Por lo general, asociamos la democracia al liberalismo, como si fueran conceptos que van siempre juntos; sin embargo, Ortega y Gasset advierte ciertas diferencias que ayudan a comprender a ambos aspectos de la política. Cuando hablamos de “democracia liberal”, se define mejor lo que uno desea significar.
A continuación se transcribe un artículo al respecto:
IDEAS DE LOS CASTILLOS: LIBERALISMO Y DEMOCRACIA
Por José Ortega y Gasset
Es un fértil experimento este que hacemos de someter la química de nuestra alma al reactivo de los castillos. Sin premeditarlo nos da un precipitado que es la ley del espíritu europeo.
En un primer momento, nos han parecido los castillos síntoma de una vida por completo opuesta a la nuestra. Hemos huido de ellos y nos hemos refugiado en las democracias antiguas como más afines con nuestras formas de existencia pública –de derecho y de Estado-. Pero al intentar sentirnos ciudadanos a la manera de un ateniense o un quírite, hemos descubierto en nosotros una extraña resistencia.
El Estado antiguo se apodera del hombre íntegramente, sin dejarle resto alguno para su uso particular. Nos repugna en no se sabe qué subterráneas raíces de nuestra personalidad esa disolución total en el cuerpo colectivo de la Polis o Civitas. Por lo visto no somos tan puramente, tan solamente ciudadanos como el fuego oratorio nos hace vociferar en los mítines y en los artículos de fondo.
Y entonces, los castillos parecen descubrirnos más allá de sus gestos teatrales un tesoro de inspiraciones que coinciden exactamente con lo más hondo de nosotros. Sus torres están labradas para defender a la persona contra el Estado. Señores ¡Viva la libertad!
Pero como hace un momento habíamos gritado ¡Viva la democracia!, nos hacemos un poco de lío entre ambas expectoraciones entusiastas. En rigor, este lío es la historia europea de los dos últimos siglos. Liberalismo y democracia se nos confunden en las cabezas y, a menudo, queriendo lo uno gritamos lo otro.
Por esta razón conviene de cuando en cuando pulimentar las dos nociones, reduciendo cada una a su estricto sentido. Pues acaece que liberalismo y democracia son dos cosas que empiezan por no tener nada que ver entre sí, y acaban por ser, en cuanto tendencias, de sentido antagónico. Democracia y liberalismo son dos respuestas a dos cuestiones de derecho político completamente distintas.
La democracia responde a esta pregunta: ¿Quién debe ejercer el Poder público? La respuesta es: el ejercicio del Poder público corresponde a la colectividad de los ciudadanos.
Pero en esa pregunta no se habla de qué extensión deba tener el Poder público. Se trata sólo de determinar el sujeto a quien el mando compete. La democracia propone que mandemos todos; es decir: que todos intervengamos soberanamente en los hechos sociales.
El liberalismo, en cambio, responde a esta otra pregunta: Ejerza quien quiera el Poder público, ¿Cuáles deben ser los límites de éste? La respuesta suena así: el Poder público, ejérzalo un autómata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda ingerencia del Estado. Es, pues, la tendencia a limitar la intervención del Poder público.
De esta suerte aparece con suficiente claridad el carácter heterogéneo de ambos principios. Se puede ser muy liberal y nada demócrata, o viceversa, muy demócrata y nada liberal.
Las antiguas democracias eran poderes absolutos, más absolutos que los de ningún monarca europeo de la época llamada «absolutista». Griegos y romanos desconocieron la inspiración del liberalismo. Es más; la idea de que el individuo limite el poder del Estado, que quede, por lo tanto, una porción de la persona fuera de la jurisdicción pública, no puede alojarse en las mentes clásicas.
Es una idea germánica, es el genio, que pone unas sobre otras las piedras de los castillos. Donde el germanismo no ha llegado, no ha prendido el liberalismo. Así, cuando en Rusia se ha querido sustituir el absolutismo zarista, se ha impuesto una democracia no menos absolutista. El bolchevique es antiliberal.
El Poder público tiende siempre y dondequiera a no reconocer límite alguno. Es indiferente que se halle en una sola mano o en la de todos. Sería, pues, el más inocente error creer que a fuerza de democracia esquivamos el absolutismo. Todo lo contrario. No hay autocracia más feroz que la difusa e irresponsable del demos. Por eso, el que es verdaderamente liberal mira con recelo y cautela sus propios fervores democráticos y, por decirlo así, se limita a sí mismo.
Frente al Poder público, a la ley del Estado, el liberalismo significa un derecho privado, un privilegio. La persona queda exenta, en una porción mayor o menor, de las intervenciones a que la soberanía tiende siempre. Pues bien; este principio original del privilegio, adscrito a la persona, no ha existido en la historia hasta que lo recabaron para sí unos cuantos nobles godos, francos, borgoñeses. Cosa muy secundaria es que la materia de tales o cuales privilegios nos parezca hoy inaceptable. Lo importante, lo decisivo, fue haber traído al planeta el principio de libertad, o, como ellos decían, con una palabra de expresión más exacta: la franquía.
El progreso posterior se ha reducido a discutir, de una parte, cuáles deben ser las acciones y materias en que la persona debe quedar franca; de otra, qué individuos tienen derecho a ella. En esto, como en muchas otras cosas, las burguesías occidentales no han hecho más que imitar las maneras inventadas por las viejas aristocracias feudales. Los «derechos del hombre» son franquías y nada más. En ellas adquiere su manifestación más abstracta y general la sensibilidad jurídica de la Edad Media, que nuestra miopía nos presenta como contraria a la nuestra. Los señores de estas casas monstruosas que llamamos castillos han educado las masas galorromanas, celtíberas, toscanas para el liberalismo.
(Extractos de “Notas”-Espasa-Calpe SA-Madrid 1936)
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2 comentarios:
Ortega hace en este escrito, y de una manera entendedora, una defensa de los derechos individuales a la vez que nos advierte del peligro de no limitar al poder por muy democrático que éste sea. Y una cosa bastante curiosa: adjudica a la tradición germánica la defensa de la libertad, no al cristianismo como tantas veces se ha dicho.
Si se interpreta al Reino de Dios bíblico como el gobierno de Dios sobre el hombre, para evitar el gobierno del hombre sobre el hombre, es en la Biblia en donde aparece primero. Recordemos que Hayek considera la libertad como ausencia de gobierno del hombre sobre el hombre....Los germanos habrían incorporado esa libertad desde el punto de vista político.
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