La historia de la humanidad se ha caracterizado por una sucesión casi ininterrumpida de guerras y conflictos separados por periodos de paz. La guerra parece haber sido el “deporte preferido” de muchos pueblos; de ahí que la bondad haya sido vista como una debilidad, por cuanto todo guerrero, para cumplir su función, debe dejar de lado todo pensamiento que le advierta acerca de los padecimientos que sufrirán sus enemigos en la batalla. Por el contrario, en épocas de paz, es la bondad la que resulta ser una fortaleza por cuanto la asegura por bastante tiempo. Como el ser humano debe buscar una paz duradera, debemos considerar a la bondad como una fortaleza.
La lucha por la vida diaria impone a los hombres duros escollos a vencer, por lo que muchos ven en la sociedad una especie de “ejército enemigo” al cual deben vencer y del cual deben protegerse. Ante esa perspectiva, la bondad sigue siendo observada como una debilidad. Sin embargo, de la misma manera en que quien cruza un charco, elige caminar por las piedras que sobresalen, al existir en la sociedad algunas “islas de paz”, conviene seleccionarlas para dejar de sentirnos como si estuviésemos en un campo de batalla. La crisis moral de la sociedad surge, posiblemente, al no poderlas advertir.
Un avance importante, a favor de la bondad, fue logrado por el Mahatma Gandhi, quien mostró al mundo que la poderosa fuerza del amor y la verdad, resulta más eficaz que la fuerza del odio y la mentira, utilizados por los totalitarismos. Shimon Peres escribió: “Me gustaría mostrarles lo diferentes que llegan a ser los políticos, comparados los unos con los otros. En los dos últimos siglos hubo dos hombres importantes que quizá representan los extremos de esa diferencia: el francés Napoleón y el indio Gandhi. El primero estaba dotado de un talento extraordinario para mandar, pero al fin y al cabo era militar y, por tanto, bien puede decirse que no hizo más que matar gente. Gandhi fue el polo opuesto y demostró a todo el mundo que es posible lograr objetivos políticos sin recurrir a la violencia”.
“Si los comparamos, veremos que representan dos maneras totalmente distintas de hacer política: Napoleón, la guerra y la violencia; Gandhi, la paz. ¿Cuál de los dos habrá ejercido una influencia más duradera en política? Gandhi, naturalmente. Porque gracias a él ha penetrado en el ánimo de todos nosotros que las dificultades con los demás pueden resolverse sin violencia y sin matarse mutuamente” (De “Los niños preguntan, los Premios Nobel contestan” de Bettina Stiekel-Editorial Paidós SAICF-Buenos Aires 2004).
En la opinión de León Tolstoi, el amor al prójimo constituye la diferencia esencial entre el hombre y el resto de los seres vivientes. Al respecto expresó: “¿A qué consagráis vuestra fuerza espiritual? ¿A quiénes amáis? ¿Quiénes os aman? ¿Vuestra mujer? ¿Vuestros hijos? Pero eso no es amor. El amor de la esposa y los hijos no es un amor humano. Los animales aman de esa manera, todavía quizá con mayor fuerza. El amor humano es el amor del hombre al hombre: a cada hombre, como hijo que es de Dios y, por consiguiente, hermano nuestro. ¿A quién amáis de ese modo? A nadie ¿Quién os ama de ese modo? Nadie” (Citado en “Testimonios” de Victoria Ocampo-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1999).
La tendencia actual, en las diversas sociedades, consiste esencialmente en reemplazar las acciones cooperativas de los individuos, a quienes se considera poco bondadosos, por la asistencia social del Estado. De esa manera, cada individuo se siente liberado del deber de asistir a los demás, por cuanto considera que es un deber del Estado, o de la sociedad. Luego, como el Estado tiene muchas tareas que realizar, la asistencia resulta ineficaz o nula, por lo que el desamparo de muchos seres humanos es la consecuencia inevitable de ese reemplazo.
La antigua creencia en la providencia que viene de Dios, a través de las acciones humanas, ha sido reemplazada por la providencia que viene del Estado, de donde surge el Estado benefactor, que induce a que no nos entrometamos en las obligaciones que no nos corresponden. El hombre-masa no tiene deberes, sino tan sólo derechos, por lo que tal Estado está hecho a su medida. Adam Phillips y Barbara Taylor escriben al respecto: “¿Por qué debería preocuparse nadie de si una persona totalmente desconocida tiene la asistencia social que necesita? Para el modelo de naturaleza humana inspirado en Hobbes [el hombre es malo por naturaleza] es completamente absurdo; sin embargo, los ejemplos de que la gente sí se preocupa, pensaba Titmuss, son abrumadoramente numerosos”.
“En 1970, Titmuss publicó «The Gift Relationship», su célebre estudio sobre los donantes de sangre británicos. Preguntados por qué donaban sangre, casi todos (el 98,2%) alegaron que para ayudar a personas a las que no iban a conocer nunca. «Los enfermos no pueden levantarse de la cama para pedirme el medio litro que les salvará la vida, así que voy yo con la esperanza de ayudar a alguien», escribió una mujer en el cuestionario” (De “Elogio de la bondad”-Duomo Ediciones SL-Barcelona 2010).
Por lo general, quienes piensan que el hombre es malo por naturaleza, ven en la bondad un síntoma de debilidad y de complicidad con el mal, ya que supuestamente se renuncia a combatirlo “con sus propias armas”. Por el contrario, quienes piensan que el hombre posee una bondad natural, que prevalece ante cierto egoísmo, ven en aquellos una renuncia al camino que lleva a la verdadera felicidad. Friedrich Nietzsche fue un autor que fustigó duramente al cristianismo acusándolo de promover una moral para débiles que resultaba perjudicial para la humanidad.
Puede decirse que la historia de la evolución cultural del hombre, junto a la historia de la ética, coincide esencialmente con la historia de la bondad. Conocer la secuencia de los avances en estos aspectos, posiblemente nos inducirán a sentirnos partes de una humanidad que realiza esfuerzos por su supervivencia y por su adaptación al orden natural, que son en realidad un único objetivo.
La bondad no es otra cosa que la tendencia de todo individuo a hacer el bien; implica adoptar una actitud cooperativa por la cual tiende a compartir las penas y las alegrías de los demás como propias. Luego, tratará que reine en todos la alegría y que ninguno padezca sufrimientos. “La palabra «simpatía» deriva del griego clásico, en que significaba «sentir lo mismo que el otro», y describe el afecto o la solidaridad entre personas no emparentadas”.
“La conducta simpatizante era una conducta expansiva, una conducta para la que la felicidad ajena era la condición sine qua non del propio bienestar. La simpatía era una piedra de toque del sentido de lo humano; la persona incapaz de identificarse emocionalmente con sus semejantes era un ser inhumano, un monstruo”.
“David Hume comparaba la transmisión de sentimientos entre personas con la vibración de las cuerdas del violín: en cada uno resonaban los sufrimientos y las alegrías ajenos como si fueran suyos. «Salimos de nosotros mismos» para entrar en el mundo de los demás, decía Hume; o como escribió Adam Smith en su ‘Teoría de los sentimientos morales’ (1759), «en cierto modo acabamos siendo la misma persona…tal es el origen de nuestros sentimientos comunes»” (Del “Elogio de la bondad”).
La universalidad del cristianismo proviene de advertir y acentuar esta actitud para que predominara en todos los hombres. “Un hombre se acercó a Jesús y le preguntó: «Pero ¿quien es mi prójimo?». Jesús le respondió contándole la historia de un judío que, yendo de viaje, fue asaltado por unos ladrones, herido y abandonado en la cuneta; los viajeros que pasaron junto a él no le hicieron caso, ni siquiera sus compatriotas de Judea, hasta que al final un vecino de Samaria que pasó por ahí se apiadó de él y lo socorrió con generosidad. Judíos y samaritanos eran enemigos tradicionales y la parábola del buen samaritano fue y sigue siendo la versión simbólica de la bondad cristiana, de la solidaridad que se salta las barreras étnicas y las divisiones sectarias y ve a todas las personas como amigas. Al universalizar la bondad, el cristianismo afirmó su derecho a ser una religión global”.
Así como el intercambio comercial entre dos personas puede hacerse sin la intermediación del Estado, el vínculo afectivo entre dos personas puede establecerse sin la intermediación de Dios. Sin embargo, algunos predicadores del cristianismo complicaron las cosas cambiando lo que no era otra cosa que una reacción afectiva natural. Algunos creían que Dios observaba y anotaba las buenas acciones personales realizadas cotidianamente, por lo cual el amor al prójimo tendía a establecerse pensando en uno mismo, y en la futura vida eterna, antes que en la otra persona. Phillips y Taylor agregan: “La parábola del buen samaritano daba a entender de un modo muy claro que la bondad era una inclinación natural humana, y algunos pensadores cristianos primitivos lo confirmaron. Pero san Agustín y otros Padres de la Iglesia lo negaron con vehemencia, alegando que la caritas [caridad cristiana] procedía únicamente de Dios; que sin Dios no había bondad ni ninguna otra virtud innata. Por culpa de la primera Caída, decía Agustín, la humanidad había perdido toda posibilidad de tener bondad natural. El hombre de Agustín, hundido en el pecado original, era incapaz de sentir caritas sin ayuda divina; abandonados a sí mismos, los hijos de Adán eran egoístas y depravados”.
“Con Agustín, la caritas acabó trascendiendo a la persona. Sin represión y sin sacrificio, la relación del hombre con el hombre era irremediablemente perversa y animal: una concepción pesimista de la humanidad que con la Reforma protestante del siglo XVI se volvió mucho más sombría. Según Martin Lutero, principal portavoz de la Reforma, la naturaleza humana estaba «totalmente podrida» por el pecado original. La corrupción del clero católico ponía de manifiesto la facilidad con que la pompa y el poder apartaban a los individuos de la verdadera religión y los hundían en la depravación absoluta”.
La ineficacia que se advierte en el cristianismo, como religión moral, se debe esencialmente al debilitamiento y oscurecimiento que sus predicadores han impuesto al mandamiento del amor al prójimo. Si uno lo interpreta como un proceso existente en la propia naturaleza humana, como bien lo saben quienes nunca escucharon hablar de Cristo y del cristianismo, las prédicas cristianas vuelven a retomar su eficacia inicial. Si, por el contrario, se hace intervenir a Dios en cada ocasión de nuestra vida cotidiana, se distorsiona la moral cristiana alejándola de la ética natural, que también surgió de otras fuentes ajenas a la religión. Incluso la aceptación del cristianismo por parte del Imperio Romano se debió a la compatibilidad mostrada con el estoicismo, una de las filosofías influyentes en la época. “El estadista romano Cicerón –que no era estoico con carné, pero que acusó la influencia del estoicismo-, en su gran obra ‘De officis’ (44 AC), afirmó que sentir más afecto por la familia que por los extraños era natural. Sin embargo, en otra obra sostuvo que las relaciones cordiales abarcaban toda la sociedad humana y advirtió que las personas que se preocupaban más por sus conciudadanos que por los extranjeros podían «romper la hermandad que une a la humanidad»”.
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