domingo, 7 de octubre de 2018

La educación en tiempos de crisis

De la misma manera en que gran parte de la gente se acuerda de Dios bajo situaciones de emergencia, o de la madre cuando ya no la tienen, todos se acuerdan de la educación en situaciones de severa crisis social. Pero no todos recurren a ella en forma “amistosa”, sino que, como es natural que ocurra en sociedades decadentes, algunos acuden en forma exigente y poco tolerante, por cuanto piensan que sólo el docente debe educar y que la pobre cultura popular se debe a la ineficacia del docente. Fernando Savater escribió: “Actualmente coexiste en este país –y creo que el fenómeno no es una exclusiva hispánica- el hábito de señalar la escuela como correctora necesaria de todos los vicios e insuficiencias culturales con la condescendiente minusvaloración del papel social de maestras y maestros”.

“¿Qué se habla de la violencia juvenil, de la drogadicción, de la decadencia de la lectura, del retorno de actitudes racistas, etc.? Inmediatamente salta el diagnóstico que sitúa –desde luego no sin fundamento- en la escuela el campo de batalla oportuno para prevenir males que más tarde es ya dificilísimo erradicar. Cualquiera diría por lo tanto que los encargados de esa primera enseñanza de tan radical importancia son los profesionales a cuya preparación se dedica más celo institucional, los mejor remunerados y aquellos que merecen la máxima audiencia en los medios de comunicación”.

“Como bien sabemos, no es así. La opinión popular (paradójicamente sostenida por las mismas personas convencidas de que sin una buena escuela no puede haber más que una malísima sociedad) da por supuesto que a maestro no se dedica sino quien es incapaz de mayores designios, gente inepta para realizar una carrera universitaria completa y cuya posición socioeconómica ha de ser -¡así son las cosas, qué le vamos a hacer!- necesariamente ínfima” (De “El valor de educar”-Editorial Paidós SAICF-Buenos Aires 2016).

La “enfermedad social” que produjo la crisis recaerá también en la educación, ya que ningún sector queda exento de la crisis moral a nivel individual. Sin embargo, mientras que un ministro de economía debe razonar mucho más que los demás miembros de la sociedad, el docente debe tratar de cumplir con su misión educadora de la mejor forma posible, como lo hace siempre, o como siempre debió hacerlo.

La misión educadora consiste esencialmente en promover una doble adaptación del alumno: que sea apto para la vida en sociedad y también para la vida en el mundo que nos ha tocado vivir. De ahí que quien primeramente debe poseer esas aptitudes ha de ser el propio educador, por cuanto es esencial, para la formación del alumno, ser educado con el ejemplo. Marco Aurelio escribió: “Los hombres han nacido los unos para los otros; edúcales o padécelos”.

Ser apto para la vida social implica, entre otras cosas, llegar a conformar en uno mismo el capital humano que las actuales economías, con altos niveles de automatización, requieren para la propia supervivencia. De ahí que todo alumno debe egresar con una buena preparación intelectual y moral, y con una adecuada capacitación mental para poder adaptarse en poco tiempo a las demandas requeridas para un buen desempeño laboral.

El docente no ha de ser necesariamente un ser excepcional, ya que basta que tenga una auténtica vocación por alcanzar valores morales e intelectuales óptimos, más allá de los que efectivamente pueda lograr. La persona apta para la vida social y humana es esencialmente la que se propone serlo. Juan Carlos Tedesco escribió acerca de la crisis educativa: “No proviene de la deficiente forma en que la educación cumple con los objetivos sociales que tiene asignados, sino que, más grave aún, no sabemos qué finalidades debe cumplir y hacia dónde efectivamente orientar sus acciones” (Citado en “El valor de educar”).

Son varios los interrogantes que se originan en la mente del docente respecto de la actividad educativa. Sin embargo, todo resulta más simple si se piensa que lo importante es ayudar a que el alumno construya su personalidad en base a una determinada actitud, como tendencia a la acción, que debe predominar en todo individuo. Simplemente debemos elegir entre cooperación y competencia, promoviendo la primera y encauzando la segunda hacia una competencia favorable a la cooperación.

Por lo general se aduce que no se debe estimular la competencia entre alumnos, pensando en este caso en limitar el éxito de los mejores; pero tampoco se debe promover el igualitarismo colectivista, que también surge del espíritu competitivo, pero esta vez pensando en la comodidad de quienes, se supone, han de ser los perdedores.

La base de toda moral ha de ser la actitud o predisposición a compartir las penas y las alegrías ajenas como propias; todo lo demás vendrá por añadidura. En base a tal objetivo moral podrá responderse a los diversos interrogantes que se hacen los docentes, y que son ejemplificados por Savater: “¿Debe la educación preparar aptos competidores en el mercado laboral o formar hombres completos? ¿Ha de potenciar la autonomía de cada individuo, a menudo crítica y disidente, o la cohesión social? ¿Debe desarrollar la originalidad innovadora o mantener la identidad tradicional del grupo? ¿Atenderá a la eficacia práctica o apostará por el riesgo creador? ¿Reproducirá el orden existente o instruirá a los rebeldes que puedan derrocarlo? ¿Mantendrá una escrupulosa neutralidad ante la pluralidad de opciones ideológicas, religiosas, sexuales y otras diferentes formas de vida (drogas, televisión, polimorfismo estético…) o se decantará por razonar lo preferible y proponer modelos de excelencia?”.

“¿Pueden simultanearse todos estos objetivos o algunos de ellos resultan incompatibles? En este último caso, ¿Cómo y quién debe decidir por cuáles optar? Y otras preguntas se abren, por debajo incluso de las anteriores hasta socavar sus cimientos: ¿hay obligación de educar a todo el mundo de igual modo o debe haber diferentes tipos de educación, según la clientela a la que se dirijan?, ¿es obligación de educar un asunto público o más bien cuestión privada de cada cual?, ¿acaso existe obligación o tan siquiera posibilidad de educar a cualquiera, lo cual presupone que la capacidad de aprender es universal?...”.

La variedad de interrogantes que surja no debe hacer creer que ha de imposibilitar coincidencias respecto de los fines de la educación. Si bien es necesario uniformar tales fines, no necesariamente debe buscarse cierta “uniformidad del docente”, ya que, por el contrario, la variedad de personalidades que encuentra el alumno en su paso por las escuelas, ha de ser similar a la que ha de encontrar en la sociedad real. Y la adaptación al medio social ha de materializarse, justamente, en la actitud adquirida y la facilidad para la convivencia con diferentes personas.

En los ámbitos educativos se advierten errores similares a los observados en el ámbito de la economía política, en la cual se supone que los objetivos individuales se oponen necesariamente a los colectivos, con la subsiguiente propuesta de eliminar todo objetivo individual para imponer desde el Estado objetivos colectivos (o aquellos que el líder político decide para todos). En la educación debe darse oportunidades a todos, pero sin tratar de impedir el desarrollo de las potencialidades individuales para proteger así de la envidia a los menos capaces para aceptarlas.

Pareciera que en la actualidad la misión de la educación no consiste en buscar que todo individuo sea apto para la sociedad y para la vida, sino que tendría como finalidad adaptar toda la sociedad a los envidiosos. El físico Sheldom L. Glashow escribió respecto de la educación en EEUU: “Joan, mi mujer, se presentó como candidata a la concejalía de educación en las elecciones municipales de Brookline, Massachussets, enarbolando un slogans que decía: «Más matemáticas, más ciencia». Perdió antes las fuerzas de: «Más justicia, menos sobresalientes» y las de «Menos clases y más disminuidos psíquicos en clase»”.

“Nuestros inteligentes hijos, excluidos de todo cuanto es útil para la tecnología estadounidense por culpa de la criminal incompetencia de nuestros centros docentes, no tienen más remedio que acabar dedicándose a profesiones como la abogacía y la publicidad” (De “El encanto de la física”-Tusquets Editores SA-Barcelona 1995).

La educación, como una rama de las ciencias sociales, no debe perder su autonomía para verse relegada a diversas ideologías que pretenden usarla como instrumento para el adoctrinamiento partidario. Como rama de las ciencias sociales debe ser compatible con las restantes ramas, especialmente en aquellos temas suficientemente comprobados y verificados y no con hipótesis de dudosa validez.

Savater menciona algo esencial en cuanto a la vocación del docente, y es la creencia en una natural capacidad del individuo para aprender a partir de la influencia social recibida. Al respecto escribió: “Educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias, hechos…) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento”.

“De todas estas creencias optimistas puede uno muy bien descreer en privado, pero en cuanto intenta educar o entender en qué consiste la educación no queda más remedio que aceptarlas. Con verdadero pesimismo puede escribirse contra la educación, pero el optimismo es imprescindible para estudiarla…y para ejercerla. Los pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros”.

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