Los principales líderes políticos argentinos, que junto a sus secuaces lograron mayor poder sobre el resto de la sociedad, fueron Rosas, Perón y Kirchner. De la misma forma en que Mendoza sufre un fuerte movimiento sísmico por siglo, sin que pueda preverse el próximo terremoto, el país sufre un populismo devastador también por cada siglo. Sin embargo, mientras que los movimientos telúricos no dependen de las decisiones humanas, los populismos y totalitarismos son favorecidos por la aceptación generalizada; incluso por parte de sus engañadas víctimas.
Juan Manuel de Rosas impone su despótico gobierno en una época de caos y anarquismo, por lo que algunos historiadores lo califican como un mal menor. Guillermo G. Mosso escribe al respecto: “El régimen rosista hacia 1850 estaba agotado. Si se hubiera explicado en 1829 –en plena anarquía-, ahora carecía de justificación. Sus excesos, su corrupción, su incapacidad para resolver los problemas del país, su afán desmedido de privilegios para los adictos (reparto de riquezas, nombramientos) y de atropellos para los demás (terror, degüellos), su falta de visión para solucionar las grandes cuestiones (odios políticos, inconstitución, inseguridad) hacían prever su caída más o menos próxima”.
Justo José de Urquiza pone fin, militarmente, a la tiranía de Rosas. El citado autor agrega: “Tras el pronunciamiento de Urquiza del 1º de Mayo de 1851 en Concepción del Uruguay, sobreviene Caseros, el 3 de Febrero de 1852, donde Rosas cae casi sin pelear. Se inicia una nueva etapa con Urquiza –el federal que permite el uso de la divisa colorada sin los aditamentos de «muerte» y de «salvajes»-. Su proclama es, en gran parte, el reflejo de la generación del 37: «fusión de los partidos políticos; olvido de los odios pasados; no hay vencedores ni vencidos: porque desde hoy no hay más salvajes unitarios ni mazorqueros federales; no más distintivos entre los argentinos»” (De “Alberdi y su circunstancia histórica”-Mendoza 1984).
La historia continúa con un país tratando de llegar al punto medio entre un gobierno central, fuerte y estable, y un poder distribuido entre las provincias que no llegue al extremo de debilitar a aquél. Se busca un equilibrio que impida tanto la anarquía como la tiranía; los extremos por los que pasado la nación luego de su emancipación como colonia. El equilibrio entre un gobierno central y los diversos gobiernos provinciales se ha de parecer al existente en una estrella en la cual la fusión nuclear en su interior tiende a explosionarla mientras que la fuerza de gravedad del conjunto tiende a implosionarla. Cuando vence la fusión, la estrella se desintegra; cuando vence la gravedad, desaparece formando un agujero negro.
La labor de Juan Bautista Alberdi consistió en organizar, a través de una Constitución, una nación que se mantuviera estable evitando tanto la anarquía como la tiranía. Mosso escribió al respecto: “Alberdi advierte las ventajas y deméritos de una u otra tesis extrema. La de la unidad, por crear un poder central fuerte, dejaba de lado las realidades provinciales. Era un abrazo que, por fundar, asfixiaba. La de la confederación incurría en el vicio opuesto: por respetar a los estados miembros, hacía nacer débil y sin fuerza el poder central. El primero centralizaba en la unidad, ignorando la diversidad. El segundo daba tanto valor a la diversidad, a los estados locales, que imposibilitaba un gobierno federal”.
Casi un siglo después de la caída de Rosas, la historia vuelve a repetirse, con algunos cambios. Esta vez el país goza de cierta bonanza económica y social, por lo que no se necesita ni se justifica ningún tipo de dictadura ni de tiranía, excepto por las ambiciones personales y grupales de poder. Con características golpistas, Juan Domingo Perón llega a la presidencia mediante un masivo apoyo popular. Restablece el odio que alguna vez hubo entre unitarios y federales, aunque esta vez son los peronistas contra los antiperonistas. Los primeros gozan de privilegios mientras los segundos deben cuidarse de la violencia promovida desde el gobierno. La Argentina, que crecía a un ritmo similar al de Canadá y al de Australia, abandona la competencia para instalarse casi definitivamente en el subdesarrollo. Para fortalecer la tiranía, Perón establece en 1949 una nueva Constitución abandonando la que permitió que el país lograra en el pasado un lugar de preeminencia.
Durante el peronismo existía una discriminación social y política similar a la de la época de Rosas, por cuanto los cargos públicos requerían de una previa afiliación al partido gobernante. Alberdi no pudo ejercer su profesión de abogado, en la época rosista, por negarse a la afiliación requerida. “Según una ley de 1836, para ejercer la profesión de abogado en Buenos Aires era necesario acreditar, por expediente judicial, «ser federal neto» y prestar juramento de fidelidad a Rosas. Era demasiado para su espíritu, si bien tolerante, esencialmente libre. Alberdi prefirió expatriarse «nada más que por odio a la tiranía», viajando a Montevideo a fines de 1838”.
En el año 1955 aparece un “nuevo Urquiza”, el Gral. Eduardo Lonardi, líder temporal de la Revolución Libertadora. Conocedor de la historia, repite aquello de “ni vencedores ni vencidos”. El nuevo gobierno militar prohíbe los símbolos peronistas en forma similar al proceder de Urquiza con el rosismo. Sin embargo, con el transcurrir de los años, periodistas e intelectuales consideran al peronismo como una “democracia” y al gobierno militar como una “dictadura”, cuando en realidad la recuperación de la democracia vino por medio de dicha revolución.
Para volver al poder, en los años 70, Perón se asocia circunstancialmente con la guerrilla marxista-leninista, apuntando a la destrucción de su propia nación. En realidad no corresponde decir que la Argentina fuera considerada por Perón como su patria, por cuanto no habría procedido de esa manera si hubiese sentido un mínimo de afecto por ella. El día que la Argentina comience revertir su decadencia será aquel en que se considere a Perón como lo que realmente fue; un tirano totalitario traidor a su patria y se considere a los sectores que lo derrocaron como quienes promovieron un retorno a la democracia (si bien otros gobiernos militares posteriores fueron antidemocráticos, como los que derrocaron a Frondizi y a Illia).
Debido a que la Argentina carece esencialmente de un periodismo y de una intelectualidad que respete la verdad, la historia nacional que influye en la opinión pública, sufre de parcialidad y de severas distorsiones; de ahí la conformación de un nuevo populismo: el iniciado por Néstor C. Kirchner. Con el kirchnerismo se vuelve a la división entre sectores sociales, como en las épocas de Rosas y de Perón, lo que se ha denominado “la grieta social”. Debido a que los sectores marginados o atacados por ell gobierno (la oposición al kirchnerismo) responden a la marginación con rechazos similares, en la actualidad se ha olvidado cómo comenzó tal división y ahora se considera a ambos sectores igualmente culpables.
Debido a que los gobiernos no peronistas carecen de perfección, por estar constituido por seres humanos normales, con virtudes y defectos, los sectores kirchneristas aducen que los políticos “son todos iguales” (de corruptos), abriendo de par en par las puertas para un futuro acceso al gobierno de los políticos más corruptos y ladrones que recuerda la historia nacional.
Los populismos y totalitarismos por lo general surgen de un sistema pseudo-democrático denominado “personalismo”. Al respecto, Mariano Grondona escribió: “La regla republicana de la democracia es desafiada cuando un gobernante es exaltado por sus partidarios por encima de ella, induciéndolo a mantenerse en el poder más allá del plazo originariamente fijado. Cuando Perón alentó la reforma de la regla de la Constitución de 1853, que prohibía la reelección inmediata de los presidentes, reemplazándola por la regla opuesta de la reelección indefinida, Arturo Enrique Sampay (1911-1977), un jurista de nota, ofreció el argumento típico de los regímenes ya no republicanos sino personalistas: que, cuando la democracia se encuentra con un líder extraordinario capaz de conducir al país a nuevas alturas, no debe limitar la extensión temporal de su mandato”.
“Cuando las normas constitucionales son confeccionadas a la medida de los caudillos considerados excepcionales, están por encima de los gobernados pero no del caudillo. Más que «normas» de vigencia universal pasan a ser entonces órdenes emitidas por ese ser excepcional”.
“Desde el momento en que alguien es exceptuado de las normas, la vida política de un país se confunde con la biografía de una persona. El personalismo reemplaza al constitucionalismo. Pero, como nadie es inmortal ni biológica ni políticamente, lo que espera a una democracia personalista es un mal final en esa instancia que sobreviene cuando el caudillo cae o muere, dejando detrás de él la vacancia del poder y la amenaza de la anarquía”.
“El personalismo es una forma de maniqueísmo que ya que no se basa en la lucha a todo o nada de una secta que cree poseer la verdad absoluta sino en la lucha a todo o nada de un hombre supuestamente iluminado por la historia, por el destino o por Dios. De un hombre que, porque es el portador de un poderoso carisma, viene a encarnar en su trayectoria personal la historia de la nación”.
“Las democracias subdesarrolladas son particularmente vulnerables no sólo al maniqueísmo doctrinario sino también al personalismo carismático” (De “El desarrollo político”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 2011).
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