martes, 4 de febrero de 2025

La batalla cultural

Toda batalla sugiere la existencia de dos bandos en conflicto. Si no existiese incompatibilidad entre ambas posturas, no existiría conflicto ni batalla, sino diferencias que podrían reducirse con el tiempo.

Siendo uno de los bandos el marxismo, con sus innumerables frentes, se advierte la tendencia a destruir la sociedad actual para reemplazarla por otra nueva. Quienes intentan mejorarla, por el contrario, se oponen a todo intento destructivo, buscando mejoras permanentes y continuas.

Si bien el marxismo fue en el pasado una postura sustentada en la economía, sus pobres resultados en ese aspecto hicieron que se relegara ese frente de batalla para ser reemplazado por otros, de ahí que la batalla económica fue reemplazada por una batalla cultural.

Para tener una idea general acerca de los planteos marxistas, conviene indagar acerca del pensamiento de una de sus figuras representativas, como es el caso de Michel Foucault. Al respecto puede decirse que se trata de alguien que pregona ideas complejas que poco o nada parecen referirse a la realidad cotidiana de las personas comunes. Se mencionan a continuación fragmentos de un escrito al respecto:

EL PATRIARCA DE LOS PROGRES

Por Nicolás Márquez

Si bien fueron varios los exponentes de la Escuela de Frankfurt y pensadores afines que en la primera mitad del siglo XX encendieron la antorcha de esta suerte de porno-comunismo que venimos estudiando, la realidad es que la posta ideológica sería recogida años después y con mucha mayor difusión internacional por el francés Michel Foucault, intrincado personaje nacido en 1926 y cuyo predicamento entró en auge a partir de los años '60, en plena ebullición juvenil-cultural que derivara en los conocidos sucesos de mayo del '68 en la mismísima París.

Michel Foucault fue un personaje multidisciplinario: incursionó en la sociología, la filosofía, la psicología y también quiso hacer el historiador, dedicando su corta e intensa vida a cuestionar al mundo occidental y sus instituciones. Y si bien él se autodefinía como “nietzscheano”, no por ello dejó de ser un consecuente comunista –se afilió al Partido Comunista Francés en 1950- coqueteó también con ciertas ideas estructuralistas y sus tesis mantenían la insistencia de ver en todo el orden que lo rodeaba una suerte de aviesa conspiración de dominación por parte del “sistema” de poder capitalista, cuyos tenebrosos dominadores no eran necesariamente los detentadores de los medios de producción –tal como lo afirmaba el marxismo clásico-, sino fundamentalmente los detentadores del “saber”, sapiencia que según Foucault era usada a través de los facultativos por medio de una compleja maquinaria creada no para asistir al hombre sino para vigilarlo y controlarlo.

Incluso Foucault trasladaba la relación de explotación o dominación económica que sostenía el marxismo a los vínculos socioculturales interpersonales: el cura respecto del feligrés, el médico respecto del paciente o el policía respecto del ladrón, por ejemplo. Y por ende, el grueso de sus libros apuntan a cuestionar a las instituciones en que actúan estos “agentes del saber”: la Iglesia, el hospital, el establecimiento penitenciario, etc.

Y dentro de los sistemas disciplinarios que denunciaba, mantuvo siempre un especial ensañamiento para con los hospitales y, por añadidura, con la medicina. Pero he aquí un detalle que no podemos omitir: Foucault era bisnieto, nieto, hijo y hermano de médicos que siempre insistieron y promovieron en él la idea –nunca concretada- de que continuara vocacionalmente con esa tradición familiar. ¿Intentaba Foucault resolver catárticamente conflictos personal-familiares en sus escritos a los que luego disfrazaba con un revolucionario barniz académico? Interesa la pregunta porque si bien no solía escribir libros autorreferenciales, siempre se explayaba sobre asuntos que claramente estaban relacionados con sus traumas personales. Por ejemplo, es sabido que Foucault había estado al borde de la locura y en probable búsqueda de su propia identidad, escribió su obra Locura y sin razón. Historia de la locura en la época clásica, publicada en 1961: “Después de haber estudiado filosofía, quería ver lo que era la locura: había estado lo suficientemente loco como para estudiar la razón, y era lo suficientemente razonable para estudiar la locura”, reconoció. No exageraba Foucault cuando confesaba haber estado loco. En su juventud intentó matarse varias veces, padeció depresión aguda y por ese motivo fue llevado por su padre al hospital psiquiátrico de Santa Anna, lapso en el que él se familiarizó y fascinó con la psicología.

En su mencionado libro sobre la locura, Foucault sostenía que ésta no era una enfermedad sino una clasificación injusta y arbitraria de la modernidad capitalista: “En la Edad Media el loco se movía con libertad e incluso, se lo veía con respeto, pero en nuestra época se lo confina en asilos y se lo trata como a enfermo, un triunfo de 'equivocada filantropía'”, anotó. Exactamente el mismo argumento usaron luego los sodomitas foucaultianos a la hora de negar que la homosexualidad sea una enfermedad.

Lo cierto es que Foucault se caracterizaba por reivindicar con insistencia a los locos, a los perversos y a los criminales, a quienes él consideraba “víctimas del sistema” y más concretamente, alegaba que estos elementos formaban parte de una arbitraria categorización estigmatizante del mundo moderno: ¿Ignoraba Foucault que en la Edad Media estos parias habían recibido un trato muchísimo más hostil que el que él denunciaba?

Justamente, para Foucault el delincuente era una víctima que el orden capitalista había inventado y clasificado en el marco de un planificado mecanismo de control. Pero si su tesis fuese cierta: ¿Entonces por qué en la Rusia soviética –en donde el capitalismo no existía- no sólo también había delincuentes sino que éstos eran hacinados y torturados en los Gulag junto con mujeres, ancianos y niños? Ante este planteo, Foucault se hacía el distraído y minimizaba la crueldad del sistema penal comunista, el cual era por lejos muchísimo más brutal y arbitrario que cualquier defectuoso sistema carcelario de la órbita capitalista-occidental.

En efecto, el irracional odio hacia el sistema de vida en el que él vivió (y disfrutó) llevó a Foucault a no advertir que “los excluidos” (de los que parodiaba preocuparse) eran muchísimo mejor tratados en la civilización que el denostaba no sólo respecto de la Unión Soviética, sino también en relación con los campos de castigo de la China comunista y ni qué hablar respecto de la barbarie obrante en las teocracias pre-modernas de Medio Oriente, las cuales Foucault no sólo no condenó sino que apoyó con cruel deslumbramiento. Tal el caso del régimen iraní del Ayatolá Jomeini (de quien fue su panegirista en 1979), el cual lapidaba adúlteros, masacraba prostitutas y ahorcaba homosexuales con habitualidad.

Pero por delirante que sonaran estas posturas, es indudable que sus obras influyeron y mucho en distintas disciplinas. Su libro Vigilar y castigar por ejemplo, es una suerte de catecismo de la corriente garanto-abolicionista del derecho penal, en donde Foucault exalta con encendida admiración la figura del delincuente y sostiene que el crimen es “una protesta resonante de la individualidad humana”, agregando que “puede, por lo tanto, ocurrir que el delito constituya un instrumento político que será eventualmente tan precioso para la liberación de nuestra sociedad como lo fue para la emancipación de los negros”.

Lo insólito es que este tipo de disparates ha sido tomado en serio por muchos abogados de izquierda y no por casualidad, en la Argentina el principal divulgador foucaultiano haya sido el activista homosexual, locador de prostíbulos y evasor fiscal Eugenio Zaffaroni, presentado en sociedad no como un protervo –sus fallos siempre tendieron a exculpar o justificar criminales y delincuentes sexuales- sino como una “eminencia jurídica”, beneficio vernáculo del que goza cualquier degenerado que pertenezca al establishment progresista: el fallecido delincuente y ex Presidente Néstor Kirchner premió a Zaffaroni al nombrarlo Juez de la Corte Suprema de Justicia, una de las tantísimas vergüenzas institucionales que hemos padecido en este desdichado país.

En los criminales, licenciosos, locos y, en suma, en todos los andrajos sociales que consideraba “excluidos del sistema”, Foucault siempre vio el caldo de cultivo para atentar contra el orden establecido y promover así una revolución. “Hay una pluralidad de resistencias, cada una de ellas es un caso especial”, anotó en su inconclusa obra Historia de la sexualidad, mientras llamaba a los delincuentes no a la reflexión y al cese de sus felonías, sino a sembrar la violencia y el caos social por mano propia, a la vez que despreciaba al poder judicial y las garantías jurídicas del Estado de Derecho civilizado: “Cuando se enseña a desechar la violencia, a estar a favor de la paz, a no querer la venganza, a preferir la justicia a la lucha, ¿qué es lo que se enseña? Se enseña a preferir la justicia burguesa a la lucha social. Se enseña a preferir un juez a una venganza”, añadiendo que el sistema judicial era un tenebroso mecanismo de dominación: “El sistema de justicia que se le propone, que se le impone, es en realidad un instrumento de poder”. ¿Prefería entonces Foucault para el delincuente no el debido proceso con un abogado defensor sino la horca, el destierro o la tortura de los tiempos pretéritos acaso?

Todo indica que paradojalmente, su odio contra el orden existente convertía a Foucault involuntariamente en un ultraconservador contrariado, porque de sus enfoques se deriva que él pensaba que en la Edad Media sus protegidos “marginales” vivían mucho mejor que en la modernidad, a la cual él culpaba por haberlos patologizado o estigmatizado. ¿No sabía Foucault la obviedad de que en la Edad Media a los locos, los pervertidos y a los delincuentes se les daba un trato muchísimo más hostil que en el mundo que él cuestionaba a través de sus textos y desde la libertad de cátedra bien remunerada?

Nos resulta impensable suponer que Foucault desconociera la historia de una manera tan grosera como para reivindicar implícitamente un antiguo orden que por adhesión ideológica izquierdista él debería tomar como injusto, es por ello que tomamos nota de una buena interpretación que de este intrincado individuo hace el sociólogo Juan José Sebreli, quien sostiene que Foucault “manipulaba los datos históricos a su antojo y a veces los falseaba; los historiados lo perdonaban porque creían que era un gran filósofo, los filósofos también lo excusaban porque creían que era un gran historiador”.

Más adelante….

Y así como elogió la locura y ponderó al criminal, también Foucault encomió la sodomía y la consideró como una suerte de vida rectora: “La homosexualidad surgió como una de las formas de sexualidad cuando pasó de simple práctica de la sodomía hacia un tipo de androginia superior, un hermafroditismo del alma”, agregando que “la homosexualidad no es un deseo, sino algo deseable. Por lo tanto, debemos insistir en llegar a ser homosexuales”. Declaración suya bastante inofensiva si la comparamos con su aberrante apología de la pedofilia: “Por cierto”, manifestó por radio de 1978, “es muy difícil establecer barreras a la edad del consentimiento sexual”, porque “puede suceder que sea el menor, con su propia sexualidad, el que desee al adulto”, exhortando entonces a derogar todas las sanciones penales que regulan los delitos sexuales: “En ninguna circunstancia debería someterse la sexualidad a algún tipo de legislación… Cuando uno castiga la violación debería castigar la violencia y nada más. Y decir que sólo es un acto de agresión: que no hay diferencia, en principio, entre introducir un dedo en la cara de alguien o el pene en sus genitales”.

(Extractos de “El libro negro de la nueva izquierda” de Nicolás Márquez y Agustín Laje-Grupo Unión-Buenos Aires 2016).

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