Mientras que algunos científicos rompen sus vínculos sociales por cuestiones netamente científicas, otros mantienen cierto nivel de amistad a pesar de las desavenencias ideológicas. En la filosofía ocurre otro tanto, ya que en ciertas ocasiones la rivalidad intelectual lleva a la enemistad personal, siendo este el caso de dos filósofos austriacos residentes en Inglaterra: Karl Popper y Ludwig Wittgenstein.
Otros casos similares fueron los de Isaac Newton y Godfried Leibniz y el de Jonas Salk y Albert Sabin, mientras que los buenos ejemplos provienen de Charles Darwin, al entablar amistad con su rival científico Alfred Wallace, quien presenta una teoría similar a la suya, y también entre los economistas John M. Keynes y Friedrich von Hayek, entre quienes se entabla cierta amistad a pesar de sus visiones diferentes sobre la economía.
El conflicto entre Popper y Wittgenstein se debió esencialmente a que este último sostenía que los problemas filosóficos surgían esencialmente de cuestiones lingüísticas, pretendiendo limitar toda la filosofía a la filosofía del lenguaje, mientras que Popper, por el contrario, pensaba que la filosofía seguía siendo una rama del conocimiento tan amplia como siempre lo fue, si bien limitada por la irrupción de la ciencia experimental. Mario Vargas Llosa escribió al respecto: “Las diferencias eran de personalidad y, sobretodo, de filosofía. La tesis de Wittgenstein según la cual no había problemas filosóficos propiamente hablando, sólo acertijos o adivinanzas (puzzles), y que la misión primordial del filósofo no era «proponer sentencias sino clarificarlas», purgar el lenguaje de todas las impurezas psicológicas, lugares comunes, mitologías, convenciones religiosas o ideológicas que enturbiaban el pensamiento, le parecía a Popper una frivolidad intolerante, algo que podía llevar a la filosofía a convertirse en una rama de la lingüística o en un ejercicio formal desprovisto de toda significación relacionada con los problemas humanos”.
“Para él, éstos eran la materia prima de la filosofía y la razón de ser del filósofo buscar respuestas y explicaciones a las más acuciantes angustias de los seres humanos. Así lo había hecho él, refugiado en Nueva Zelanda, en «La sociedad abierta y sus enemigos», ensayo en el que aparecían muchas críticas a la filosofía de Wittgenstein –llegaba a acusarlo de contradictorio y confuso, y a su teoría de ser falsa- y donde había una afirmación que sólo podía exasperar al autor del «Tractatus»: «Hablar claro es hablar de tal manera que las palabras no importen»”.
El conflicto estalla cuando ambos concurren, por invitación de Wittgenstein, a una exposición sobre el tema: “¿Hay problemas filosóficos?”. Vargas Llosa agrega: “Popper comenzó su exposición, a partir de notas, negando que la función de la filosofía fuera resolver adivinanzas y empezó a enumerar una serie de asuntos que, a su juicio, constituían típicos problemas filosóficos, cuando Wittgenstein, irritado, lo interrumpió, alzando mucho la voz (solía hacerlo con frecuencia). Pero Popper, a su vez, lo interrumpió también, tratando de continuar su exposición. En ese momento, Wittgenstein cogió el atizador de la chimenea y lo blandió en el aire para acentuar de manera más gráfica su airada refutación a las críticas de Popper. Un silencio eléctrico cundió entre los apacibles filósofos británicos presentes, desacostumbrados a semejantes manifestaciones de tropicalismo austriaco. Bertrand Russell intervino, con una orden perentoria: «¡Wittgenstein, suelte usted inmediatamente ese atizador!»”.
“Según una de las versiones del encuentro, a estas alturas, todavía con el atizador en la mano, Wittgenstein aulló, en dirección a Popper: «¡A ver, déme usted un ejemplo de regla moral!». A lo que Popper respondió: «No se debe amenazar con un atizador a los conferenciantes». Se escucharon algunas risas. Wittgenstein, verde de ira, arrojó el atizador contra las brazas de la chimenea y salió de la habitación dando un portazo. Según otra versión, la broma de Popper sólo fue dicha cuando Wittgenstein había ya salido de la habitación y tanto Russell como otro filósofo presente, Richard Braithwaire, trataban de calmar las aguas” (De “La llamada de la tribu”-Alfaguara-Buenos Aires 2018).
La negación de la existencia de verdaderos problemas filosóficos, implica ciertamente la negación de la filosofía. Mario Bunge escribió al respecto: “Parece haber consenso en que la filosofía está enferma. Incluso, hay quienes sostienen que está muerta. La idea no es nueva: fue formulada por Comte y repetida por Nietzsche, más tarde por Wittgenstein, y en nuestros días por Rorty y otros. Más aún, hay toda una industria de la muerte de la filosofía. En particular, se multiplican los estudios sobre tres enemigos notorios de la filosofía: Nietzsche, Wittgenstein y Heidegger. Irónicamente, algunos profesores se ganan la vida enterrando, desenterrando y volviendo a enterrar a la filosofía: su actividad es más necrófila que filosófica”.
“La afirmación de que la filosofía ha muerto es falsa y su propagación es inmoral. La idea es falsa, porque todos los seres humanos filosofan a partir del momento en que cobran conciencia. Es decir, todos planteamos y debatimos problemas generales, algunos de ellos profundos, que trascienden las fronteras disciplinarias. Y la propagación profesional de la idea de que la filosofía ha muerto es inmoral, porque no se debe cultivar donde se considera que hay un cementerio” (De “Crisis y reconstrucción de la filosofía”-Editorial Gedisa SA-Barcelona 2002).
El conflicto entre Popper y Wittgenstein es representativo, en cierta forma, de la discusión entre quienes proponen la continuidad y la vigencia de la filosofía y quienes sostienen que ha llegado a su fin y que debe ser reemplazada por la ciencia experimental. Debido a la enorme variedad de conocimientos existentes y del que podamos adquirir en el futuro, hay lugar suficiente para todas las ramas cognitivas. Uno de los problemas que se advierte es el de la compatibilidad de la filosofía y de la religión con la ciencia experimental. Debido al gran desarrollo de ésta última, y de la seguridad que presenta el método experimental, puede decirse que la filosofía y la religión deberían necesariamente resultar compatibles con la ciencia.
Una filosofía que niegue a la ciencia, o la desconozca, no tiene razón de ser, mientras que el científico tiende a orientarse por una actitud filosófica implícita. Mario Bunge escribió: “Es sabido que, hasta hace un par de siglos, no se distinguía entre filosofía y ciencia. Los filósofos de la Contrailustración, en particular Hegel, Schilling y Fichte, fueron los primeros en erigir una pared entre ambos campos. Aún así, no todos lo consiguieron. Por ejemplo, el filósofo y matemático Bernhard Bolzano se inspiró en el gran matemático y filósofo racionalista Leibniz antes que en los románticos. Los neokantianos, de Cohen y Natorp a Cassirer, hicieron pininos para mostrar que la filosofía de Kant era compatible con la ciencia, aunque acaso necesitara alguna cirugía plástica. A fines del siglo XIX se publicaba en lengua alemana una revista trimestral de filosofía científica. Y de 1927 a 1938 los neopositivistas reunidos en el Círculo de Viena, y luego expatriados a los EEUU, declararon que hacían filosofía científica. Que alguna de estas tentativas haya sido lograda es aún hoy motivo de debate”.
“La ruptura final de la filosofía con la ciencia vino con la hermenéutica de Dilthey, el intuicionismo de Bergson, el neohegelianismo de Croce y Gentile, la fenomenología de Husserl, el existencialismo de Heidegger y Sartre, y la filosofía lingüística del segundo Wittgenstein, Austin y Strawson. Es verdad que Bergson saludó al darwinismo. Pero al mismo tiempo afirmó que la razón no puede comprender la vida, y que la ciencia sólo puede dar cuenta de lo inanimado”.
“¿Vale la pena intentar reaproximar ambos campos después de tantos fracasos y conflictos? Creo que sí, aunque sólo sea porque toda investigación científica presupone ciertos principios filosóficos. He aquí una muestra de tales principios tácitos: «El mundo exterior existe independientemente del sujeto y puede conocerse en alguna medida», «Todo es legaliforme: no hay milagros», «Para averiguar cómo es el mundo tenemos que ejercitar la razón y la imaginación, imaginar hipótesis y teorías, y diseñar y realizar observaciones y experimentos». O sea, los científicos filosofan sin saberlo. Siendo así, es deseable explicitar, analizar y sistematizar las ideas filosóficas que los científicos suelen manejar en forma descuidada” (De “100 ideas”-Debolsillo-Buenos Aires 2009).
Las posturas egoístas, tanto como las que implican cooperación, se observan por igual en el ámbito de la política como en el ámbito del conocimiento. Así, en política observamos a los nacionalistas, para quienes sólo existe su propio país y desprecian al resto, y también a los internacionalistas, que se sienten ciudadanos del mundo. En analogía con estas posturas, tenemos en el ámbito cognitivo a quienes se sienten partes de la religión, o de la filosofía o de la ciencia, en forma exclusiva, ignorando a las dos restantes, como también existen quienes se sienten integrantes de todas ellas y tratan de vincularlas de alguna manera para que coexistan en armonía.
Mientras que el egoísmo llega al extremo cuando un líder político unifica en su propia persona al Estado y a la patria, en el ámbito de las ramas cognitivas mencionadas puede ocurrir otro tanto, aunque resulta menos frecuente en la ciencia que en la filosofía y la religión. En el caso de Wittgenstein nos parece encontrar a alguien que cree que su propia especialidad, la filosofía del lenguaje, es tan importante que puede reducir toda la filosofía a un análisis lingüístico. Por el contrario, Popper, con una amplitud de criterio y de intereses mucho más amplia, debe necesariamente chocar con aquél, de la misma forma en que lo hace un partidario de la democracia cuando se enfrenta con un partidario del totalitarismo.
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