Los detractores de la colonización española en América incorporan cada año unos millones adicionales de nuevas víctimas entre los indios, quienes habrían sido exterminados por los conquistadores. Este hecho habría constituido una actividad casi deportiva practicada con la nefasta finalidad de destruir vidas humanas. En cierta forma, habría vuelto a predominar el salvajismo de las épocas de Gengis Kan, cuando todo ejército vencedor en una contienda tenía por hábito o costumbre exterminar a todos los integrantes del bando vencido. Sin embargo, un ayudante de aquel bárbaro conquistador le sugirió la opción de hacer trabajar a los vencidos, en lugar de exterminarlos, favoreciendo el inicio de la mejora social constituida por la esclavitud y salvando así la vida de millones de chinos.
Todo indica que la conquista española en América tuvo diversas finalidades, en lugar de la única antes mencionada, entre las que se encuentran la expansión de las tierras dominadas por los Reyes Católicos, la expansión del cristianismo y el ascenso social que las riquezas les posibilitarían a los aventureros, entre otras. Fernando Mires escribió: “Durante el periodo de la conquista existieron tres corrientes principales frente a la «cuestión del indio». La primera fue la que podríamos denominar corriente esclavista, pues defendía los intereses de la clase colonial recién emergente en las Indias y que llegó a formular una ideología de la esclavitud, de acuerdo con un revisionismo teológico del legado testamentario. Máximo exponente de esta posición fue el doctor Juan Ginés de Sepúlveda”.
“La segunda corriente, que denominamos centrista, atendía preferentemente a los intereses del Estado, a veces contra los intereses puramente privados surgidos de la conquista. Se trata, a mi juicio, de una teología de Estado, cuya formulación más elevada y culta se encuentra en las famosas «Relecciones» del maestro Francisco de Vitoria”.
“La tercera corriente es la que denominamos antiesclavista o indigenista y está representada por un verdadero movimiento político-teológico emergido al interior de la intelectualidad clerical hispana, cuyo máximo exponente fue sin dudas el padre Bartolomé de Las Casas, quien llegó a formular una verdadera teología de la libertad del indio. Por momentos la corriente indigenista se cruza con la estatal, pero nunca pierde su dirección fundamental de enjuiciamiento y descalificación teológica de la conquista” (De “En nombre de la cruz”-Libros de la Araucaria SA-Buenos Aires 2006).
Recordemos que el cristianismo sugiere amar al prójimo como a uno mismo, viniendo la palabra «prójimo» de próximo, es decir, de la persona cercana sin considerar su creencia religiosa, condición social, nacionalidad o etnia, por lo que toda forma de esclavitud o abuso estaba prohibida por la religión cristiana. Mientras que algunos conquistadores simulaban respetar dicho mandamiento, otros lo ignoraron aun cuando aducían actuar en nombre de Cristo.
La sociedad española del siglo XV estaba formada por nobles, sacerdotes, hidalgos y el pueblo, mientras que moros y judíos eran mal vistos, por lo que los trabajos a los que éstos se dedicaban eran despreciados por los católicos. Quienes aspiraban a un ascenso social no lo buscaban a través del trabajo, sino esperando de la conquista de América una posibilidad de ascenso, generalmente sin trabajar. El citado autor agrega: “Los hidalgos constituyen un grupo social difícil de definir puesto que, por ser la fracción inferior de la nobleza, es ahí donde se sienten las presiones de otros sectores sociales por penetrar en el mundo nobiliario. Es por ello que el hidalgo (hijo de algo) se nos aparece unas veces como un plebeyo con aires de nobleza, pero mucho más frecuentemente como un noble venido a menos”.
“Si es difícil caracterizar sociológicamente a la hidalguía, no lo es tanto describirla. Uno de los rasgos típicos de este sector es, por ejemplo, su abierto desprecio a todo lo que tenga que ver con el trabajo manual”. “Hasta el más humilde ciudadano quería guardar las apariencias de un gran señor. Y si no se era señor por señorío, había que serlo, por lo menos, en las formas. La literatura de la época nos muestra muchos ejemplos de esa plaga de cortesanos, escuderos, hombres de honor en general, que atan la espada al cinto, larga capa, pagan criado y cochero y no tienen para comer”.
El conquistador militar busca el poder, la expansión territorial y las riquezas, mientras que el sacerdote busca nuevos adeptos para la cristiandad y el hidalgo un ascenso social. “Sin exagerar podemos decir que el español en las Indias combatirá por su propia liberación social, cosa imposible de hacer en la rígidamente estamentizada sociedad española. La movilidad social no permitida en España es posible en América. De ahí que no hay que equivocarse: el hombre que viaja a las colonias lo hará con el firme propósito de cambiar de clase social; y los medios para alcanzar esta mutación no están medidos por la valentía, ni por el linaje, ni por el honor, sino, en términos muy matemáticos, por la cantidad de oro que logre acumular”.
Todos los objetivos personales que motivan la conquista son justificados, o encubiertos, por la aparente “conquista de nuevos adeptos al cristianismo”. Si en España son mal vistos los no cristianos, como los judíos y musulmanes, con mayor razón lo serán los aborígenes del nuevo mundo, que nada saben del cristianismo. Hernán Cortés expresaba en una exhortación: “Muchas veces he dado vueltas yo mismo en mis pensamientos a tales dificultades, y confieso que algunas veces, ciertamente, me sentí vivamente inquieto con ese pensamiento. Pero pensándolo de otro modo, suelen venir a mi mente muchas cosas que me reaniman y estimulan. En primer lugar, la nobleza y santidad de la causa; pues pugnamos por la causa de Cristo cuando luchamos contra los adoradores de los ídolos, que por esto mismo son enemigos de Cristo, puesto que adoran a malos demonios, en vez de al Dios de bondad y omnipotente, y hacemos la guerra tanto para castigar a aquellos que se obstinan en su pertinacia, como parece permitir la conversión a la fe de Cristo de aquellos que han aceptado la autoridad de los cristianos y de nuestro Rey”.
Mires agrega: “Estamos en presencia de un documento que revela la psicología social del conquistador. Un análisis lógico de su discurso debe decir así: el impulso por el botín es un medio para alcanzar poder y gloria. Pero, como tal medio es criminal, hay que divinizar la guerra. En vez de transformar el oro en Dios, como en realidad ocurre, hay que transformar a Dios en oro. En lugar de nombrar al oro, hay que nombrar a Dios. Eso tranquiliza la conciencia y vuelve más fieros a los soldados en las batallas”.
Mientras que en la América del Norte los colonizadores labran las tierras adquiridas, o concedidas, en Centro y Sudamérica los españoles vienen con la idea de hacer trabajar a los aborígenes. J. H. Parry escribió: “Los españoles que pasaron al Nuevo Mundo no eran colonos que buscaban tierra libre, sino soldados, misioneros, funcionarios –una clase gobernante-. No trataron de desplazar a la población indígena, sino de organizarla, educarla y vivir de su trabajo. Tomaron tal como funcionaban los sistemas de recaudación de tributos organizados en el pasado por las tribus dominantes de México y Perú”.
“Las Indias eran reinos de la corona de Castilla, distintos de los reinos de España, y administrados por un consejo real propio. Los indios eran súbditos directos de la corona, no del Estado español ni de españoles individuales. Eran hombres libres y no podían ser esclavizados a menos que se les encontrara en rebelión armada. Su tierra y bienes les pertenecían, y no podían serles quitados. Sus jefes debían ser confirmados en el cargo y empleados como funcionarios menores. Dependían de los tribunales de justicia españoles y podían demandar a los españoles y éstos a ellos; pero sus leyes propias debían ser respetadas, excepto cuando eran evidentemente bárbaras o contrarias a las leyes españolas de Indias”.
“Nunca hubo encomiendas u oficios suficientes para todos, y casi desde el principio apareció una clase de «blancos pobres» que vivía entre los indios y que dificultaba constantemente la labor de los misioneros. Muchos colonos, ricos y pobres, se casaron con indias, y así se añadió una clase mestiza a una sociedad ya compleja. Con el tiempo, esta gente de sangre mezclada sobrepasó en número a los indios y españoles puros; y muchos de los pueblos latinoamericanos actuales son predominantemente mestizos” (De “Europa y la expansión del mundo”-Fondo de Cultura Económica-México 1952).
La poca predisposición al trabajo, tanto de españoles, como de indios y mestizos, facilitó el comercio de esclavos africanos. El citado autor escribe al respecto: “En la América hispana, los españoles eran muy orgullosos o muy perezosos. Los indígenas eran muy indiferentes a los jornales y muy sensibles a la pérdida de libertad. Gozaban de protección legal contra la esclavitud y las cuadrillas de repartimiento eran muy temporales e inseguras para el trabajo continuo en las plantaciones de azúcar. Los mestizos heredaban las características de uno u otro de sus progenitores. Tampoco fueron buenos jornaleros. Los esclavos negros dieron la solución obvia”.
“A primera vista, parece extraño que la Corona española, siempre tan dogmática acerca de la libertad personal de los indios, no pudiera hallar inconsecuencia alguna en la esclavitud negra; pero para la mente de los siglos XVI y XVII los dos casos eran muy distintos. Las objeciones a la esclavitud de los indios eran primordialmente jurídicas. Los indios eran súbditos de la corona de Castilla y tenían derecho a la protección. Por otro lado, los negros eran súbditos de reyes independientes. Los europeos viajaban al África occidental como comerciantes, no como soberanos. Si los gobernantes locales guerreaban entre sí y vendían sus prisioneros a los traficantes de esclavos árabes o europeos, ello no era culpa del rey de España”.
Mientras que la población mundial en el siglo XV era de unos 460 millones de individuos, algunos militantes de la izquierda política manifiestan que “los españoles mataron a 60 millones de indios”, tal la cifra mencionada públicamente por el cantante León Gieco, tratando de envenenar las mentes populares con el odio marxista. Sin embargo, expresa en una canción: “Sólo le pido a Dios, que la guerra no me sea indiferente…”. Al igual que Hernán Cortés, usaba el nombre de Dios para encubrir perversas intenciones.
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