en el metacriterio y se ha terminado con el cuestionamiento de los credos fundamentales (es la última fase, la de la reinterpretación o deconstrucción de los hechos)”.
“El recorrido del teólogo Paul Knitter es típico a este respecto. «El presupuesto fundamental del pluralismo unitivo», ha escrito, «es que todas las religiones son o pueden ser igualmente válidas. Esto significa que sus fundadores, los personajes religiosos que están detrás de ellas, son o pueden ser igualmente válidos. Pero esto podría abrir la posibilidad de que Jesucristo sea ‘uno más entre muchos’ en el mundo de los salvadores y liberadores. Y el cristianismo no puede reconocer simplemente una cosa parecida, ¿o si puede?»” (De “Sin raíces” de M. Pera y J. Ratzinger-Ediciones Península-Barcelona 2006).
Situaciones como la mencionada son “resueltas” (a medias) mediante la fe, ya que todas las religiones adoptan un criterio de validez proveniente de la fe, por lo que el choque entre religiones resulta inevitable. Si se adoptara el criterio de validez de la ciencia experimental, por el cual se adopta como referencia la ley natural que rige a los hombres, se encontraría el camino para un entendimiento posterior. Siguiendo con el planteamiento mencionado, Marcello Pera agrega: “Por inaudito que resulte por parte cristiana, según Knitter, «sí puede». Y, así, teólogos como él mismo, John Hick y varios otros han tratado de revisar los puntos fundamentales –y, precisamente, universales- de la cristología tradicional. Ego sum via, veritas et vita; extra Verbum nulla salus, «Jesús es el Hijo Unigénito de Dios», «No hay otro hombre en el que podamos salvarnos»: estas y otras afirmaciones del Evangelio, según los teólogos relativistas, deberían revisarse o entenderse de otra manera. ¿Cómo? Contextualizándolas o decontruyéndolas”.
“«Los autores del Nuevo Testamento», ha escrito Knitter, «cuando hablan de Jesús no utilizan el lenguaje de los filósofos analíticos, sino el de unos creyentes entusiastas, no el lenguaje de los hombres de ciencia, sino el de quien ama»”.
“Pero ¿por qué el pobre creyente inculto debería convertirse a esta «neolengua» de los doctos filósofos analíticos? La razón, como ha escrito también el cardenal Ratzinger, reside en el hecho de que «considerar que existe realmente una verdad, una verdad vinculante y válida en la historia misma, en la figura de Jesucristo y de la fe de la Iglesia, se califica de fundamentalismo». Y puesto que el fundamentalismo es hoy un nuevo pecado capital, mejor abrazar el relativismo, sobre todo debido a que, como sigue escribiendo el cardenal Ratzinger, «el relativismo aparece como el fundamento de la democracia»”.
“Esta es, pues, la respuesta que al inculto creyente le da el culto teólogo: una sugerencia para autocensurarse. El creyente en Cristo no puede decir que Cristo es la Verdad, pues eso sería dogmático y antihistórico. Ni puede decir tampoco que Cristo es la única verdad, pues eso sería fundamentalismo”.
Tanto Marcello Pera como Joseph Ratzinger rechazan la postura relativista mencionada, si bien no renuncian a encontrar una salida en el ámbito de la fe. Sin embargo, también se puede recurrir al más seguro terreno de la ciencia experimental, ya que los mandamientos de Cristo son indicativos de una actitud personal concreta cuyos efectos pueden observarse con cierta precisión, por lo cual se está volviendo al criterio sugerido por el propio Cristo cuando sugiere que “por sus frutos los conoceréis”.
Consideremos la visión del hombre que surge de la Psicología Social. En primer lugar, se advierte que todo ser humano está motivado por dos tendencias generales: cooperación y competencia. En segundo lugar, cada individuo está caracterizado por una actitud definida, que puede cambiar o modificar en el transcurso de su vida. En tercer lugar, tal actitud característica admite cuatro componentes afectivas básicas que cubren todas las posibilidades que se le pueden presentar cotidianamente.
Esas cuatro componentes pueden comprenderse mediante un ejemplo. Consideremos el caso en que algo le sucede a una persona en la calle, como un accidente. Un observador del hecho podrá compartir algo del circunstancial sufrimiento o incomodidad del afectado, o bien será indiferente ya que se desinteresa por todo lo que le pueda suceder a los demás, o bien se alegrará internamente ante el sufrimiento ajeno, o bien se desinteresará por cuanto ni siquiera se interesa por sus propios problemas. Estas actitudes son el amor, el egoísmo, el odio y la negligencia (o indiferencia). La primera responde a la tendencia a la cooperación, la segunda y la tercera a la competencia, mientras que la cuarta implica una ausencia de motivaciones y acciones posteriores.
Se advierte que sólo tenemos la posibilidad de elegir una de esas actitudes, para que predomine sobre las restantes. Una vez que establecemos tal elección, ya no deberemos preocuparnos por la orientación que hemos de dar a nuestra vida, por cuanto no existen otras opciones.
El mandamiento cristiano que nos indica: “Amarás al prójimo como a ti mismo”, no puede tener otro significado distinto a: “Compartirás las penas y las alegrías ajenas como si fuesen propias”, constituyendo una meta que incluso podemos evaluar mediante una elemental introspección.
El mandamiento del amor a Dios, puede interpretarse, no en el sentido de “compartir las penas y las alegrías” del ente Creador, por cuanto la imagen de un Dios personal que interviene en los acontecimientos humanos parece ser incompatible con la realidad, sino que implica hacernos conscientes de que existe un orden natural exterior al hombre al cual nos debemos adaptar. Dicho orden surge del conjunto de leyes naturales invariantes que el hombre puede describir, siendo la actitud característica de cada individuo una parte esencial de las leyes naturales relevantes para nuestra vida.
Todos los problemas humanos y sociales se resolverán a medida que mayor sea la cantidad de gente que intente cumplir con los mandamientos cristianos. La Biblia no apunta a otra cosa; nada es más importante. Por algo Cristo dijo: “En estos dos mandatos se contiene toda la Ley y los profetas” (Mateo).
Los efectos subsiguientes, luego de intentar cumplir con los mandamientos, resultan observables; en primer lugar, en cada uno de nosotros mismos, luego en los demás. Se advierte, entonces, que no existe sugerencia ética superior, por cuanto ya se ha elegido “la mejor” alternativa entre las cuatro componentes afectivas de nuestra actitud característica. Por ello Cristo afirma, con seguridad, que él es “la Verdad, el Camino y la Vida”, y no por otra cosa. Porque advierte que todas las fallas humanas se solucionarán a partir de la decisión individual de cumplir con esos mandamientos.
¿Puede otra postura religiosa sugerir una mejor solución? Una vez que se ha “elegido” la actitud del amor, ya no existe otra alternativa para orientarnos bajo la tendencia a la cooperación. Por supuesto, si alguien propone adoptar el egoísmo, el odio o la negligencia como alternativas religiosas válidas, se observará que conducen a situaciones desagradables al hombre, cuando no al sufrimiento.
En cuanto a las aspiraciones del hombre que busca satisfacer simultáneamente, bajo distintos sistemas filosóficos, igualdad y libertad, se advierte que, bajo el cristianismo interpretado según el esquema expuesto, se resuelve en forma sencilla, ya que la sensación de igualdad surge precisamente del hecho de que toda pena y toda alegría ajena ocasionarán en nosotros efectos similares a las penas y alegrías propias.
Por otra parte, la sensación de libertad surge al haber optado por orientarnos por la ley natural, o ley de Dios, que impone sobre nosotros su criterio, dejando de lado toda directiva que pueda provenir del criterio personal de otros hombres, ya que hemos elegido guiarnos por dicha ley eligiendo de ella la mejor alternativa que nos ofrece.
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