No son pocos los que suponen que Cristo no existió y que sólo fue un mito o una figura literaria. Sin embargo, el mensaje bíblico resulta coherente con la existencia de una personalidad definida, ya que a través de los Evangelios se transmite una influencia real y concreta. También sus opositores tratan de reducir sus méritos aduciendo que su vida consistió en encuadrarse en una profecía que establecía lo que debía hacer y lo que habría de sucederle. Sin embargo, las profecías bíblicas previas no le indicaban lo que habría de predicar para producir un cambio esencial en la religión de su época y en la vida de sus seguidores. Giovanni Papini escribió respecto de tales profecías: “Estas y otras palabras recuerda Jesús en la víspera de su partida. Sábelo todo y no se rehúsa: conoce desde ahora la suerte que le espera, la ingratitud de los corazones, la sordera de los amigos, el odio de los poderosos, los azotes, los salivazos, los insultos, las burlas, los ultrajes, la enclavación de las manos y de los pies, los tormentos y la muerte: conoce las espantosas pruebas del Hombre de los Dolores y, a pesar de todo, no vuelve atrás” (De “Historia de Cristo”-Ediciones del Peregrino-Rosario 1984).
Quien ha de configurar su vida en función de las visiones proféticas previas, ha de tener una gran confianza en la validez de las mismas, como así también una gran confianza en sí mismo, ya que debe tener la aptitud y la capacidad poco común de orientar la religión por un nuevo sendero, corrigiendo y hasta sustituyendo parcialmente a la antigua religión. Como el cambio ha de ser drástico, las reacciones de los religiosos tradicionales habrán de ser violentas. Leszek Kolakowski escribió: “Desde hace tiempo llaman la atención de los lectores del Evangelio algunos rasgos no coherentes en la persona de Jesús. Jesús predica paz, perdón, misericordia y no resistencia contra el mal; pero, en lo que a su propia conducta respecta, monta en cólera fácilmente y se irrita por una pequeñez. A quienes en su nombre hacen milagros, profetizan y expulsan demonios, les declara que nunca los ha conocido, y les aconseja que se vayan si no cumplen la voluntad de Dios”.
“Anuncia a las ciudades que no creen en su mensaje, venganza cruel: los habitantes de Tiro y Sidón serán tratados con menos rigor en el juicio final que los de Corozaín y Betsaida, los cuales, pese a los milagros, han menospreciado su doctrina. Cuando Pedro manifiesta su esperanza en que, acaso, su Señor no sea muerto, Jesús le responde: «Apártate de mí, Satanás». Maldice a una higuera en la que no encontró fruto y la condena a secarse, aunque no era precisamente la época en que maduran los higos”.
“Con un látigo arroja a los mercaderes del templo y pregona que no ha venido a traer la paz, sino la espada, que él separará a las familias y que, por su causa, en cada casa los hijos se levantarán contra sus padres y las hijas contra sus madres. «Esta prédica es dura», decían los oyentes. Dondequiera que tropieza con resistencia o duda, se vuelve violento. Está inquebrantablemente seguro de su misión y sólo en el último momento, cuando muere en medio de los tormentos, parece prorrumpir en un grito de desesperación frente a Dios, que lo ha abandonado; pero aun ese grito es una cita del salmista” (De “Vigencia y caducidad de las tradiciones cristianas”-Amorrortu Editores SCA-Buenos Aires 1971).
Las reacciones de Jesús ante toda disensión deben entenderse teniendo en cuenta la importancia y la trascendencia posterior de su misión, ya que no reacciona o reclama por ser rechazado personalmente, sino que en todo rechazo vislumbra una posibilidad de que su obra liberadora pueda resultar un fracaso. Tiene la certeza que sólo sus prédicas y sus conocimientos podrán orientar a la humanidad y que un fracaso en su misión equivaldrá a proseguir con el sufrimiento humano como ha existido hasta entonces. Kolakowski agrega: “Se tiene la impresión de que el carácter impulsivo de Jesús no cuadra perfectamente con sus enseñanzas, que él refleja en algunas actitudes el malhumor del Dios judío de la época, cuya imagen cambia en su doctrina; con eso, por lo demás, no hace otra cosa que seguir la inspiración de los primeros profetas”.
El primer gran cambio que Cristo propone es la transformación de una religión de validez sectorial (para los hebreos) en una religión de validez universal (para todos los habitantes de la Tierra). El Dios exclusivo de los hebreos los incitaba a la lucha e, incluso, a la destrucción de los pueblos rivales, actitud que ha de desaparecer con la religión universal (o católica). “Que no existan pueblos elegidos, amados por Dios y por la historia más que otros, y destinados por eso a dominar por la fuerza a otros pueblos en nombre de un derecho cualquiera: nada más simple de comprender en la teoría, y, al mismo tiempo, nada que provoque conflictos más dramáticos cuando de la práctica se trata. Que los valores fundamentales de la humanidad son patrimonio de todos y que ésta constituye un pueblo: he ahí una idea que ha venido a ser parte inalienable de nuestro mundo espiritual gracias a la doctrina de Jesús” (De “Vigencia y caducidad de las tradiciones cristianas”).
El segundo cambio importante radica en la ética positiva propuesta por Jesús, que reemplaza a la ética negativa del Antiguo Testamento. Recordemos que los mandamientos de Moisés indican “no matar”, “no robar”, etc., siendo por ello poco exigentes, ya que no sugieren hacer el bien sino tan sólo no hacer el mal. Si alguien se encierra en su casa sin relacionarse con la sociedad, cumple la mayor parte de esos mandamientos, mientras que Jesús ordena “amar al prójimo como a uno mismo”, pudiendo ser el prójimo cualquier habitante del planeta, llevando implícito tal mandamiento la universalidad antes mencionada.
El cumplimiento de ese mandato implica realizar “una proeza ética”, por lo cual le otorga a todo individuo un sentido concreto a su vida, ya que le induce a mejorar hasta el nivel de poder compartir las penas y alegrías de los demás como propias, unificando la ética individual o familiar con la ética social, algo impensando para la antigua religión que se propone perfeccionar. De ahí su expresión “no he venido a abolir, sino a dar plenitud”.
Cuando existe la intención de seguir sus enseñanzas, la actitud afectiva de todo individuo tiende a predominar dejando un tanto de lado los bienes materiales y los placeres de los sentidos, lo cual implica cierta liberación humana respecto de los pecados que pudieran cometerse debido a posibles excesos en esas búsquedas. No es lo mismo relegar lo material o lo sensual, en la escala de valores, a despreciarlos del todo, como si necesariamente fuesen causas de estorbo y de pecado.
Los valores espirituales, o afectivos, deben ser alcanzados como prioritarios sin dejar de valorar lo material o lo sensual. Algo debe ser elegido como valioso en “competencia” con otros valores también valiosos, de lo contrario tiene poco sentido priorizar un valor como consecuencia de haber negado validez a valores alternativos.
La prioridad en el cumplimiento de los mandamientos, impuesta a su religión, es posteriormente desconocida por sus seguidores por cuanto se impone como prioritario el culto a su personalidad. Así, se rechaza toda postura que afirme que es el Hijo de Dios, o el enviado de Dios, o el Hijo del orden natural, para establecer que es el propio Dios que se ha hecho hombre. Quien no acepte esta apreciación será excluido como creyente, o como cristiano, aun cuando tenga la predisposición a cumplir con los mandamientos bíblicos. Kolakowski agrega: “El surgimiento del cristianismo como Iglesia no se basó exclusivamente en la fe de sus discípulos en la doctrina de Jesús, sino también en la fe en su resurrección y, más tarde, en la fe en la divinidad del Maestro. Precisamente, en la historia del cristianismo posterior se cuestionó con frecuencia la divinidad de Cristo, que los Evangelios no afirman”.
“En este sentido, es imposible decir que Jesús sea el fundador del cristianismo, si es que la fe en la divinidad de Jesucristo constituye el fundamento de éste; más bien fue Pablo quien inició el proceso de deificación, el cual finalmente, superada la tenaz resistencia de los padres preniceanos, se impuso como concepción por lo menos predominante a despecho de las numerosas versiones «arrianas»”.
La prioridad atribuida a la creencia en su divinidad, que resulta bastante más fácil de aceptar que cumplir con los mandamientos, limitan la universalidad de la religión original de Cristo, por cuanto quedan excluidos todos aquellos que adoptan una postura deísta o cercana a la religión natural, o una postura similar a la predominante en la visión de la ciencia experimental. Mientras que la religión de Cristo es prioritariamente ética, el cristianismo de San Pablo resulta ser una “religión filosófica” ya que prioriza la creencia al cumplimiento de los mandamientos.
Quien acepta adherir a Cristo porque se beneficia personalmente, no necesita creer que Cristo es Dios, o que resucitó luego de su muerte, ya que lo importante es lo que dijo a los hombres, con la prioridad por él establecida. Por ejemplo, ante una discusión acerca de la incorporación de un nuevo integrante de la Corte Suprema de Justicia, en Mendoza, una persona expresó, respecto de cierto candidato: “Es agnóstico, o es ateo…..”, queriendo significar con ello que no se trataba de “una buena persona”, ya que se sobreentiende que el “creyente” (en la divinidad de Cristo) sí lo es; en forma independiente si cumple o no con los mandamientos bíblicos.
Al limitar la validez del cristianismo a un sector de la población que filosóficamente adhiere a la postura teísta, dejando de lado a los deístas y cientificistas, se pierde la universalidad proclamada, o deseada, por el propio Cristo. Son tantas las exigencias impuestas por la Iglesia, de tal manera de sugerir “aceptar todo el cristianismo o rechazarlo todo”, que termina su misión evangelizadora de una manera imprevista, ya que le abre de par en par sus puertas a la triunfal entrada del Anticristo (marxismo-leninismo) ataviado con el imponente disfraz de la Teología de la Liberación.
La Iglesia “pobre y para pobres” parece ignorar que la religión de Cristo dividía a la gente entre justos y pecadores, sin concluir que todos los pobres eran justos y todos los ricos (junto a la clase media) pecadores, como parecen entenderlo las actuales autoridades eclesiásticas.
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