Se considera a la ética como la rama de la ciencia que estudia aspectos de la conducta humana tales como el bien y el mal. Sin embargo, como el bien es la tendencia a favorecer el logro de ciertos valores y el mal lo que tiende a impedirlo, puede decirse también que la ética es el estudio de los valores elegidos por el hombre y de los diversos criterios surgidos al respecto. Robert S. Hartman escribió en referencia a su libro: “La obra intenta introducir el pensamiento ordenado en el campo de las disciplinas morales. Por «pensamiento ordenado» se entiende un procedimiento que ofrece una explicación de un máximo de objetos con un mínimo de conceptos. De tal suerte, concibe una teoría de los valores análoga a una ciencia que, a partir de un mínimo de suposiciones axiomáticas, deriva una multitud de conclusiones en un patrón tan variado y detallado, que sus rasgos corresponden a la multitud de rasgos que se hallan en la esfera de los valores”.
“La teoría del valor se concibe, así, como un patrón isomorfo con la esfera de los valores. La estructura del valor es la estructura del patrón que es pertinente a, y explicatorio de, esta esfera. Esta concepción presupone que hay fenómenos de valor, que éstos forman un orden y que este orden puede ser reflejado en una estructura teórica: la teoría del valor o axiología” (De “La estructura del valor”-Fondo de Cultura Económica-México 1959).
Los valores elegidos, perseguidos y alcanzados por los hombres tienen un carácter subjetivo, de ahí la engañosa estimación de que no existe una ética objetiva. Esta postura concuerda un tanto con la aseveración de que el valor económico asociado a los diversos bienes, por ser subjetivo, impide establecer una teoría económica con objetiva validez. Sin embargo, puede comprobarse fácilmente la existencia de una ciencia económica compatible con una teoría subjetiva del valor.
Cuando se establecen enunciados incompletos, que reflejan pensamientos incompletos, se llega a conclusiones erróneas. Como ejemplo podemos mencionar el siguiente: “En la época de Stalin, en la URSS se podía expresar libremente una opinión adversa a dicho gobernante”. En realidad, esta frase era verdadera, ya que se “podía” expresar libremente. Sin embargo, no se “debía”, ya que luego había que padecer las consecuencias. Will y Ariel Durant escriben sobre Alexander Solyenitsin: “La Segunda Guerra Mundial lo lanzó a la vida de acción; ganó dos condecoraciones y se elevó al rango de capitán de artillería. Empero, en una de las cartas que envió desde el frente, se permitió el lujo de criticar los errores militares de «el hombre del bigote» (Stalin). Por ello fue condenado a ocho años en un campo de concentración, a los que se le agregaron tres más” (De “Interpretaciones de la vida”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1973).
En el caso de la moral ocurre otro tanto. Así, los partidarios del relativismo moral sostienen que “la moral cambia con las épocas y también cambia de un pueblo a otro”. Sin embargo, no se dice que las consecuencias de ese cambio real son también reales y distintas. Como ejemplo podemos considerar lo que ocurría en el automovilismo deportivo de los años 50 comparándolo con el de los años 90. Puede tenerse una idea de la competencia constructiva que existía en aquellas épocas cuando Peter Collins, con cierta posibilidades de lograr el campeonato mundial de Fórmula Uno, cede su auto al veterano Juan M. Fangio aduciendo que él era joven y que podría ganarlo en el futuro. En esa época se podía ceder el auto a otro corredor para, luego, dividir entre los dos pilotos los puntos obtenidos. Fangio logra el campeonato gracias a esa ayuda, mientras que Collins muere el año siguiente víctima de un accidente en otra competición.
Tal como dicen los relativistas, las épocas cambian y los valores morales también. En los 90 ocurre con cierta frecuencia que un piloto decide chocar en plena carrera a otro competidor para que ambos queden fuera de la competencia y así, con los puntos antes logrados, terminará coronándose campeón mundial. La competencia constructiva de los años 50 degeneró en una competencia destructiva en los 90.
En cuanto a los efectos de ambas actitudes predominantes, puede decirse que en los años 50 existía una muy buena amistad entre los diversos competidores; todos eran amigos. Tal es así que el mayor competidor de Fangio, Stirling Moss, quien por “culpa” de aquél nunca pudo obtener el campeonato, escribe posteriormente un libro biográfico en honor a Fangio. En los 90, por el contrario, no existía amistad entre los diversos deportistas, con ciertas excepciones, por cuanto se valoraba mucho más el éxito deportivo, la fama y el dinero, que la amistad y la opinión de millones de espectadores que por televisión observaban las sucias maniobras puestas en juego.
La comparación anterior sirve, además, para ejemplificar las diversas corrientes del pensamiento económico. El comportamiento de los pilotos de los años 50 coincide con la “competencia para la cooperación” propuesta por el liberalismo, mientras que el comportamiento de los 90, implica una competencia egoísta y destructiva, coincidente con las descripciones del denominado “capitalismo salvaje”. Por otra parte, los sectores socialistas suponen que nunca puede establecerse la competencia para la cooperación debido a la inherente perversidad de los sectores productivos, por lo cual promueven la derogación del capitalismo para introducir la poco, o nada competitiva, economía planificada estatal.
Como tanto la cooperación como la competencia forman parte de la naturaleza humana, el espíritu competitivo en el socialismo se canaliza hacia la política y el militarismo, de donde surgió la ilimitada ambición de instalarlo en todo el planeta, persistiendo con la ininterrumpida tarea destructiva de toda sociedad denominada capitalista, o todo lo que se le parezca, aun cuando el imperialismo soviético se derrumbó hace varios años.
Los diversos totalitarismos del siglo XX constituyeron una prueba que confirma la existencia de una escala de valores compatible con las leyes naturales. Así, cuando el hombre elige valores que apuntan a promover la adaptación al orden natural y a la supervivencia de la especie humana, el orden natural parece responder afirmativamente a esa propuesta. Sin embargo, cuando el hombre elige valores incompatibles con aquellos objetivos, el orden natural los rechaza y el sufrimiento humano alcanza niveles importantes. De ahí que podamos interpretar el sufrimiento humano como una medida de la desadaptación al orden natural, mientras que la felicidad será una medida del grado de adaptación a dicho orden.
Puede decirse que los totalitarismos del siglo XX se caracterizaron por negar o alterar los valores vigentes tradicionalmente en las sociedades occidentales, es decir, ignoraron los mandamientos bíblicos que prohibían el robo, el asesinato y la mentira. Derogaron el mandamiento del amor al prójimo suplantándolo por el odio al enemigo de clase o de raza. Ignoraron la existencia del orden natural para imponer imperios con criterios puramente humanos, antes que naturales, incurriendo en el primero de los pecados capitales: la soberbia.
Mientras que muchos hombres avanzan por la vida en base al procedimiento de prueba y error, adquiriendo experiencias del pasado, los líderes totalitarios aducen estar exentos de cometer errores. De ahí que la soberbia puede estar relacionada con el complejo de inferioridad, que ha de ser compensado con el correspondiente complejo de superioridad, según la visión de Alfred Adler. Benito Mussolini expresaba a menudo “El Duce nunca se equivoca”.
La antigua reverencia hacia Dios, el personaje imaginario que simboliza al orden natural existente, fue reemplazada por el culto a la personalidad de los líderes totalitarios. Nikita Kruschev expresó: “¡Debieran haber visto ustedes la furia de Stalin! ¡Como podía admitirse que él, Stalin, no hubiera tenido razón! ¡Después de todo él era un genio y un genio no puede dejar de tener razón! Todos podemos equivocarnos, pero Stalin estaba convencido de que él nunca se equivocaba, que siempre estaba en lo justo. Nunca reconoció ante nadie haber incurrido en algún error, ni el más mínimo, pese al hecho que cometió no pocos errores tanto teóricos como prácticos” (De “Kruschev y la crisis en la URSS” de Lev I. Batov-Ediciones Gure-Buenos Aires 1956).
Las fallas morales están asociadas a fallas psicológicas, de donde surge la posibilidad de un mejoramiento personal, mientras que la aceptación del relativismo moral impide todo tipo de mejora personal por cuanto no se admite falla personal alguna suponiendo que no existe una moral objetiva. Vivian Green escribió: “La niñez de Stalin muestra su psicopatía en ciernes…Igual que Hitler y Mussolini, tuvo una infancia infeliz, un padre al que detestaba y una madre cariñosa. Su padre, un pobre zapatero remendón….era alcohólico, golpeaba a su esposa e hijo, perdió su negocio y tuvo que ir a Tiflis a trabajar como obrero en la fábrica de cueros” (De “La locura en el poder”-Editorial El Ateneo-Buenos Aires 2006).
Las naciones, igual que las personas, deben analizar su pasado para poder revertir sus errores. Esto contrasta con la labor de los líderes totalitarios que sólo lo tienen en cuenta para tergiversarlo. Simone Weil escribió: “Sería vano apartarse del pasado y solo pensar en el futuro. Es una peligrosa ilusión pensar incluso que existe en ello una posibilidad. La oposición entre el futuro y el pasado es absurda. El porvenir no nos aporta nada, no nos ofrece nada; somos nosotros los que debemos darle todo, nuestra vida misma, para construirlo. Pero para dar hay que poseer, y nosotros no poseemos otra vida, otra savia, que los tesoros heredados del pasado y digeridos, asimilados, recreados por nosotros. De todas las necesidades del alma humana, ninguna hay más vital que el pasado” (Citado en “¿Es fanático Dios?” de Jean Daniel-Editorial Andrés Bello-Santiago de Chile 1996).
Se ha dicho que “el hombre es el único ser viviente capaz de tropezar más de una vez con la misma piedra”. Esto se adapta a la actitud de los ideólogos totalitarios que confían en el relativismo cognitivo, moral y cultural, asociado a las posturas rivales, para imponer luego el absolutismo que surge de su propia postura. De ahí que no adviertan que existe un absolutismo superior, el impuesto por el orden natural, que rechaza todos los intentos humanos que lo desconocen. Como los totalitarios ignoran dicho orden, suponen que sus sucesivos fracasos se deben exclusivamente a la oposición de quienes no aceptan sus imposiciones esclavizantes, por lo cual los líderes totalitarios recurren a la violencia y al terror para subsanar el único error que advierten; el error de los demás.
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