Por Marcelo Duclos
DOS CAFÉS CON LOS RESPONSABLES DEL BAÑO DE SANGRE DE LOS SETENTA
Hace varios años, en los albores de mis primeras inquietudes periodísticas, me dediqué a conversar bastante con dos protagonistas de la violencia política en los setenta. Hoy ambos están muertos, pero la experiencia me permite tomar una dimensión más completa de la historia argentina.
Radiografía a los lados más oscuros de la dictadura setentista
Esta semana murió Julio Simón, alias “el turco Julián”. Una de las caras más representativas del aparato represivo de la última dictadura militar, que concluyó la metodología del terrorismo de Estado implementada por el peronismo en su encarnación setentista.
Para mí, la cara del personaje en cuestión representaba un poco más que la del resto de los protagonistas de aquella época. Me había sacado la duda de tenerlo enfrente, para preguntarle cosas y conocer algo de la estructura mental del tipo a quien señalaban de torturar con una esvástica en el brazo.
El deceso del expolicía, encarcelado, liberado por las leyes de Obediencia debida y punto final, y vuelto a enjuiciar y a encerrar durante el kirchnerismo, me recordó otra situación semejante, cuando murió el exmontonero Dante “Canca” Gullo, otro protagonista del baño de sangre de la década del setenta también preso y posteriormente indultado para terminar sus días en libertad por la coincidencia de su vejez con el apogeo del kirchnerismo, el cual fomentó su visión sesgada de la historia interviniendo el Poder Judicial.
Con él también conversé largo y tendido, con la misma curiosidad e inquietud que lo había hecho con Simón. Aunque una parte de aquel joven contestatario tenía las ganas de increparles sus acciones, finalmente pudo imponerse el costado más reflexivo y utilitario. Era más valioso para mi interpretación de los setenta preguntar sin juzgar al interlocutor, que saciar las ganas y el deseo de dedicarle un insulto estéril a alguien. Eso en nada hubiera aportado.
Al haber conseguido despojarme de las pasiones personales pude comprender cómo pensaban las personas que convirtieron la Argentina en un baño de sangre. Aunque ellos estaban en los bandos antagónicos, la estructura de ambos era sorprendentemente similar.
Un “fantasma” acechado por sus propios fantasmas
La historia con el “turco Julián” se remonta a mediados de la década del noventa. Él había regresado al país luego de una larga estadía en Brasil y hasta brindaba entrevistas donde contaba (de forma muy honesta) los detalles del esquema represivo. Aunque sus apariciones generaban apasionados debates, en el marco de los indultos de Carlos Menem y luego de las leyes de la época de Raúl Alfonsín, evidentemente consideraba que podía andar por la calle tranquilo, salvo por alguien dispuesto a increparle.
Aunque no recuerdo con exactitud la fecha de estos acontecimientos, yo debería tener aproximadamente quince años. El personaje en cuestión frecuentaba una galería del barrio del Once donde estaba el negocio de mi madre que yo eventualmente atendía. El exrepresor solía caminar por allí llevando a dos jóvenes mulatas consigo, una de cada brazo, como haciendo gala de una opulencia virílica sexual innecesaria. A veces lo acompañaba solamente una.
Luego de verlo en varias oportunidades, un día junté coraje y lo increpé en buenos términos. Le dije que tenía ganas de tomar un café con él para conversar sobre los setenta y sus vicisitudes.
Él aceptó sin saber si su interlocutor era un “admirador”, si lo odiaba desde una perspectiva izquierdista o si era simplemente un curioso “neutral”. Evidentemente, algo dentro de él evidenciaba la necesidad de hablar sobre lo sucedido, como incluso ya lo había hecho frente a las cámaras de televisión.
La propuesta fue un café en un bar sobre la Avenida Corrientes, casi llegando a la esquina de Azcuénaga al día siguiente. Él acudió puntualmente. Cuando Simón escuchó mis inquietudes bajó la guardia, ya que no estaba diciendo absolutamente nada para incriminarlo. No pregunté si era verdad lo de la simbología nazi, sobre las metodologías de tortura, sobre los detenidos o sus identidades. Ni siquiera le interrogué sobre si había matado a alguien, como ya lo había reconocido en una entrevista donde dijo que, sino no mataba, lo mataban a él.
Mi interés iba por otro camino: el porqué, sus sentimientos personales, las dudas que tuvo en esos momentos, los remordimientos y, sobre todo, las motivaciones político-ideológicas de un hombre que encarnaba la represión ilegal.
Aunque quienes justifican el accionar y hasta la metodología del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional se detienen en la necesidad del aniquilamiento de los elementos subversivos, poco y nada dicen de los autores de la “tarea” en cuestión.
Allí, me encontré con algo que ya sospechaba desde mi juventud. En la cabeza de ese individuo, lejos de haber un “espíritu republicano”, que debió enfrentar a quienes quisieron imponer una dictadura comunista, habitaba otra cosa: la de un hombre mediocre que encontró la causa de su vida dentro de un esquema determinado y coyuntura casual. Una persona que, si hacía lo debido, podía incluso llegar a tener un buen pasar. No había vestigios de formación política para comprender lo que supuestamente defendía o enfrentaba ni existía un asomo de individualismo como para cuestionar sus acciones moralmente más allá del contexto. Algo con ciertas coincidencias en las conclusiones de Hannah Arendt con su tesis de la banalidad del mal.
Del otro lado de la mesa, tomando un café, ese ser perseguido por fantasmas cuyo fin era atormentarlo toda su vida, tranquilamente podía haber sido un SS del nacionalsocialismo alemán, un policía del primer peronismo que detenía y encarcelaba opositores o un sangriento asesino a las órdenes del carnicero comunista Stalin. Al día de hoy, sin ningún problema, podría desempeñarse como uno de los represores del SEBIN de Maduro y Cabello. Es decir, la cuestión de la represión a los grupos armados con acérrimos deseos de imponer el socialismo en Argentina, para él, era evidentemente visto como una circunstancia aleatoria que le tocó.
“El turco Julián” no tenía la personalidad para haber sido uno de esos guerrilleros. Eso sí requiere de cierto individualismo y coraje como para operar en solitario cuando la circunstancia lo determine, en pos de una finalidad supuestamente superadora, por la que valga la pena dejar la vida. Pero tranquilamente pudo haber sido uno de los hombres armados de cualquier régimen de izquierda. Esos asesinos sin moral ni independencia intelectual como para reparar en lo que están haciendo, pero tienen un sueldo asegurado, impunidad y reconocimiento de una estructura de poder.
Aunque reivindicaba su accionar y la lucha contra la guerrilla marxista, su formación en materia política (supuestamente necesaria para identificar al marxismo como algo malo) era absolutamente nula. Para Simón era un tema de bandos buenos y malos, donde se hicieron cosas complicadas para salvar la Nación de situaciones que evidentemente desconocía por completo.
Una mirada más profunda a un “montonero”
El encuentro con el “Canca” Gullo, más allá del escenario similar del café (esta vez en el clásico Tortoni), fue diferente. Aunque tampoco hubo recriminaciones civiles por su participación en una organización que también secuestró, torturó y mató, tuvo una diferencia importante con respecto al que tuve con el otro personaje. Tampoco recuerdo la fecha precisa, pero ya me encontraba en los finales de mis veinte o en el principio de mis treinta, por lo que ya tenía una formación ideológica liberal muy consolidada. Aunque tampoco increpé en los hechos de violencia (aquí ni pregunté sobre sus acciones directas como individuo en su organización), si terminé confrontando las distintas visiones. Su “socialismo nacional pragmático” (mía la categorización) con mi visión libertaria de la economía y la vida misma.
A grandes rasgos, en esta charla, este interlocutor estaba más tranquilo que el otro. Desconozco si esto está relacionado con cuestiones de conciencia o de tranquilidad, ante la poca probabilidad de eventuales problemas legales, en el contexto de su vejez y un kirchnerismo hegemónico, pero sí se veía más relajado.
Aunque ya formaba parte de una etapa institucional democrática (fue legislador porteño en los últimos años de su vida), Gullo no se mostraba arrepentido por las acciones de su juventud en lo más mínimo. Ni siquiera parecía mostrarse resentido por sus ocho años preso (1975-1983). Casi como que fue la circunstancia que le tocó vivir y no presentó demasiada resistencia.
La característica más parecida que encontré con respecto al otro interlocutor fue la cuestión del “bando”. En este caso, su pertenencia a Montoneros parecía vincularse a una cuestión más cultural que ideológica. Desconozco si los erpianos eran más formados que los “Montos” (por la raíz marxista en lugar de peronista de izquierda), pero en este viejo “combatiente” se percibían las características de aquellos viejos votantes justicialistas, que nunca podrían explicar en un examen de qué se trata el peronismo, más allá de sus slogans. Su “sabiduría” política, por así decirlo, era un decálogo de vivencias personales. Nada más ni nada menos.
Aunque este personaje no me cuadraba en los eventuales roles que le pude haber encontrado a Simón, es evidente que bien podría haber formado parte de una banda de asaltantes o secuestradores, solamente por el hecho de encontrar alguna justificación como un pasado humilde. En su mirada también estaba la disociación entre la responsabilidad individual, sus implicancias morales y lo que una persona puede llegar a hacer sin culpas si el destino lo acerca a una circunstancia determinada. Ninguno de los dos parecía con las aptitudes necesarias como para advertir la inconveniencia de ser un peón en un juego que no debía jugarse nunca. Es claro que la falta de individualismo y la ausencia de pensamiento crítico es fundamental para participar de un esquema represivo o para armarse buscando implementar otro de distinto signo político.
Pero la cuestión que más me llamó la atención fue la honestidad intelectual de este exmontonero, cuando se encontró cercado en un debate ideológico. Vaya a saber cómo comenzó ese segmento de una acalorada discusión, donde de un lado había un joven apasionado y del otro un veterano, que en cierta manera reconocía el valor de los principios de su interlocutor, a pesar de no compartirlos. Lo único que recuerdo con claridad es el desenlace.
Cuando vi que la discusión de rótulos (liberalismo, socialismo, peronismo, etc.) no nos llevaba a ningún lado, pasé a la estrategia de discutir políticas públicas concretas para problemáticas reales, sin ponerle ninguna etiqueta.
Aunque no tengo idea sobre cómo llegamos a estos asuntos, la cosa concluyó en dos aspectos que poco tienen que ver uno con el otro: que la liberación de las drogas es el único camino para terminar con el narcotráfico (mercado, oferta y demanda incluidos) y —lo que me llamó poderosamente la atención— que un esquema de federalismo fiscal es la receta más eficaz para que las provincias ganen independencia política y desarrollo económico.
Los argumentos del primer asunto son bastante conocidos por todos, pero cuando entramos en el debate de provincias independientes, con características que incluso tienen los estados de EEUU (cosa que no traje a colación), a Gullo se le encendieron los ojos. En su extravío ideológico, político y emocional, me dijo que eso debería ser “una propuesta peronista” y hasta me propuso organizar talleres con gobernadores, senadores y diputados.
Para mi sorpresa total, este veterano político y exguerrillero era la primera vez que se enfrentaba con la teoría razonable de cómo se puede organizar un país afectado hasta la médula por el centralismo, de que el peronismo es ampliamente responsable. Al igual que los radicales y los militares, lógicamente.
Aunque sabía que la propuesta se daba de bruces con muchas de sus premisas socialistas o “peronistas de izquierda”, ante mi exposición (mientras que en su cabeza todo iba cuadrando), el interlocutor me reconocía con sorpresa y resignación que ese “plan” no podía fallar. Claro que nada de todo eso lo había inventado yo, ni mucho menos.
Es decir, esta persona, en su juventud, había decidido tomar las armas, convencido de las virtudes políticas de un modelo, desde la total y más absoluta ignorancia. Ni siquiera comprendía las implicancias de sus ideas, ni tenía la más pálida idea de lo que combatía. Es que estas organizaciones se limitaban a cuestiones generales como “la explotación”, “el pueblo”, “los trabajadores” o “los explotadores”. Recién, llegando a los setenta años, en una charla de café con un joven (que en su momento hubiera encasillado como un defensor de “la burguesía) escuchó algo distinto. Por su cara de sorpresa, ni siquiera en la carrera de sociología que cursó en la Universidad de Buenos Aires, de la que se egresó de grande en 1997, escuchó nada semejante.
Evidentemente, mucha gente que estuvo dispuesta a matar o morir por sus ideas políticas lo hizo desde la más completa ignorancia. Claro que no es que la comprensión académica de alguna ideología justifique tomar las armas, pero cuando uno confirma la nula formación de estos personajes, más bizarro resulta todo. Y más irónico resulta la tragedia de las personas que terminaron perdiendo la vida.
Gullo y los suyos fracasaron al tratar de instaurar un proyecto como el que se consolidó en Cuba o antes en lo que terminó siendo la Unión Soviética. Evidentemente, en los procesos revolucionarios, pocos eran los de la formación teórica de un Trotsky o un Lenin.
Resumiendo, creo haber acertado al fomentar estos encuentros con estos personajes, y celebro haber podido mantener conversaciones, más allá de lo que me generaban sus figuras y sus “ideas”, por así decirlo. Sabía que los tiempos biológicos harían lo suyo y que esta generación comenzaría a entrar en la extinción, como lógicamente sucedió. El hecho de no haber realizado preguntas que hayan podido inhibir a estos personajes de pasado violento me permitió tener dimensión del contexto de todo lo sucedido.
Todo lo otro ya lo sabemos o lo imaginamos.
(De panampost.com)
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