Las ventajas de la democracia, respecto de otros sistemas políticos, consisten en la división de poderes en el gobierno y en la posibilidad de reemplazar a los gobernantes, periódicamente, mediante elecciones. Con ello se evita, o se trata de evitar, que el poder real recaiga en una sola persona, con el riesgo que ello conlleva si se trata de alguien con fallas morales o incapacidad manifiesta para la gestión pública.
Dentro del sistema democrático existen variantes; siendo las principales opciones el presidencialismo, de origen norteamericano, y el parlamentarismo, de origen británico. En el presidencialismo, el control que debe afrontar el presidente, por parte del parlamento (diputados y senadores) es mínimo, mientras que tales controles son bastante más severos en el parlamentarismo. En la mayor parte de Latinoamérica se adoptó el presidencialismo mientras que en la mayor parte de Europa se optó por el parlamentarismo. Ricardo A. Ferraro y Luis Rappport escribieron: “Tal parece que somos fieles al Simón Bolivar citado por Alberdi en las Bases: «Los nuevos Estados de la América antes española necesitan reyes con el nombre de presidentes». Ni en la conducta de nuestros gobernantes, ni en la de nuestros parlamentarios, y menos aún en la de nuestra población, podemos superar la monarquía absoluta. Parecería que la sustituimos por un presidencialismo absoluto”.
“El control parlamentario sobre el Poder Ejecutivo no funciona. La reforma constitucional de 1994 abrió fisuras que permiten gobernar mediante decretos de necesidad y urgencia. Y el presidente absoluto abusa de sus poderes aun por encima de la Constitución. Los parlamentarios no tienen voluntad ni incentivos para ejercer control alguno; tampoco tienen autonomía para legislar y generar –a través del Congreso- formas de interacción entre los ciudadanos y el Estado”.
“Como los cortesanos de las viejas monarquías absolutas, muchos parlamentarios están condicionados en su carrera política por los favores del presidente, o bien por los gobernadores provinciales, que, en muchos casos –a todos los efectos útiles- funcionan como el presidente absoluto en sus ámbitos locales. Los gobernadores y el Senado podrían constituir un control de la discrecionalidad del presidencialismo absoluto, pero están, a su vez, condicionados por el sistema de reparto de recursos y por el intercambio de favores políticos que realiza el Poder Ejecutivo Nacional. Cuando el poder del presidente absoluto es insuficiente para conseguir la adhesión parlamentaria –a juzgar por la historia reciente-, queda abierto el camino de la corrupción lisa y llana para ratificar la inexistencia de control parlamentario” (De “Presidencialismo absoluto y otras verdades incómodas”-Editorial El Ateneo-Buenos Aires 2008).
Entre los defectos que se le atribuyen al presidencialismo, se destaca el hecho de que los ministros son designados por el presidente, y no mediante el proceso eleccionario. Mario Bunge escribió al respecto: “En un régimen presidencialista, el presidente es electo más o menos democráticamente, pero tiene la atribución redesignar a dedo a los miembros de su gabinete, así como a los de la corte suprema de justicia”.
“Es verdad que el presidencialismo se modera un tanto cuando todo nombramiento de ministro de gabinete o de juez de corte suprema debe contar con la anuencia del senado. Pero éste no es un obstáculo cuando el partido del presidente goza de mayoría en el senado”.
“Que los ministros de un gobierno no sean electos sino nombrados es un grave defecto, porque un ministro puede ejerce un poder enorme sin representar a nadie salvo a su presidente. Éste puede tratarlo como a un sirviente, o puede adoptar ciegamente sus recomendaciones”.
“Es verdad que un ministro puede ser interpelado por el parlamento. Pero si el partido gobernante tiene mayoría en el congreso, semejante interpelación no tiene ningún efecto sobre el gobierno”. “La interpelación tampoco afecta mayormente la carrera política del interpelado, a menos que se presente en las próximas elecciones, lo que no ocurrirá si es un presunto técnico, como lo fueron los superministros Henry Kissinger y Domingo Cavallo. En este caso, al no temer las represalias del electorado, el superministro se siente libre para desafiar a la opinión pública”.
“En resumen, en un régimen presidencialista el poder ejecutivo puede comportarse de manera tan autoritaria como se lo permitan el congreso y el cuarto poder. De hecho, puede reunir tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial”.
“No ocurre así en una democracia parlamentaria, con sus mecanismos de «checks and balances», o verificación y equilibrio. Ante todo, los ministros son parlamentarios. Por consiguiente, responden a su electorado, y esto no sólo durante las elecciones, sino también entre ellas”.
“En efecto, en este régimen, todo miembro del gabinete, al igual que cualquier otro diputado, tiene una oficina política separada de su despacho ministerial. No confunde función pública con carrera política, y si lo hace es criticado y acaso castigado. De esta manera el parlamentario, sea o no ministro, le toma el pulso al electorado y se entera de problemas e iniciativas locales. Responde escrupulosamente todos los mensajes que le hacen llegar los ciudadanos de su circunscripción, porque sabe que todo corresponsal vota”.
“En segundo lugar, el ministro de un gobierno parlamentario no se aferra al cargo con la tenacidad del nombrado a dedo. En efecto, si renuncia a su cargo no se queda en la calle: sólo pasa de la bancada de adelante a la trasera (de aquí el nombre de «back-bencher»). De este modo se siente libre de renunciar por desavenencias importantes con sus colegas”.
“En tercer lugar, ningún partido puede formar gobierno a menos que tenga mayoría en la cámara de representantes. Si no la tiene, se ve obligado a forjar una alianza con partidos cercanos, lo que tiene la ventaja de que ejerce menos poder. En cualquier caso, no puede gobernar un solo día sin el congreso” (De “100 ideas”-Debolsillo-Buenos Aires 2009).
Otra figura importante, en el sistema parlamentario, es la del ministro-estadista que supervisa adicionalmente la gestión gubernamental. Bunge agrega: “El ministro de una democracia parlamentaria también está sujeto a un control tanto o más estricto y eficaz que el parlamentario: el de su «deputy minister», o ministro diputado. Este es un funcionario de carrera, o «sirviente civil» inamovible, que sirve a ministros sucesivos”.
“El ministro diputado es quien conoce bien las leyes y los trucos, los reglamentos y las costumbres pertinentes, así como los vericuetos del poder. Él es quien le informa al ministro qué puede hacer y qué no, y cómo debe hacer lo que entre ambos han decidido hacer. Es el Gran Eunuco del Sultán, su consejero y factótum”.
“De hecho, el ministro diputado ejerce tanto o más poder efectivo que el ministro. Generalmente esto es para bien, porque evita que el ministro haga burradas o viole leyes”. “Por esto, a ningún ministro de una democracia parlamentaria se le ocurriría contrariar a su ministro diputado. En cambio, ningún jefe de despacho ministerial en un régimen presidencialista osaría contrariar a su ministro, porque de éste depende su puesto”.
“Bajo cualquier régimen, el ministro es gubernista antes que estadista. En cambio, el ministro diputado es estadista. Al no estar necesariamente interesado por asegurar el triunfo de un partido, su horizonte puede ser más vasto que el del ministro, quien tiene la mirada puesta en las próximas elecciones. Y, puesto que el funcionario está bien pagado, y que su ascenso depende exclusivamente de su competencia y honestidad, no necesita corromperse”.
La descripción que hace Mario Bunge se refiere esencialmente al sistema parlamentario vigente en Canadá, en donde vivió la mitad de su vida, encontrando en dicho sistema ventajas sobre el presidencialismo que observó en la Argentina, si bien los resultados comparativos no dependen con exclusividad del sistema político vigente, sino de factores culturales predominantes. De todas formas, en un mismo país, existen sistemas políticos mejores que otros, y que deben ser observados en vista a cambios futuros. El citado autor escribió: “El gobierno argentino presidido por Raúl Alfonsín esbozó un proyecto de ley para sustituir el régimen presidencial por el parlamentario y lo elevó al Congreso. Fue derrotado por una coalición de los partidos de oposición. Se explica: un régimen parlamentario no da cabida a un mandatario omnímodo, ya sea populista como Perón o plutocrático como George W. Bush”.
“Se objetará que el parlamentarismo no es garantía de buen gobierno. Es verdad: la perfección es prerrogativa de la matemática y del arte. Hay al menos dos maneras de desvirtuar el régimen parlamentario. Una es combinarlo con el presidencial, como ocurre en Francia. En este caso, si ambas ramas pertenecen al mismo partido pueden funcionar, pero de lo contrario los parlamentarios gastan más tiempo peleando que legislando. (Esto sucedió durante la última fase del gobierno de «cohabitación» del presidente socialista François Miterrand con el jefe de gabinete conservador, Jacques Chirac)”.
“Otra manera de desvirtuar al parlamentarismo es elegir un parlamento sumiso, que se limite a aprobar todos los proyectos que le proponga el presidente. Pero así, el parlamentarismo apenas se distingue del presidencialismo, porque de hecho el parlamento no juega su rol específico” (De “Provocaciones”-Edhasa-Buenos Aires 2011).
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