De la misma manera en que el suicidio resultó ser un fenómeno social, antes que individual, según los estudios de Emile Durkheim, es posible que el fenómeno de la corrupción sea también de ese tipo. Al menos hay indicadores que sugieren que los gobiernos muy corruptos emergen de sociedades en las que la mayoría de sus integrantes los aceptan con bastante pasividad, por cuanto el irrespeto a todo tipo de norma o de ley constituye lo normal y lo cotidiano. En una encuesta se le preguntó a alumnos universitarios argentinos: “Si usted tuviese poder y, a partir de ahí, la posibilidad de corromperse: ¿Se corrompería?”. El 42% contestó por la afirmativa, siendo posible que varios más pensaran lo mismo, aunque no tuvieron la audacia de afirmarlo.
El principal freno a la corrupción es la dignidad de quien teme reconocerse a si mismo como un ladrón, estafador o corrupto. Esa dignidad le hace temer que sus amigos lleguen a tener una opinión negativa e incluso que sus enemigos se jacten de despreciarlo por sus malas acciones. La dignidad se pierde cuando no se le teme a la opinión propia ni a la de los demás. Más precisamente cuando la escala de valores se altera de tal manera que el corrupto llega a jactarse de la situación económica que ha logrado gracias a sus delitos, a la admiración de sus amigos y a la envidia de sus enemigos, cuando todos comparten esa misma escala de valores (o de desvalores).
Cuando alguien se entera que el ex-vicepresidente de la Nación, Elpidio González, una vez finalizada su función pública, se mantuvo mediante un sencillo empleo; considera, de acuerdo a la actual mentalidad predominante, que se trataba de un trabajo “indigno” para un funcionario público de alto rango. Por el contrario, para dicho político, ser mantenido por el Estado, e indirectamente por la sociedad, constituía la verdadera indignidad, en la cual no quería caer. En la Argentina actual pocos quieren hacer trabajos “indignos” por su sencillez, pero esos mismos individuos indignamente pueden aceptar ser mantenidos por la sociedad, a través del Estado, sin realizar una contraprestación laboral. Rodolfo H. Terragno escribió: “Ni historias como la de Elpidio González –un vicepresidente de la Nación que terminó vendiendo anilinas-, ni las de innumerables políticos que se han empobrecido con este oficio, logran ennoblecer la política a los ojos (no siempre nobles) de quienes la aborrecen”.
El ex-ministro nacional Juan Carlos Pugliese, por su parte, escribía acerca de un encuentro casual en un café de la Ruta 3: “Cuando yo era muchacho, teníamos que luchar contra el «fraude patriótico». Aquí, en la provincia [de Buenos Aires] gobernaba Manuel Fresco. Era el populismo oligárquico, que tenía mucho de fascista. Yo lo detestaba a Fresco. Y sigo creyendo que fue una desgracia. Pero un día (años después de que él dejara el gobierno) paré aquí y, en esa mesa, estaba Fresco. Estaba solo. Yo ni le hablé. Cuando se fue, le pregunté al mozo y me dijo que siempre se paraba aquí, porque era viajante de comercio. Había tenido todo el poder y debía trabajar para ganarse la vida. Eso yo lo admiro, aun en una persona contra la cual volvería a luchar. Uno querría que todos los decentes fueran demócratas, y que todos los demócratas fueran decentes” (Citado en “El Nuevo Modelo” de Rodolfo H. Terragno-Fundación Argentina Siglo 21-Buenos Aires 1994).
La corrupción más destructiva es la que existe en el propio Estado, ya que es precisamente el Estado quien debería combatirla. Al igual que las enfermedades que atacan a sus víctimas cuando carecen de defensas suficientes, la corrupción ataca con mayor virulencia a las sociedades que carecen de defensas morales. José Luis Espert establece una síntesis de lo que podría denominarse “el robo organizado”, escribiendo al respecto: “La Argentina debería ser un país desarrollado, pero no lo es. ¿Por qué? Porque tres corporaciones se la fuman en pipa”.
“Hablo de empresarios prebendarios que le venden a la gente, a precio de oro, lo que afuera se consigue por monedas. Hablo de los que ruegan por más obra pública porque al parecer en la Argentina, sin el dinero de los contribuyentes, no se construye ni un nicho de cementerio. Hablo de los sindicatos, que dicen defender los derechos de los trabajadores y que se comportan como «empresas»; digo empresas entre comillas, porque los sindicatos, aunque ganan sumas incalculables, no invierten un peso de sus bolsillos y no asumen el menor riesgo. Y hablo, en fin, de los políticos, que con el canto –o para estar a tono con el pasado reciente, con el relato- de la «mejora distributiva», le sustraen a cada trabajador, a través de los impuestos, el equivalente a la mitad de un año de trabajo. La Argentina no vive con estas corporaciones: vive para ellas. Por eso no es un país desarrollado” (De “La Argentina devorada”-Galerna-Buenos Aires 2017).
En otros países existen problemas similares, si bien en algunos, como Italia, aunque tardíamente, tienen una justicia que cumple sus funciones con cierta eficacia. El periodista italiano Sergio Romano describía la situación de su país a comienzos de los 90: “Dos años atrás, los mafiosos arrepentidos eran pocos, estaban mal protegidos y el poder judicial, en general, los miraba con recelo. Hoy, son centenares y los jueces reciben de ellos una colaboración preciosa”.
“Dos años atrás, los jefes de la mafia circulaban libremente o dirigían operaciones desde la cama de un hospital. Hoy, son arrestados en las calles de Palermo y encerrados en cárceles de máxima seguridad”. “Dos años atrás teníamos una clase política arrogante e inamovible. Hoy, no hay partido ni dirigente político que tenga certeza sobre su futuro”.
Terragno comenta al respecto: “Así resumió Sergio Romano –un fino analista político- la súbita transformación de Italia. Era 1993. El reino de la impunidad se desvanecía. En dieciséis meses, decenas de funcionarios y hombres de empresa habían conocido la cárcel. En Varese –la provincia lombarda donde se inició la lucha contra los corruptos- habían caído 52 políticos”. “La sociedad italiana se había rebelado, por fin, contra los dirigentes de manos sucias. Era tiempo de «mani pulite» [manos limpias]”. “Dos años antes, Antonio Di Pietro –el juez que inició esta cruzada contra los corruptos- no se habría atrevido a emprender semejante lucha”.
“La corrupción de las elites produjo, en Italia, una formidable concentración de poder. Los partidos nacionales formaron «joint ventures» para ordeñar las empresas del Estado y negociar –bajo la mesa- con los grandes industriales. Las regiones y la mayor parte de la sociedad italiana quedaron fuera. La «partitocrazia» favorecía al gobierno central y a los capitanes de la industria. La economía italiana, expoliada por este sistema, se fue haciendo menos competitiva”.
Al advertirse cierta similitud entre el caso argentino y el italiano, surge la pregunta acerca de si, en nuestro país, faltan algunas leyes o bien hace falta un Di Pietro para iniciar un proceso similar. Todo indica que en la Argentina las leyes anticorrupción existen, pero muchos jueces, por ser partícipes en los procesos de corrupción, no las aplican, excepto en el caso de la ex-ministro Maria Julia Alsogaray, quizás por ser ajena a toda organización delictiva y, por ello, no poseer ninguna protección especial. Terragno escribió: “¿Se acabaría con la corrupción si las leyes fijaran estos castigos para los corruptos?:
. Al funcionario que cobre coima: 6 años de cárcel.
. Al que le pague la coima: lo mismo
. Al funcionario que «meta la mano en la lata»: 10 años e inhabilitación de por vida.
. Al que se hizo rico mientras estaba en el gobierno y no puede explicar de dónde salió el dinero: 6 años
. Al juez que reciba una coima: 12 años e inhabilitación de por vida
Estos castigos ya están previstos en nuestro Código Penal (artículos 256 a 268), de donde los hemos tomado. Están pero no se aplican. ¿Por qué? (1) Porque nadie hace denuncias. (2) Porque falta un Antonio Di Pietro: el juez italiano que dio lugar a la Operación «Manos Limpias». (3) Porque los escándalos se «tapan» con poder político y dinero”.
La aversión que tienen los políticos, empresarios, jueces y sindicalistas corruptos, respecto de una economía de mercado, es que tal economía tiende a limitar los vínculos entre políticos y empresarios, entre empresarios y jueces, entre políticos y sindicalistas, etc., imposibilitando la mayoría de las ocasiones de corrupción que brindan las economías controladas o dirigidas por los políticos. Javier González Fraga escribió: “La lucha contra la corrupción debe incluir varios ingredientes. Creo que, también en este caso, son importantes por un lado una justicia independiente, idónea y eficaz, y, por el otro, una profunda desregulación y transparencia de la actividad económica, para reducir las tentaciones y las posibilidades de enriquecimiento gracias a disposiciones oficiales”.
“El Estado, en efecto, debe reducir sus funciones para centrarse sobre aquellas verdaderamente indelegables: la administración de la justicia, la salud, la vivienda, la educación y la seguridad. Pero debe limitar sus actividades en lo posible, ya que cuanto más interviene el Estado más oportunidad de corrupción hay. No debería ser una decisión estatal, por ejemplo, qué sector económico crece o cuál está expuesto a la competencia” (De “La corrupción” de Mariano Grondona-Editorial Planeta Argentina SAIC-Buenos Aires 1993).
Otra de las estrategias que tienen las organizaciones delictivas, consiste en la orientación de los reclamos de la opinión pública en contra del imperialismo yanqui o de la globalización económica. William Shakespeare, a través de uno de sus personajes, expresó: “Cuando la fortuna nos es esquiva –a menudo porque la hartamos con nuestro comportamiento- culpamos de nuestra desgracia al sol, la luna y las estrellas: como si fuéramos villanos por necesidad, torpes por compulsión divina; bribones, ladrones y desleales por influencia esférica; borrachos, mentirosos y adúlteros por una forzosa sumisión al orden planetario; y todo aquello en lo que somos perversos fuera dictado desde las alturas” (De “El Rey Lear”).
El éxito de los políticos populistas se basa, en cierta forma, en el “síndrome Pablo Escobar”. Puede así denominarse la actitud idólatra dirigida hacia un peligroso delincuente que previamente ha beneficiado a alguien económicamente. No cuentan para nada los miles de asesinatos atribuidos a tal personaje, ya que sólo importa lo que de él se recibe. La adhesión incondicional es eterna y hasta hereditaria. De ahí que los políticos populistas distribuyen numerosos puestos de trabajo superfluos en el Estado, jubilaciones sin aportes, subsidios a diestra y siniestra, etc., para la “compra” votos en grandes cantidades, mientras los receptores sólo contemplan sus beneficios sin interesarles en lo más mínimo el deterioro y el desbarajuste que tal redistribución produce en la economía nacional.
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