Los seres humanos necesitamos ciertos frenos morales para no caer en excesos en situaciones conflictivas. También necesitamos estímulos que nos permitan continuar por la senda de la armonía social y de la cooperación. Y ese parece ser el rol de la empatía; proceso que permite ubicarnos imaginariamente en la situación de otras personas.
Mediante la empatía podemos lograr un elevado grado de felicidad compartiendo las penas y las alegrías ajenas como propias. También nos permite vislumbrar los efectos causados por un exceso de violencia, ya sea física o verbal, que a veces podemos ejercer por iniciativa propia o como respuesta ante ofensas recibidas previamente. Tales excesos quedarán grabados en nuestra memoria y podrán perturbarnos hasta que el sufrimiento autoinflingido actúe como un freno ante situaciones similares que se nos puedan presentar en el futuro.
Al proceso anterior podemos denominarlo “conciencia moral” ya que somos conscientes de los efectos producidos por cada una de nuestras acciones. Será posible, luego, distinguir las acciones que producen felicidad de las que generan sufrimiento, optando por las primeras. De esa manera consideramos que se ha establecido cierta “justicia natural” que permite que, quien siembra actitudes que favorecen la cooperación, reciba felicidad, y quien siembre discordias, reciba infelicidad.
La pregunta que siempre nos hacemos, acerca de la existencia de Dios, en cierta forma conduce a la pregunta acerca de si existe una justicia divina, o una justicia natural, por la cual se nos asegure que en este mundo habremos de cosechar lo que previamente hemos sembrado. De lo contrario, diremos que no existe tal justicia y que no vale la pena actuar en forma cooperativa por cuanto nadie nos asegurará que ello nos ha de reportar felicidad. Podemos simbolizar el proceso descrito de la siguiente forma:
Conciencia moral + Empatía positiva (amor y felicidad) => Justicia natural
Cuando somos conscientes de hacer el mal, recibiendo infelicidad, lo simbolizamos así:
Conciencia moral + Empatía negativa (odio e infelicidad) => Justicia natural
Adviértase que tanto las buenas como las malas acciones se consideran realizadas dentro del marco de la justicia natural, siendo el mismo caso del buen y del mal ajedrecista, ya que ambos cumplen con los reglamentos del juego. De ahí que “justicia natural” implique que se cosecha lo que se siembra. También habrá jugadores que harán trampas irrespetando las reglas del juego, lo que en la analogía implica el caso de quienes carecen de empatía y abiertamente transitan por el camino de la injusticia. Ampliando la analogía, puede decirse que existen científicos exitosos y científicos fracasados; aunque todos cumplan con los requisitos que impone el método de la ciencia experimental. Además, existen pseudocientíficos que abiertamente rechazan sus reglas, quedando fuera de dicho ámbito del conocimiento.
Si bien la armonía social no depende solamente de cada uno de nosotros, la tranquilidad de conciencia, que surge de la certeza de habernos conducido correctamente, es decir, en el sentido de la cooperación social, depende esencialmente de uno mismo, por lo que de esa conciencia surgirá la fuente permanente y cercana de la felicidad (como también de la infelicidad en caso de proceder en forma odiosa o egoísta).
De este proceso inserto en nuestra naturaleza humana, surge la idea de justicia, como antes se dijo. Entendemos por justicia lo que resulta merecido; resultado de un proceso que permite cosechar lo que se ha sembrado, de recibir el bien que hemos ofrecido o de recibir el mal que hemos previamente dirigido a los demás. De ahí que aceptamos lo que consideramos justo, aunque no nos agrade lo que recibimos, mientras tendemos a rechazar lo que consideramos injusto, aunque a veces sea benévolo para nosotros. Este caso lo ejemplifica Arthur Koestler, quien aceptó un encarcelamiento justo, bastante duro, mientras que rechazó otros injustos, aunque benévolos. Al respecto escribió: “Dos años después de mis aventuras de España hube de ser internado durante seis meses en un campo de concentración francés y, al cabo de un año más, en Inglaterra quedé detenido en una cárcel por varias semanas. Estas dos últimas prisiones no entrañaban el peligro de perder la vida, y debido a ciertos privilegios y comodidades materiales las condiciones eran allí menos duras que en Sevilla. Sin embargo, en estas dos últimas ocasiones, como me sabía inocente, encontraba que mi reclusión era estúpida e injusta”.
“Este conocimiento determinó que aquellas dos detenciones relativamente cómodas me resultaran mentalmente intolerables y espiritualmente estériles. En Le Vernet y luego en Pentonville sabía que alguna vez habría de abandonar la prisión y reanudaría mi vida. Pero en la celda número 40 de la cárcel de Sevilla lo más que podía esperar era la conmutación de la sentencia de muerte y, sin embargo, en aquella celda me sentía mucho más feliz y en paz con el mundo y conmigo mismo. Llamo la atención sobre este contraste porque, según me parece, indica que el anhelo de justicia es más que un producto de consideraciones racionales y reconoce sus raíces en capas de lo psíquico que ninguna psicología pragmática o hedonista puede penetrar”.
“Ni siquiera podía alegarse, pensaba yo mientras me paseaba arriba y abajo por la celda número 40, que el castigo fuera desproporcionado al crimen cometido. En una guerra civil, lo mismo que en una revolución, se aplican medidas más ásperas que en las leyes internacionales. El ardid que había empleado para entrar a Lisboa era particularmente infame. En «L’Espagne Ensanglantée» había acusado al enemigo de cometer ciertas atrocidades, aun abrigando dudas acerca de la autenticidad de la documentación de que me estaba valiendo; me parecía, pues, perfectamente justo que ahora me viera llamado a verificar la falta de pruebas mediante la experiencia personal”.
“El capítulo de mi libro dedicado al general Queipo del Llano, que se basaba en una entrevista obtenida por medio del fraude, contenía un retrato hecho con una pluma envenenada. Ese libro estaba incorporado ahora al expediente de mi causa, que se encontraba sobre el escritorio del propio general Queipo del Llano, de cuya jurisdicción dependía mi suerte”.
“Todo aquello era limpio, claro, simétrico. Una forma simétrica, sin embargo, no presupone necesariamente la existencia de un dibujante. La simetría de los cristales es el producto de fuerzas electroquímicas. La naturaleza favorece las simetrías, tiende orgánicamente a la simetría. La justicia es un concepto de simetría ética y por eso un concepto esencialmente natural, como la forma de un cristal”.
“De esta suerte la justicia comenzó a asumir en mis meditaciones un significado doble y nuevo; esto es, como necesidad biológica y como necesidad ética absoluta basada en el concepto de simetría. Este concepto era independiente de toda consideración utilitaria, pero también independiente de todo supuesto teológico. La noción de «Justicia divina», con su zanahoria colgante y su flagelo, se me manifestaba como una caricatura lamentable de la justicia, de la última e inconsciente fuente de toda angustia”.
“Me felicitaba por el hecho de que hubiera desaparecido de mí toda ansiedad y lo atribuía a este concepto de la justicia que acababa de descubrir y que era una dimensión inherente al continuo espacio-tiempo. Algunos mueren con las botas limpias, otros con la conciencia limpia; yo no quería que el brillo del espíritu quedara empañado por ningún fango místico” (De “Autobiografía. La escritura invisible”-Editorial Debate SA-Madrid 2000).
Todo parece indicar que el ser humano no se mueve por el mundo solamente impulsado por el principio de felicidad, o por el principio de placer, sino también por el criterio de la creencia, o no, de una justicia natural. Si bien todo depende del fenómeno de la empatía, más desarrollada en unos, menos en otros, parece ser un proceso de alcance general. En el caso del psicópata, que carece de empatía, se advierte que carece también de todo sentido de la justicia, ya que es indiferente a la felicidad y la seguridad ajenas, despreocupándose por el bien o el mal que haya podido recibir previamente de sus víctimas ocasionales.
En épocas pasadas, la venganza era considerada justa si sus efectos eran comparables con el mal recibido, tal el “ojo por ojo y diente por diente” del Antiguo Testamento. Sin embargo, la justicia natural es un instrumento surgido de la evolución biológica cuya existencia aparente estriba en encauzarnos por el buen camino. De ahí que la venganza, por la cual sólo se busca equilibrar el mal recibido, tiende a prolongar los conflictos y a alejar a los hombres del buen camino, mientras que el perdón (o la no venganza) producen mejores resultados.
Las ideologías totalitarias, que brindan visiones del mundo bastante distintas de aquella que admite la existencia de una justicia natural, en el sentido que aquí se le ha dado, proponen el camino de la violencia como el medio idóneo para lograr la “justicia social” reclamada por la mayoría del pueblo. Quienes, en una etapa de sus vidas, siguieron este camino, mientras que en ellos no se pudo apagar del todo la empatía provista por la naturaleza humana, con el tiempo advirtieron el error, al que siguió el arrepentimiento por el mal ocasionado a otros seres humanos. Oscar del Barco escribió: “Ningún justificativo nos vuelve inocentes. No hay «causas» ni «ideales» que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano. Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar «absolutamente otro»”.
“Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás. Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás. Un mandato que no puede fundarse o explicarse, y que sin embargo está aquí, en mí y en todos, como presencia sin presencia, como fuerza sin fuerza, como ser sin ser. No un mandato que viene de afuera, desde otra parte, sino que constituye nuestra inconcebible e inaudita inmanencia”.
“Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no son menos graves: a reconocer que todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones. Repito, no existe ningún «ideal» que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres. La maldad, como dice Levinas, consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de los otros y levantar el no matarás cuando se trata de nuestros propios hijos” (Citado en “Ataque a la República” de Javier Vigo Leguizamón-Santa Fe 2007).
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