La libertad individual implica una autonomía que permite decidir por uno mismo en forma independiente de la influencia de otros individuos, siendo una de las ideas centrales del cristianismo. Así, el Reino de Dios implica el gobierno directo de Dios sobre cada hombre a partir de las leyes naturales existentes, evitando el gobierno del hombre sobre el hombre. La igualdad del hombre ante Dios es una igualdad concreta asociada a las leyes naturales que nos rigen. Por el contrario, la desigualdad entre los hombres surge cuando algunos gobiernan, con criterios propios, a sus semejantes.
La Edad Media occidental se caracteriza por el total predominio de la religión, no existiendo aún el gobierno directo de Dios sobre los hombres, sino un gobierno indirecto por medio de sus intermediarios (sacerdotes o reyes) que finalmente imponían sus criterios personales desnaturalizando, por lo general, la esencia del cristianismo. Una etapa importante en el proceso de adaptación cultural del hombre al orden natural se establece cuando se tiende a reemplazar el gobierno de las autoridades humanas por el gobierno de las leyes, que rigen incluso sobre tales autoridades. Así nace el Estado de Derecho, como una etapa previa al gobierno directo de Dios, por cuanto las leyes humanas pueden perfeccionarse hasta ser enteramente compatibles con las leyes naturales, estableciendo un marco social adecuado para la vida del hombre en libertad.
Esta etapa de la evolución cultural está asociada al surgimiento del liberalismo, el que, con su democracia política y económica (mercado), junto al cristianismo, caracterizan la denominada “civilización occidental”. Cuando Occidente se aleja de este ordenamiento social, como ocurrió con el surgimiento de los totalitarismos (fascismo, nazismo, comunismo), retorna a épocas primitivas constituyéndose en la “incivilización occidental”. Carlos Alberto Montaner escribió: “Es precisamente a fines del siglo XVII cuando los pensadores ingleses, encabezados por John Locke, le dan un giro radical a las relaciones de poder e introducen de una manera transparente lo que puede llamarse «constitucionalismo» o –lo que viene a ser lo mismo- el Estado de Derecho. Es decir, sociedades que no delegan la autoridad en familias privilegiadas, sino en el derecho natural y en la voluntad del propio pueblo, ambos consagrados en textos legales que se colocan por encima de todos los ciudadanos, incluida la familia real”.
“Al margen de la extraordinaria importancia que el constitucionalismo posee en el terreno de la política –piedra miliar del pensamiento liberal-, es en otra zona menos comentada donde causa una verdadera y profunda revolución: en el oscuro territorio de las percepciones psicológicas. En efecto, cuando el constitucionalismo se convirtió en una verdad mayoritariamente compartida por la sociedad –cuando el pueblo se sintió soberano porque no regía otro hombre o mujer por la gracia de Dios, sino regía un texto constitucional- de forma invertida, por la propia naturaleza de las cosas, se invirtieron los papeles que tradicionalmente desempeñaban gobernantes y gobernados”.
“De pronto, en ciertos pueblos del norte de Europa surgió la noción del servidor público. De pronto, o tal vez paulatinamente, el pueblo sintió que era él quien mandaba, mientras al gobierno, humildemente, le tocaba obedecer. Gobernar, entonces, se convirtió en administrar lo más sabiamente posible –y siempre con arreglo a las leyes- los fondos asignados por los ciudadanos mediante el pago de los impuestos. Ser un «taxpayer» dejó de reflejar una condición de manifiesta inferioridad para pasar a ser la fuente con que se legitimaba la autoridad de los mortales comunes y corrientes” (De “No perdamos también el siglo XXI”-Plaza & Janés Editores SA-Barcelona 1997).
Generalmente se considera que el liberalismo se opone a la religión por desarticular definitivamente el orden social medieval. Ello se debe a que se considera que el punto de partida de todo conocimiento es el hombre, en lugar de Dios, materializado en el principio cartesiano del “pienso, luego existo”. Sin embargo, puede decirse que con Baruch de Spinoza el conocimiento vuelve de inmediato a establecerse a partir de Dios, no en el sentido medieval, que se basaba en la opinión de sus intermediarios religiosos, sino a través de las leyes naturales que nos gobiernan. De todas formas, las ideas de Spinoza tardan bastante en ser aceptadas. Ernst Cassirer escribió: “No es posible, nos dice Spinoza, que Dios sea comprendido y conocido por medio de ninguna otra cosa; tratándose como se trata del origen mismo del ser y del saber, ningún otro objeto del conocimiento puede igualarlo, y mucho menos superarlo, en claridad y en evidencia”. “Lo que para Descartes es la conciencia de sí mismo es para Spinoza la conciencia de Dios: el hecho fundamental hacia el que levanta la mirada para determinar a tono con él el valor de cualquiera otra certeza derivada” (De “El problema del conocimiento” (II)-Fondo de Cultura Económica-México 1956).
La pobre aceptación de las ideas liberales, por parte de algunos pueblos, impide que tanto la democracia política, económica y el cristianismo, se instalen en una forma natural y mantengan vigente el orden social respectivo. Carlos A. Montaner agrega: “En España, como todos sabemos, y, por extensión, en Latinoamérica, nunca, realmente, sucedió esa grandiosa metamorfosis. Aquí tuvimos, es cierto, la Constitución de Cádiz de 1812, la famosa Pepa por la que tanta sangre y rabia se derramara, pero jamás el pueblo español pudo someter a sus gobernantes al imperio de la ley, entre otras razones, porque el grito brutal de «¡vivan las cadenas!» era tal vez mucho más que una sorprendente consigna popular o el grito ritual de una humillante ceremonia de vasallaje: acaso constituía la expresión resignada de un pueblo que no sentía al Estado como algo que le pertenecía, algo que era suyo y que libremente había segregado para su disfrute y conveniencia, sino lo percibía como una horma impuesta desde afuera para sujetar a unas personas necesitadas de este tipo de coyunda para poder vivir en paz”.
“«¡Vivan las cadenas!» era la manera española de admitir, humildemente, el «dictum» de Luis XIV de Francia, que el rey era el Estado, o que la oligarquía dominante era el Estado, dado que el pueblo intuía que muy poco contaba la sociedad dentro de aquel andamiaje institucional. Para muchos latinoamericanos y españoles de aquellos tiempos (y probablemente de hoy), la función del gobierno no es obedecer sino mandar. Aquí no se produjo el cambio de percepciones en el ámbito de las relaciones de poder. Aquí el Estado, como el castillo de Kafka, siguió siendo una fortaleza ajena e inaccesible, gobernada por unos seres oscuros y todopoderosos alejados de los efectos punitivos de las leyes”.
“No obstante, ese Estado, odiado por casi todos, dispensador de agraviantes privilegios, era, al mismo tiempo, el sueño dorado de la mayor parte de los españoles de ambos lados del Atlántico. El Estado podía ser –y así lo calificaban las mayorías- una indómita burocracia, casi siempre inútil, a veces cruel, terriblemente onerosa, pero lo sensato, dado su peso y poder, no era oponérsele, sino sumársele. Lo prudente era convertirse en funcionario y vivir protegido por su mágico manto, lejos del alcance de las leyes y de las responsabilidades. Al fin, y a la postre, la seguridad que el Estado ofrecía podía ser miserable en el orden económico, especialmente en los estratos más bajos, pero siempre era mejor que el desamparo de una sociedad civil poco fiable, o los riesgos de un mercado en el que no se solía triunfar por el esfuerzo y la competencia, sino por la asignación arbitraria de privilegios y canonjías”.
“Pero, desgraciadamente, hay más. Esa aparente paradoja –querer formar parte de lo que se detesta- no es la única que comparece en la psicología antiliberal del hombre iberoamericano. Su distanciamiento intelectual y emocional del Estado en el que vive y en el que desenvuelve sus quehaceres ciudadanos, le provoca una especie de burlona indiferencia ante las injurias que los demás puedan hacerle. Como el iberoamericano no se identifica con el Estado, como no es «su» Estado, le da exactamente igual que «los otros» no paguen impuestos, destrocen los lugares y vehículos adscritos al impreciso «bien común», incumplan las leyes, evadan el servicio militar o derrochen los caudales públicos”.
Un Estado regido por leyes, contempla la libertad asociada a la madurez de las personas, mientras que un Estado regido por las decisiones arbitrarias del gobernante de turno, tiende a brindar cierta seguridad al sector partidario e inseguridad al resto. Este es el caso de los países en los cuales predomina una anomia generalizada, como la Argentina, calificada por Carlos Nino como “un país al margen de la ley”.
Mientras que el crecimiento económico depende del aumento del capital productivo per capita, dicho proceso es prácticamente imposible en países regidos por los caprichos del líder populista de turno, ya que la inseguridad jurídica asociada tiende a ahuyentar capitales, tanto nacionales como extranjeros. Ello contradice la propaganda ideológica del populismo cuyo motivo aparente de su gestión radicaría en la protección brindada a la nación respecto del imperialismo extranjero. Roberto Cachanosky escribió: “Cuando los países están dominados por la ignorancia y la envidia, podemos afirmar que se pavimenta el camino para la construcción de las demagogias y políticas populistas que pueden derivar en sistemas autoritarios”.
“Un ejemplo muy sencillo para ver la relación entre instituciones y crecimiento económico es el siguiente. Muchos de nuestros compatriotas suelen quejarse por los capitales de argentinos que están en el exterior. Algunos suelen acusarlos como si fueran enemigos de la patria que fugan sus capitales. La pregunta que deberían formularse es: ¿por qué se fugaron esos capitales? ¿A qué países se fugaron esos capitales? Esos capitales se fugaron porque no quisieron ser expropiados por el Estado o expoliados por la presión impositiva confiscatoria. La inseguridad jurídica y la voracidad fiscal son los determinantes fundamentales de la fuga de capitales. Como se ve, la ausencia de un Estado limitado o, si se prefiere, del Estado de Derecho, que es un tema claramente institucional, tiene impacto en la economía haciendo que los ahorros de los argentinos se fuguen al exterior”.
“La segunda pregunta tiene una respuesta más categórica, porque esos capitales, normalmente, no se fugan a Venezuela, Cuba o Bolivia, donde imperan los llamados gobiernos democráticos y solidarios. Se fugan a países como EEUU o Suiza en los cuales hay seguridad jurídica sobre los derechos de propiedad”. “El resultado que se obtiene de los gobiernos que se llenan la boca con las palabras solidaridad social, redistribución del ingreso y justicia social es que, ante la ausencia de seguridad jurídica, los argentinos terminamos depositando nuestros ahorros en los países desarrollados, los que a su vez, financian el consumo y la inversión de ellos. Es decir, nosotros que somos subdesarrollados, terminamos financiando a los desarrollados gracias a la demagogia populista, madre de la ausencia del Estado de Derecho” (Del Prólogo de “La idolatría del Estado” de Carlos Mira-Ediciones B Argentina SA-Buenos Aires 2009).
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