Existe una tendencia, en diversos países y en distintas épocas, por la cual se acepta, se justifica y se perdonan los crímenes efectuados por los socialistas en sus afanes por imponer o mantener el socialismo, mientras que, simultáneamente, se desaprueba toda reacción por parte de sus victimas. Mientras que, entre Stalin y Mao-Tse-Tung, superan ampliamente a Hitler en la cantidad de asesinatos masivos cometidos, el ciudadano común siente un temor paralizante cuando escucha noticias acerca del surgimiento de grupos neo-nazis tomando con cierta naturalidad la existencia de grupos socialistas.
Una de las razones de esta actitud posiblemente provenga del hecho de que el nazi expresa sus macabros planes en forma explícita, mientras que el socialista, con planes similares, los disfraza adecuadamente. En ambos casos pretenden “liberar” a la humanidad de la causa que provoca todos sus males; las razas inferiores para el nazi y las clases sociales perversas para el socialista. Mario Vargas Llosa escribió sobre Jean Paul Sartre: “¿De qué le sirvió la fulgurante inteligencia si, al regreso de su gira por la URSS a mediados de los años cincuenta, en el peor periodo del Gulag, llegó a afirmar: «He comprobado que en la Unión Soviética la libertad de crítica es total»? En su polémica con Camus hizo algo peor que negar la existencia de los campos de concentración estalinistas para reales o supuestos disidentes: los justificó en nombre de la sociedad sin clases que estaba construyéndose. Sus diatribas contra sus antiguos amigos como Albert Camus, Raymond Aron o Maurice Merleau-Ponty, porque no aceptaron seguirlo en su papel de compañero de viaje de los comunistas que adoptó en distintos periodos, prueban que su afirmación estentórea: «Todo anticomunista es un perro» no era una frase de circunstancia, sino una convicción profunda” (De “La llamada de la tribu”-Alfaguara-Buenos Aires 2018).
Cuando se compara el socialismo con el nazismo, en lugar de ser los nazis los que se ofenden por tal comparación, ya que la cantidad de víctimas por ellos producidas resultó bastante menor, son los socialistas los ofendidos. Jean-Françoise Revel escribió: “El rasgo fundamental en los dos sistemas, es que los dirigentes, convencidos de estar en posesión de la verdad absoluta y de dirigir el transcurso de la historia para toda la humanidad, se sienten con derecho a destruir a los disidentes, reales o potenciales, a las razas, clases, categorías profesionales o culturales, que consideran que entorpecen, o pueden llegar un día a entorpecer, la ejecución del designio supremo”.
“Por eso es muy curiosa la pretensión de los «socialistas» de hacer una distinción entre los totalitarismos, atribuyéndoles méritos diferentes en función de las diferencias de sus respectivas superestructuras ideológicas, en lugar de constatar la identidad de sus comportamientos efectivos. Deberían leer mejor a Marx, que decía que no se juzga a una sociedad por la ideología que le sirve de pretexto, como tampoco se juzga a una persona por la opinión que tiene de sí misma”.
“No se puede entender la discusión sobre el parentesco entre el nazismo y el comunismo si se pierde de vista que no sólo se parecen por sus consecuencias criminales sino también por sus orígenes ideológicos. Son primos hermanos intelectuales” (De “La gran mascarada”-Taurus-Madrid 2000).
Una de las justificaciones aducidas por los socialistas es el de las “buenas intenciones” que motivaron sus actos. Si se tienen en cuenta los resultados concretos logrados por los diversos socialismos, se advierte que esas buenas intenciones son sólo un disfraz para tomar el poder o bien tal interpretación surge de una excesiva ingenuidad. El citado autor agrega: “Esta versión de la salvación a través de las intenciones queda minada tras una exploración imparcial y, sobre todo, total, de la literatura socialista. Es en los orígenes más auténticos del pensamiento socialista, en sus más antiguos doctrinarios, donde se encuentran las justificaciones del genocidio, de la depuración étnica y del Estado totalitario, que se blanden como armas legítimas indispensables para el éxito de la revolución y la preservación de sus resultados. Cuando Stalin o Mao llevaron a cabo sus genocidios no violaron los auténticos principios del socialismo: aplicaron, por el contrario, esos principios con un escrúpulo ejemplar y con una total fidelidad tanto a la letra como al espíritu de la doctrina”.
Por lo general, asociamos la palabra “esclavitud” a una dupla amo-esclavo en la cual el primero ejerce un dominio físico sobre el segundo, aun cuando al segundo le quede la posibilidad de sentirse mentalmente libre. Existe, sin embargo, otro tipo de esclavitud y es la esclavitud mental del individuo que ha sido sometido, voluntaria o involuntariamente, a las ideas de un líder político. No es la realidad la que el sometido adopta como referencia para todo razonamiento, sino que es el conjunto de ideas ajenas, o ideología, el que comanda su vida. Las ideas, o las ideologías, compatibles con la realidad, ayudan al individuo a verla mejor, en lugar de verla a través de ellas. Mario Vargas Llosa escribió al respecto: “Revel, como Orwell en los años treinta, optó por una actitud relativamente sencilla, pero que pocos pensadores de nuestros días han practicado: el regreso a los hechos, la subordinación de lo pensado a lo vivido. Decidir en función de la experiencia concreta la validez de las teorías políticas resulta hoy revolucionario, pues la costumbre que ha cundido y que, sin duda, ha sido la rémora mayor de la izquierda de nuestros días es la opuesta: determinar a partir de la teoría la naturaleza de los hechos, lo que conduce generalmente a deformar éstos para que coincidan con aquélla. Nada más absurdo que creer que la verdad desciende de las ideas a las acciones humanas y no que son éstas las que nutren a aquéllas con la verdad, pues el resultado de esa creencia es el divorcio de unas y otras y eso fue lo más característico de la época de Revel (sobre todo en los países del llamado tercer mundo) en las ideologías de izquierda que solían impresionar sobre todo por su furiosa irrealidad”.
Al gobierno mental del hombre sobre el hombre se lo puede dominar “ideocracia”. Al respecto, Revel escribió: “La ideocracia desborda ampliamente la censura ejercida por las dictaduras ordinarias. Éstas ejercen una censura principalmente política o sobre lo que puede tener incidencia política. Algo que, por otra parte, pueden llegar a hacer las democracias…Pero la ideocracia quiere mucho más. Quiere suprimir –y necesita hacerlo para sobrevivir- todo pensamiento que se oponga o sea ajeno al pensamiento oficial, no sólo en política o en economía, sino en todos los ámbitos; la filosofía, las artes, la literatura e incluso la ciencia. Para un totalitario, la filosofía sólo puede ser, evidentemente, el marxismo-leninismo, el «pensamiento de Mao» o la doctrina de Mein Kampf”.
“El arte nazi sustituye al arte «degenerado» y, paralelamente, el «realismo socialista» de los comunistas pretende cargarse al arte «burgués». La apuesta más arriesgada de la ideocracia, que llega a caer en el ridículo, es la que hace sobre la ciencia, a la que niega toda autonomía. Recordemos el caso Lyssenko en la Unión Soviética. De 1935 a 1964, ese charlatán acabó con la biología en su país, mandó a paseo a toda la ciencia moderna, de Mendel a Morgan, acusándola de «desviación fascista de la genética» o incluso de desviación «trotskista-bujarinista de la genética». Según él, la biología contemporánea cometía el pecado de contradecir al materialismo dialéctico, de ser incompatible con la dialéctica de la naturaleza según Engels, quien, seguía afirmando en el «Anti-Dühring», veinte años después de la publicación de «El origen de las especies» de Darwin, su creencia en la herencia de los caracteres adquiridos”.
La palabra totalitarismo implica “todo en el Estado”. Si toda la vida social depende del Estado, quienes aspiran a gobernarlo serán personas ambiciosas en exceso, que pretenden dominar y gobernar a todo individuo en forma material y mental, a través de la imposición de la ideología totalitaria. Ludwig von Mises escribió: “El amor de los marxistas a las instituciones democráticas no era más que una estratagema, un piadoso subterfugio para engañar a las masas. En una comunidad socialista no queda sitio para la libertad. Donde el gobierno es dueño de todas las imprentas, no puede haber libertad de prensa. Donde el único patrono es el gobierno, que designa a cada uno la tarea que ha de realizar, no puede haber libertad para elegir una profesión u oficio”.
“Donde el gobierno tiene poder para fijar el lugar en que uno ha de trabajar, no puede haber libertad para radicarse donde uno quiera. Donde el gobierno es dueño de todas las bibliotecas, archivos y laboratorios y tiene derecho a mandar a un hombre a donde no pueda continuar sus investigaciones, no puede haber verdadera libertad de investigación científica. Donde el gobierno determina quién ha de crear las obras de arte, no puede haber libertad en el arte y en la literatura”.
“Tampoco puede haber libertad de conciencia ni de palabra donde el gobierno tenga poder para trasladar a cualquier adversario a un clima perjudicial para la salud o para imponerle obligaciones para las cuales no tiene fuerzas y que le destrozan física e intelectualmente. En una comunidad socialista el ciudadano individual no puede tener más libertad que un soldado en un ejército o que un hospiciano en un asilo” (De “Omnipotencia gubernamental”-Editorial Hermes-México 1953)
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