Un sistema social autoorganizado es aquel que se establece espontáneamente regulándose por si mismo hasta lograr cierta estabilidad. Este es el caso del mercado, en el cual el intercambio equitativo, con un beneficio para ambas partes, resulta ser el vínculo básico que conforma al sistema. Un aspecto interesante del mercado es que no requiere de un ente organizador exterior al conjunto de participantes, tal como podría serlo el Estado. Quienes no reconocen su existencia, por el contrario, aducen que sin el Estado el mercado tiende a un estado caótico.
Cuando se habla de autoorganización, no implica que la economía de un país vaya necesariamente a funcionar aceptablemente cuando todos sus habitantes reconozcan la existencia de este proceso natural, por cuanto se requiere una previa adaptación al mismo, que tiene que ver con los aspectos éticos de su población. Así, si hay muchos participantes que buscan un beneficio unilateral, o bien no existe una aceptable predisposición al trabajo, ni una adecuada cantidad de empresarios, el sistema no podrá lograr los resultados esperados.
Para advertir el autocontrol existente en el caso de la formación de los precios de cierta mercancía, considérese primeramente el caso de un panadero único en un pueblo. Como no tiene competencia, puede cobrar precios abusivos teniendo presente que el pueblo más cercano se encuentra a 30 kilómetros de distancia y que por ello siempre ha de resultar más ventajoso para el consumidor comprarle el pan al precio que sea. En este caso no puede establecerse el mecanismo del mercado porque todavía no hay competencia entre productores.
Para solucionar el problema del panadero abusivo, existen dos opciones posibles: una consiste en el “control de mercado”, por el cual aparece uno o varios competidores, y así el panadero abusivo tiene que reducir el precio por cuanto su clientela tiene ahora la posibilidad de comprar el pan más barato en otro comercio cercano. La segunda opción consiste en el “control estatal” de precios, mediante el cual se establecen precios máximos, requiriendo medios económicos considerables. Adviértase que el control estatal tiende a impedir el proceso del mercado, mientras que, de existir un adecuado funcionamiento del mismo, se hace innecesario dicho control.
El panadero único constituye un monopolio y la culpa por sus abusos recae esencialmente en el resto de la sociedad por no tener la capacidad empresarial requerida para establecer la necesaria competencia. Hay casos en que, sin embargo, no resulta sencillo competir con alguna empresa que haya establecido alguna innovación tecnológica importante. En ese caso, se establece un monopolio circunstancial, y si la empresa tiene una adecuada visión empresarial, es posible que trate de ofrecer sus productos a un precio razonable. De lo contrario, conseguirá despertar el interés de “potenciales competidores dormidos”, que intentarán competir con el monopolio establecido previamente.
Quienes “no creen” en la existencia del “control de mercado”, o autocontrol, son los que sólo observan el caso de los monopolios, es decir, de situaciones en que no existe el proceso del mercado. Raúl Alfonsin expresó: “Yo creo en la libertad política, pero la libertad de mercado en economía es el zorro libre con las gallinas libres”. El “zorro libre” es el empresario que actúa solo y sin competencia; mientras que un “zorro en competencia” puede quedar anulado fácilmente cuando otros empresarios produzcan con mayor calidad o con mejores precios, o con ambos.
Los sistemas económicos populistas son intervencionistas en la economía. La burocracia estatal consume gran cantidad de recursos que impiden el progreso económico. Si a un empresario el Estado le extrae, mediante impuestos, el 50%, o más, de sus utilidades, no tendrá capital disponible para posteriores inversiones productivas. Además, con elevados impuestos, resulta difícil que alguien quiera iniciar una nueva empresa sabiendo que la mitad de sus utilidades serán compartidas por la burocracia estatal. O bien establecerá sus actividades en el ámbito de la economía informal.
En lugar de ser el Estado un colaborador de las empresas generando una infraestructura adecuada para promover la inversión productiva, dejando el control al propio mercado, extrae importantes recursos para su tarea de control impidiendo parcialmente el desarrollo económico.
El mayor enemigo de los políticos populistas es el economista liberal que propone el autocontrol en un mercado desarrollado. De esa manera, obliga al político a hacer cosas útiles desde el Estado; algo que no resulta del agrado del político que quiere dirigir la economía absorbiendo mediante impuestos una gran parte de las utilidades empresariales.
Al pueblo se le hace creer que, mientras mayor sea el poder económico del Estado, mayor será el bienestar de la población. Sin embargo, los recursos económicos en manos privadas, que podrían ir a la inversión, al pasar a manos del Estado (o de los políticos que lo dirigen) terminan creando puestos burocráticos improductivos que empeoran la situación general, y que favorecen la infaltable corrupción asociada a la “generosa redistribución de lo ajeno”.
Mientras que, desde el liberalismo, se piensa en establecer una economía capaz de sustentar las necesidades de la población, desde el populismo se piensa en redistribuir lo que genera al sector productivo. Por lo general, la redistribución estatal y la ayuda social que brinda el Estado carecen del sustento económico necesario. Cada vez que se trata de interrumpir el funcionamiento del proceso económico autoorganizado, o bien cuando se trata de impedir su formación, el “mercado se rebela” y las soluciones anti-mercado resultan bastante peores que la situación que se intentaba mejorar. Incluso puede observarse “la sabiduría del mercado” cuando algunas empresas que compiten, no para ofrecer mayores ventajas al consumidor, sino para abarcar mayores porcentajes del mercado, terminan logrando retrocesos económicos considerables. Richard Miniter escribió: “El «market share» o la porción de mercado que posee cada empresa es el espejismo del mundo de los negocios modernos. En realidad, las empresas que incrementan su participación de mercado reducen sus ganancias, en tanto sus rivales más pequeñas logran aumentarlas”.
La interacción emocional entre un individuo y el resto de la sociedad también constituye un sistema autoorganizado, pudiendo comprobarse en el caso de la burla, por medio de la cual un individuo manifiesta cierta alegría al comprobar, subjetivamente, algún aspecto o hecho desagradable en otra persona. Luego, cuando algo bueno le suceda al previamente burlado, seguramente sentirá el desagradable sentimiento que provoca la envidia. Por el contrario, quienes comparten las penas y las alegrías de los demás, logran un mejor nivel de felicidad. Los premios y castigos a nuestras actitudes no requieren de un “distribuidor” exterior, sino que provienen de nosotros mismos. De ahí el sentido de la expresión “el Reino de Dios está dentro de vosotros”.
Por otra parte, el egoísta es el incapaz de compartir las penas y las alegrías ajenas, por lo que, simultáneamente, inducirá una actitud similar en los demás ante su presencia, por lo cual tampoco compartirán los estados emocionales del egoísta. Teniendo presente aquello de que “alegría compartida es doble alegría y dolor compartido es medio dolor”, el nivel de felicidad del egoísta tiende a ser bastante limitado. Mientras que tal individuo cree que es “natural” no beneficiar a nadie, aun en lo mínimo, despierta reacciones por las cuales tampoco los demás tendrán la predisposición a beneficiarlo.
Todo sucede como si un Dios exterior distribuyera premios y castigos, cuando en realidad son los propios procesos de la conducta humana los que establecen cierta justicia natural, que se interpreta generalmente como justicia divina, suponiendo una intervención de Dios en los acontecimientos cotidianos.
De la misma manera en que la intervención del Estado tiende a impedir el desarrollo, o el surgimiento, del mercado, las supuestas intervenciones de Dios tienden a impedir una adecuada adaptación a las leyes naturales que rigen todas y cada una de nuestras respuestas afectivas y cognitivas. En forma similar a los individuos que esperan todo del Estado redistribuidor, en lugar de trabajar con un sentido cooperativo, quienes esperan que sus deseos les sean concedidos a través de las decisiones favorables de Dios, dejan de lado la posibilidad de realizar un esfuerzo personal para lograrlos.
En lugar del Estado redistribuidor y del Dios que interviene ante los pedidos humanos, resulta mejor tener presente la imagen de un Dios creador que ha establecido sabiamente ciertas leyes naturales que permiten el surgimiento de sistemas autoorganizados a los cuales nos tenemos que adaptar. La actitud cooperativa asociada al mandamiento cristiano del amor al prójimo es la base para que el mercado funcione adecuadamente de la misma manera en que permite un mejoramiento del orden social. Incluso toda acción personal o toda decisión estatal que tiendan a desvirtuar al mercado, pueden asociarse a fallas éticas en el sentido de que el individuo se aleja de la actitud cooperativa mencionada.
Como se dijo antes, si un empresario, en forma egoísta, no se conforma con el porcentaje del mercado que domina, y busca por todos los medios abarcar porcentajes mayores, es posible que su desempeño empresario tienda a ser inferior. En lugar de priorizar la realización de bienes de gran calidad, como sugería Steve Jobs, prioriza las ganancias, desvirtuando la actitud cooperativa al adoptar una actitud competitiva, no en el sentido de Jobs, de competir para beneficiar mejor al consumidor, sino de competir para beneficio propio. Richard Miniter agrega: “Los líderes en ganancias piensan en sus clientes, no en sus competidores, y piensan en sus oportunidades del próximo trimestre, sin justificar la porción de mercado del anterior” (De “El mito del Market Share”-Vergara-Barcelona 2004).
El mercado, “sabiamente”, tiende a castigar al empresario egoísta por no respetar sus reglas, siendo el egoísmo uno de los factores asociados a las severas crisis económicas que han sucedido en las distintas épocas. De ahí que el sistema económico imperante puede considerarse como parte del sistema moral, ya que los premios y castigos económicos que sufre la sociedad dependen esencialmente de las actitudes éticas predominantes. Lamentablemente, las consecuencias del accionar erróneo no recaen siempre en sus principales culpables, tal como ocurre con los accidentes viales.
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