miércoles, 12 de febrero de 2025

El legado de Lenin

Si bien no debemos vivir con la mirada puesta en el pasado, no debemos tampoco ignorar la acción y, principalmente, las ideas de los personajes históricos, por cuanto siguen inspirando a muchos ideólogos y políticos actuales. Los sistemas totalitarios de la actualidad seguramente fueron inspirados por los líderes totalitarios del pasado; de ahí que los pueblos no deben ignorarlos para no caer en abismos sociales como les ha sucedido a cubanos y venezolanos, y como nos ha podido suceder a los argentinos. De ahí que no resulta extraño que los incautos casi siempre recomiendan “mirar al futuro” dejando de lado el pasado, con el riesgo de tener que repetirlo.

EL LEGADO LENINISTA

Por Zbigniew Brzezinski

Lo que ocurrió después de la revolución bolchevique no habría debido representar una sorpresa para los lectores atentos de Vladimir Ilich Lenin. El dirigente bolchevique de la facción extrema de los marxistas rusos no ocultaba sus intenciones. En folleto tras folleto y en discurso tras discurso, descargaba su desprecio contra sus colegas marxistas que se mostraban partidarios del proceso democrático. Dejaba muy en claro que, en su opinión, Rusia no estaba madura para una democracia socialista, y que el socialismo sería construido en Rusia “desde arriba”, por decirlo así, por medio de la dictadura del proletariado.

A su vez, esa dictadura sería ejercida por un proletariado que lo fuese sólo de nombre. En la concepción de Lenin, la nueva clase gobernante estaba tan poco preparada, políticamente, para dirigir a Rusia, como ésta lo estaba, en cuanto a su madurez histórica, para el socialismo. Por lo tanto, la nueva dictadura necesitaba un delegado decidido e históricamente consciente, que actuara en nombre del proletariado. Dadas las condiciones de atraso de Rusia, ni la sociedad, ni la clase obrera industrial, relativamente escasa, eran vistas como agentes ya preparados para el socialismo.

Por consiguiente, la historia debía ser acelerada por un partido regimentado, de “vanguardia”, de revolucionarios comprometidos, que supieran con exactitud cuál era el mandato de la historia y estuvieran dispuestos a ser sus custodios autoproclamados. El concepto de Lenin sobre el partido de vanguardia fue su respuesta creadora al dilema doctrinario de la falta de preparación de Rusia y su proletariado en lo referente a una revolución marxista.

La contribución de Lenin y su decisión personal de forjar una organización disciplinada de revolucionarios profesionales fueron decisivas para modelar el carácter político del primer Estado que quedó bajo la influencia de un movimiento dedicado a los principios del socialismo. No tiene sentido analizar aquí si su compromiso fue puro en términos doctrinarios y, por lo tanto, si es correcto invocar el nombre de socialismo en relación con Lenin y sus partidarios.

Para quienes tienen un compromiso profundo con el socialismo democrático, esa vinculación sería un anatema. Pero el punto que es preciso señalar aquí es que Lenin y sus seguidores se consideraban marxistas, que se veían lanzados por el camino que llevaba, primero al socialismo y después al comunismo, y que subjetiva y objetivamente formaban parte, por lo tanto, del nuevo fenómeno del comunismo.

Más aún, en la medida en que los nuevos gobernantes bolcheviques pudieran identificarse con el socialismo, esto los ayudó en enorme medida a captar simpatías en Occidente. No cabe duda de que la identificación, auténtica o sólo táctica, resultó beneficiosa. Cautivó la imaginación de muchos que, en Occidente, abrigaban la esperanza de una victoria del socialismo democrático, pero que desesperaban de que se produjese muy pronto, dentro del arraigado sistema capitalista. A pesar de todos sus defectos, la estrella roja que brillaba sobre el Kremlin parecía simbolizar el alba del socialismo, aunque al comienzo lo hiciera en forma imperfecta.

El hecho de que en Rusia la fase leninista estuviese señalada por grandes ambigüedades, resultó útil, asimismo, para conquistar simpatías en Occidente. Aunque se encontraba lejos de ser una democracia, y si bien se embarcaba casi desde el comienzo en la represión brutal de toda oposición, la era leninista (que continuó durante unos años, después de la muerte de Lenin, en 1924) presenció una gran proporción de experimentos sociales y culturales. En las artes, en la arquitectura, en la literatura y, más en general, en la vida intelectual, el espíritu predominante era de innovación, de iconoclasia creadora y de apertura de nuevas fronteras científicas.

El dinamismo intelectual corría paralelo con la disposición de Lenin, en el plano socioeconómico, para conciliar la realidad predominante del atraso de Rusia con su incipiente economía capitalista. La famosa Nueva Política Económica (NEP, sigla por la cual se la conoce) que en esencia se basaba en el mecanismo de mercado y la iniciativa privada para estimular la recuperación económica fue un acto de adaptación histórica, que postergaba para el futuro la construcción inmediata del socialismo para la nueva dictadura del proletariado.

Sin idealizar este breve interludio, tal vez sea correcto describir el periodo como la fase más abierta e intelectualmente innovadora de la historia rusa del siglo XX. (El interludio democrático de 1917, con el socialdemócrata Aleksandr Kerenski, tuvo muy breve duración para producir un impacto perdurable). En verdad, la NEP se convirtió en una denominación abreviada de un periodo de experimentación, flexibilidad y moderación. Para muchos rusos, inclusive más de sesenta años después, fueron los mejores años de la era iniciada por la revolución de 1917.

Pero en realidad hay demasiada idealización del pasado en gran parte como reacción frente a la historia estalinista posterior en esa visión idílica de la década de 1920. Más importante que el fenómeno de innovación social y cultural que dominó la superficie de la vida en Moscú, en Leningrado y varias otras ciudades grandes, fueron la consolidación nacional de la violencia social en gran escala, la consolidación del nuevo sistema del partido único, la imposición de la ortodoxia doctrinaria y la prolongada adopción de la práctica según la cual los fines ideológicos justifican cualquier medio político, incluidos los más tiránicos.

Los dos elementos más catalíticos del catastrófico legado de Lenin fueron su concentración del poder político en unas pocas manos y su adopción del terror. Lo primero dio como resultado la centralización de todo el poder político en un partido de vanguardia cada vez más burocratizado, que controlaba toda la estructura de la sociedad por medio de su extendida nomenklatura, es decir, un sistema de densas capas de control político, de arriba abajo, respecto de todos los nombramientos.

La disposición a usar el terror contra los oponentes reales o imaginarios, incluido el uso deliberado, por Lenin, de la culpa colectiva como justificación para la persecución social en gran escala, convirtió la violencia organizada en el medio central para solucionar los problemas, primero los políticos, después los económicos y por último los sociales o culturales.

El recurso del terror también impulsó la creciente simbiosis entre el partido gobernante y la policía secreta (que Lenin estableció casi a continuación de adueñarse del poder). No es accidental ni ajeno a la historia soviética posterior, que más de sesenta años después del fallecimiento de Lenin, el jefe de la policía secreta soviética, Víktor M. Chebrikov, al hablar en septiembre de 1987, en los servicios conmemorativos en honor del primer jefe de esa policía, citara en términos de aprobación la justificación del terror ejercido por Lenin contra los campesinos rusos, dado que “el kulak desprecia en forma violenta el poder soviético, y está dispuesto a aplastar y diezmar a cientos de miles de trabajadores”.

Tanto antes como después de adueñarse del poder, Lenin abogó en forma explícita por el uso de la violencia y el terror en masa para lograr sus objetivos. Ya en 1901 decía: “En principio, nunca hemos renunciado al terror, y no podemos renunciar a él”. En vísperas de la revolución bolchevique escribía en El Estado y la Revolución, que cuando pedía democracia lo que entendía por ese término era una “organización para el uso sistemático de la fuerza por una clase contra otra, por un sector de la población contra otro”.

En distintos escritos y discursos reunidos en sus Obras completas se mantuvo coherente en ese aspecto. Proclamó abiertamente que para él la democracia implicaba la dictadura del proletariado: “Cuando se nos reprocha por ejercer la dictadura de un partido…decimos: «¡Sí, la dictadura de un partido! La defendemos y no podemos prescindir de ella»”. También escribía: “La definición científica de la dictadura es la de un poder que no se ve limitado por ley alguna, restringido por regla alguna y basado de manera directa en la fuerza”.

En cuanto tomó el poder, Lenin no perdió tiempo en poner en práctica sus puntos de vista. Antes de que pasara mucho tiempo llegó a basarse en el uso de la violencia indiscriminada, no sólo para aterrorizar a la sociedad en su conjunto, sino para eliminar el más pequeño de los engorros burocráticos. En un decreto emitido en enero de 1918, que buscaba definir la política para manejar a quienes se oponían de alguna manera al régimen bolchevique, el régimen de Lenin llamaba a todos los organismos del Estado a “purgar a la tierra rusa de todo tipo de insectos dañinos”.

El propio Lenin instó a los dirigentes partidarios de un distrito a desarrollar “un implacable terror en masa contra los kulaks, los sacerdotes y los guardias blancos”, y a “encerrar a todos los elementos sospechosos en un campo de concentración, en las afueras de la ciudad”. En cuanto a la oposición política, Lenin no toleraría ninguna, pues argumentaba que era “mucho mejor «discutir con rifles» que con las tesis de la oposición”.

El terror en masa se convirtió muy pronto en un recurso administrativo para solucionar todos los problemas. Para los obreros perezosos, Lenin recomendaba “fusilar en el acto a uno de cada diez a quienes se haya encontrado culpables de haraganear”. Para los obreros indóciles, decía que esos perturbadores de la disciplina deben ser fusilados”. En el caso de una mala conexión telefónica, dio instrucciones explícitas a Stalin: “Amenace con fusilar al idiota que se encuentra encargado de las telecomunicaciones y que no sabe cómo darle un mejor amplificador y cómo hacer una conexión telefónica que funcione”. Por cualquier desobediencia, por leve que fuese, entre las masas rurales, el régimen de Lenin aprobó una resolución que insistía en que “hay que tomar rehenes entre el campesinado, de modo que si no despeja la nieve, sean fusilados”.

Esta visión paranoica ayudó a producir un sistema de gobierno que se apartó de la sociedad; en esencia, una conspiración en el poder, aunque a principios de la década de 1920 se toleró en forma temporaria la continuación de la espontaneidad de la sociedad en el campo no político. Pero el hecho central dice que el sistema político de Lenin se hallaba preparado, tanto desde el punto de vista psicológico como político, para un enfrentamiento total con la sociedad.

Sus nuevos gobernantes sólo podían justificarse en el plano histórico atacando a la larga a esa sociedad, con el fin de recrearla a imagen del propio sistema político. Un sistema político de tipo leninista no podía coexistir en forma indefinida con una sociedad que funcionaba, en gran medida, sobre la base de la espontaneidad dinámica. Semejante coexistencia habría corrompido el sistema político o provocado un choque entre ambos.

La solución singular de Lenin consistió en la promoción de un partido supremo, dotado del poder de impulsar la desaparición forzada, no del Estado, sino de la sociedad como entidad autónoma. La sociedad debía ser aplastada, no fuese que llegara a diluir y a la larga absorber el barniz político superficial del régimen comunista. Para Lenin, la lógica del poder dictaba la conclusión de que para llevar a cabo la disolución de los vínculos sociales tradicionales, el centralismo del Estado debía ser acentuado, para convertir a éste en el instrumento ordenado por la historia.

Muchas décadas más tarde, en 1987, durante los debates precipitados por los esfuerzos reformistas de Mijail Gorbachov, un destacado intelectual soviético se atrevió a formular en público la pregunta: “¿Stalin creó su sistema, o el sistema creó a Stalin?” Pero si fue el sistema –como lo implica la pregunta- el que engendró a Stalin, ¿de quien había sido el sistema? Fue Lenin quien creó el sistema que creó a Stalin, y éste fue quien luego creó el sistema que hizo posibles sus crímenes.

Más aún, no sólo Lenin hizo posible a Stalin, sino que el dogmatismo político de Lenin y su intolerancia política impidieron, en gran medida, el surgimiento de toda otra alternativa. En esencia, el legado perdurable del leninismo fue el estalinismo, y esa es la más fuerte acusación de la historia respecto del papel de Lenin en la construcción del socialismo dentro de Rusia.

(De “El gran fracaso”-Javier Vergara Editor SA-Buenos Aires 1989).

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