En cada acto terrorista perpetrado en cualquier parte del mundo, existe un autor material del mismo como también un autor intelectual, que previamente adoctrinó al ejecutor del hecho. Por lo general, el intelectual no le dijo la verdad, o toda la verdad, al terrorista, ya sea por desconocerla o por ocultarla parcialmente, por lo que en rigor debería hablarse de un “pseudo-intelectual”.
El pseudo-intelectual constituye el primer eslabón de una cadena que termina en la violencia extrema. Así como un columpio puede oscilar tanto si se le dio un fuerte impulso inicial, o bien si se le dan muchos pequeños impulsos con la frecuencia adecuada, el adoctrinamiento mental del terrorista se establece a partir de breves palabras repetidas muchas veces, hasta que son aceptadas como una verdad indiscutible. Para ello se necesita del apoyo, involuntario muchas veces, de quienes las repiten a cada tanto aun cuando no pretendan formar parte de esa secuencia de violencia.
El ideólogo repite consignas en una forma explícita, dando por sobreentendida la veracidad de las mismas. Así, por ejemplo, entremezcla en cualquier conversación la idea de que el capitalismo es el causante de todos los males sociales, para continuar la conversación alejándose de esa consigna sin siquiera esperar una respuesta. La dosis diaria de veneno psicológico es vertido mediante esa disimulada forma. Luego, la sociedad dará por sobreentendido de que se trata de una verdad que no vale la pena poner en duda.
La población, en general, una vez que recibe las consignas de los ideólogos y las retransmiten de alguna manera, queda en condiciones de promover cualquier forma de violencia, incluso hasta llega a aceptar alguna forma de terrorismo. Fernando Savater comenta la actitud de profesores y estudiantes universitarios respecto del terrorismo de la ETA: “Cuando el pasado mes de marzo la Universidad del País Vasco convocó un acto condenando el asesinato de Francisco Tomás y Valiente, no pude menos de comparar esta elogiable actitud con el silencio cauteloso que rodeó el asesinato de Juan de Dios Doval -¡dieciséis años antes!- o el casi general (con muy honrosas excepciones individuales) que mantenían los universitarios vascos durante la época en que yo publiqué los trabajos luego reunidos en «Contra las patrias»”.
“Mis sentimientos aquella mañana en el campus de Leioa fueron agridulces: alegría indudable por ver finalmente despertar contra la violencia terrorista a la comunidad universitaria con la que siempre me sentiré más ligado y rabia pensando en lo que quizá se hubiera podido evitar merced a un despertar menos tardío. Por cierto, algunos compañeros que ocupaban cargos académicos en aquella época me han recordado con cierta acritud las condenas al terrorismo en juntas de gobierno y otros actos institucionales, como prueba de que el silencio por mí señalado no fue tal”.
“Patéticas excusas. Ni se suspendieron nunca las clases, ni se convocaron concentraciones de repulsa, ni los alumnos hicieron ninguna huelga de protesta (¡en una universidad en la que no escaseaban las huelgas!) por los crímenes etarras, ni hubo una verdadera movilización promovida desde arriba o desde abajo contra la violencia y contra la intolerancia dogmática que la sustentaba. De vez en cuando se firmó un papelito y se puso cara de circunstancias, pero nada más. Asumo desde luego la parte de culpabilidad que yo como miembro de esa universidad pude tener en tal tibieza” (De “Contra las patrias”-Tusquets Editores SA-Barcelona 1996).
La mentalidad que favorece la violencia es aquella promovida por sectores excluyentes, es decir, por aquellos sectores en los que sus integrantes se oponen a sentirse ciudadanos del mundo. Tanto los nacionalismos como los socialismos y los grupos religiosos promueven tal actitud. Cada integrante prefiere ser cabeza de ratón antes que cola de león. Savater escribe al respecto: “A fin de cuentas, los nacionalismos –incluso los más pacíficos- ven a la humanidad formada por regimientos, cada uno con su uniforme y su pendón que no debe confundirse con el de los demás. O se es de un regimiento o se es de otro: como dijo reveladoramente en una circunstancia mitinera el ex lehendakari Garaikoetxea «no se puede ser dos cosas, como vasco y español o vasco y francés». Esta es la mentalidad excluyente que quise combatir con este libro, porque bastante padecimos ya durante el franquismo. Se puede y se debe ser no ya dos cosas, sino muchas otras, todas aquellas que nos permitan convivir en armonía y libertad con el mayor número posible de seres humanos”.
“¡Abajo los regimientos y su uniformidad idéntica! Creamos sociedades civiles, donde la gente vista de paisano y a su gusto, donde no haya obligación de parecerse a ningún estereotipo de identidad nacional y donde las efectivas similitudes que sin duda seguirán dándose sean afinidades electivas de corazón y no imposiciones burocráticas de los sargentos que se proponen administrarlas”.
El citado autor se refiere además a los ideólogos de la asociación terrorista ETA: “Tras mi experiencia como profesor en el País Vasco, he quedado convencido de que nuestros males presentes –por no hablar de los futuros- provienen de la educación perversa que a tantos y tantos futuros ciudadanos vascos se les ha dado desde la primera enseñanza hasta el final de los estudios universitarios. La saña de los jóvenes vándalos urbanos que hoy apalean a viandantes desafectos, queman autobuses y destrozan cabinas telefónicas en el País Vasco no es genética, ni fruto de la opresión que ven a su alrededor (han nacido y crecido en la autonomía más libre de Europa) ni consecuencia del paro, la marginación o la droga sino estrictamente ideológica: les ha sido inculcada por las personas que debieron educarles, muchas de las cuales ahora se escandalizan de sus desmanes”.
“El peor absurdo que se ha inculcado a esos chicos y a muchos que ya no lo son es la oposición irreductible y perfectamente artificial entre lo vasco y lo español. Para ello no sólo ha habido que simplificar en unos casos y falsificar en otros la historia, acuñar mitologías nativistas, etcétera, sino también silenciar un hecho obvio: que aunque el País Vasco se independizase mañana, seguiría siendo tan hispánico como lo es ahora en sus dos lenguas, en sus más altas figuras culturales, en tantas de sus costumbres y hasta de sus manías. El verdadero atentado contra la identidad de los vascos es pretender definirla por su supuesta incompatibilidad con gran parte de sí misma. Se reproduce así la letal esquizofrenia franquista entre España y la Anti-España, que sólo puede desembocar primero en guerra civil y luego en dictadura”.
“La impunidad penal de ciertas conductas es una variable digna de consideración, pero quizás aún más distintiva (en esto y sólo en esto tienen razón los jueces) es la impunidad social de tales comportamientos. En la medida en que esos jóvenes bárbaros son repudiados socialmente, lo son por lo que hacen, no por lo que piensan. Pero como lo que hacen deriva bastante lógicamente de lo que piensan, a fin de cuentas siguen gozando –al menos a sus propios ojos- de una legitimación suficientemente exculpatoria”.
“¿Y que es lo que piensan? Pues cosas muy parecidas a las que han oído toda la vida a sus mayores, sean padres, maestros o líderes ideológicos: que en el País Vasco faltan libertades fundamentales, que no se respeta la voluntad del pueblo vasco, que sin un horizonte de independencia no hay salvación ni en este mundo ni en el otro, que la primera obligación de buen vasco es rechazar todo lo español o llamar español a cuanto haya que rechazar, etcétera….”.
Puede decirse que existe una mentalidad generalizada básica, que es acentuada y dirigida por los integrantes más influyentes de la sociedad, hasta que se establece una masificación de la que es difícil escapar, ante la cual los más influenciables sucumben con mayor facilidad. Es oportuno mencionar que el Athletic Club, o Athletic de Bilbao, es el único (o uno de los pocos) equipos europeos de fútbol que admite entre sus integrantes sólo a los nacidos en el País Vasco o formados futbolísticamente en ese club, lo que a nadie debería sorprender.
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