domingo, 18 de agosto de 2024

El resentimiento

Mientras que el odio, como actitud por la cual se siente envidia en ciertas circunstancias y se llega a la burla en otras, por lo general tiene un destino concreto, con nombre y apellido. El resentimiento, por el contrario, es un odio generalizado hacia la sociedad, hacia un país y hacia un sistema a los cuales se considera como causantes de los fracasos personales o como los impedimentos que negaron cumplir con las metas anheladas.

Cuando se han leído a varios autores acerca de un tema determinado, nos da la sensación que el último es el más claro, porque se ha entendido la totalidad del tema, o una gran parte. Sin embargo, ello puede deberse a que ya se lo tenía comprendido parcialmente a partir de las lecturas previas; o bien puede ser, efectivamente, el mejor el que se leyó en último término.

Como el tema del resentimiento es de los más importantes, en vista a posibles mejoras sociales, conviene ser tratado nuevamente. Al aumentar la población mundial, año a año, son muchas las personas que se ven impedidas de lograr metas básicas y elementales, al menos en muchos países, por lo cual el resentimiento puede surgir en gran parte de ellas, con un perjuicio adicional a las mismas y a la sociedad de la que forman parte.

Se considera que el emperador romano Tiberio llegó a liderar el imperio más extenso de toda la historia, al menos según algunos historiadores. Sin embargo, no pudo superar su actitud de resentimiento. De ahí que Gregorio Marañón lo toma como ejemplo para describir su visión respecto a tal actitud. A continuación se transcriben fragmentos del libro "Tiberio. Historia de un resentimiento" de Gregorio Marañón (Espasa-Calpe Argentina SA-Buenos Aires 1942).

TEORÍA DEL RESENTIMIENTO

«Entre los pecados capitales no figura el resentimiento y es el más grave de todos; más que la ira, más que la soberbia», solía decir don Miguel de Unamuno. En realidad, el resentimiento no es un pecado, sino una pasión; pasión de ánimo que puede conducir, es cierto, al pecado, y, a veces, a la locura o al crimen.

Es difícil definir la pasión del resentimiento. Una agresión de los otros hombres -o simplemente de la vida, en esa forma imponderable y varia que solemos llamar «mala suerte»- produce en nosotros una reacción, fugaz o duradera, de dolor, de fracaso o de cualquiera de los sentimientos de inferioridad. Decimos entonces que estamos «doloridos» o «sentidos». La maravillosa aptitud del espíritu humano para eliminar los componentes desagradables de nuestra conciencia hace que, en condiciones de normalidad, el dolor o el sentimiento, al cabo de algún tiempo, se desvanezcan.

En todo caso, si perduran, se convierten en resignada conformidad. Pero, otras veces, la agresión queda presa en el fondo de la conciencia, acaso inadvertida; allí dentro, incuba y fermenta su acritud; se filtra en todo nuestro ser; y acaba siendo la rectora de nuestra conducta y de nuestras menores reacciones. Este sentimiento, que no se ha eliminado, sino que se ha retenido e incorporado a nuestra alma, es el «resentimiento».

El que una agresión afectiva produzca la pasajera reacción que llamamos «sentimiento» o bien el «resentimiento», no depende de la calidad de la agresión, sino de cómo es el individuo que la recibe. La misma injusticia de la vida, el mismo fracaso de una empresa, idéntico desaire de un poderoso, pueden sufrirlo varios hombres a la vez y con la misma intensidad; pero en unos cauzará sólo un sentimiento fugaz de depresión o de dolor; otros, quedarán resentidos para siempre. El primer problema que, por lo tanto, sugiere el estudio del resentimiento, es saber cuáles son las almas propicias y cuáles las inmunes a su agresión.

Si repasamos el material de nuestra experiencia -es decir, los hombres resentidos que hemos ido conociendo en el curso de la vida; y los que pudieron serlo porque sufrieron la misma agresión, y no lo fueron sin embargo-, la conclusión surge claramente. El resentido es siempre una persona sin generosidad. El resentido es, en suma, allá en el plano de las causas hondas, un ser mal dotado para el amor; y, por lo tanto, un ser de mediocre calidad moral.

El resentido no es necesariamente malo. Puede, incluso, ser bueno, si le es favorable la vida. Sólo ante la contrariedad y la injusticia se hace resentido; es decir, ante los trances en que se purifica el hombre de calidad moral superior. Únicamente cuando el resentimiento se acumula y envenena por completo el alma, puede expresarse por un acto criminal; y éste, se distinguirá por ser rigurosamente específico en relación con el origen del resentimiento.

Otros muchos rasgos caracterizan al hombre resentido. Suele tener positiva inteligencia. Casi todos los grandes resentidos son hombres bien dotados. El pobre de espíritu acepta la adversidad sin este tipo de amarga reacción. Es el inteligente el que plantea, ante cada trance adverso, el contraste entre la realidad de aquél y la dicha que cree merecer. Mas se trata, por lo común, de inteligencias no excesivas.

El hombre de talento logrado se conoce, en efecto, más que por ninguna otra cosa, por su aptitud de adaptación; y, por lo tanto, nunca se considera defraudado por la vida. Ha habido, es cierto, muchos casos de hombres de inteligencia extraordinaria e incluso genios, que eran típicamente resentidos; pero el mayor contingente de éstos se recluta entre individuos con el talento necesario para todo menos para darse cuenta que el no alcanzar una categoría superior a la que han logrado, no es culpa de la hostilidad de los demás, como ellos suponen, sino de sus propios defectos.

Debe anotarse que el resentimiento, aunque se parece mucho a la envidia y el odio, es diferente de los dos. La envidia y el odio son pecados de proyección estrictamente individual. Suponen siempre un duelo entre el que odia o envidia y el odiado o envidiado. El resentimiento es una pasión que tiene mucho de impersonal, de social. Quien lo causa, puede haber sido no este o aquel ser humano, sino la vida, la «suerte».

La reacción del resentido no se dirige tanto contra el que pudo ser injusto o contra el que se aprovechó de la injusticia, como contra el destino. En esto reside lo que tiene de grandeza. El resentimiento se filtra en toda el alma, y se denuncia en cada acción. La envidia o el odio tienen un sitio dentro del alma, y si se extirpan, ésta puede quedar intacta. Además, el odio tiene casi siempre una respuesta rápida ante la ofensa; y el resentimiento es pasión, ya lo hemos dicho, de reacciones tardías, de larga incubación entre sus causas y sus consecuencias sociales.

Coincide muchas veces el resentimiento con la timidez. El hombre fuerte reacciona con directa energía ante la agresión y automáticamente expulsa, como un cuerpo extraño, el agravio de su conciencia. Esta elasticidad salvadora no existe en el resentido. Muchos hombres que ofrecen la otra mejilla después de la bofetada no lo hacen por virtud, sino por disimular su cobardía; y su forzada humildad se convierte después en resentimiento. Pero, si alguna vez alcanzan a ser fuertes, con la fortaleza advenediza que da el mando social, estalla tardíamente la venganza, disfrazada hasta entonces de resignación.

Por eso son tan temibles los hombres débiles -y resentidos- cuando el azar les coloca en el poder, como tantas veces ocurre en las revoluciones. He aquí también la razón de que acudan a la confusión revolucionaria tantos resentidos y jueguen en su desarrollo importante papel. Los cabecillas más crueles tienen con frecuencia antecedentes delatores de su timidez antigua y síntomas inequívocos de su actual resentimiento.

Asimismo, es muy típico de estos hombres, no sólo la incapacidad de agradecer, sino la facilidad con que transforman el favor que les hacen los demás en combustible de su resentimiento. Hay una frase de Robespierre, trágico resentido, que no se puede leer sin escalofrío, tal es la claridad que proyecta en la psicología de la Revolución: «Sentí, desde muy temprano, la penosa esclavitud del agradecimiento».

Cuando se hace el bien a un resentido, el bienhechor queda inscrito en la lista negra de su incordialidad. El resentido ronda, como animado por sordos impulsos, en torno del poderoso; le atrae y le irrita a la vez. Este doble sentimiento le ata amargamente al séquito del que manda. Por esto encontramos tantas veces al resentido en la corte de los poderosos. Y los poderosos deben saber que a su sombra crece inevitablemente, mil veces más peligroso que la envidia, el resentimiento de aquellos mismos que viven de su favor.

Es casi siempre el resentido, cauteloso e hipócrita. Casi nunca manifiesta a los que le rodean su acidez interior. Pero debajo de su disimulo se hace, al fin, patente el resentimiento. Cada uno de sus actos, cada uno de sus pensamientos, acaba por estar transido de una indefinible acritud. Sobre todo, ninguna pasíón asoma con tanta claridad como ésta a la mirada, menos dócil que la palabra y que el gesto para la cautela.

En relación con su hipocresía está la afición del resentido a los anónimos. La casi totalidad de éstos los escribe, no el odio, ni el espíritu de venganza, ni la envidia, sino la mano trémula del resentimiento. Un anonimista infatigable, que pudo ser descubierto, hombre inteligente y muy resentido, declaró que al escribir cada anónimo «se le quitaba un peso de encima»; me lo contó su juez. Pero, a su vez, el resentido -sensible a la herida de sus armas predilectas- suele turbarse hasta el extremo por los anónimos de los demás.

Todas las causas que dificultan el éxito social son las que con mayor eficacia crean el resentimiento. Por eso es, principalmente, una pasión de grandes ciudades. El resentido que con frecuencia encontramos refugiado en la soledad de una aldea o perdido en viajes inútiles es siempre un emigrado de la ciudad, y es ésta donde enfermó. Por esto también, a medida que la civilización avanza y se hace más áspera la candidatura al triunfo, aumenta la importancia social del resentimiento.

Es condición esencial, repitámoslo, para la génesis del resentimiento, la falta de comprensión, que crea en el futuro resentido una desarmonía entre su real capacidad para triunfar y la que él se supone. El hombre normal acepta con generosidad el fracaso; encuentra siempre el modo de comprenderlo y, por lo tanto, de olvidarlo y de superarlo después.

El alma resentida, después de su primera inoculación, se sensibiliza ante las nuevas agresiones. Bastará ya, en adelante, para que la llama de su pasión se avive, no la contrariedad ponderable, sino una simple palabra o un vago gesto despectivo; quizá sólo una distracción de los demás. Todo, para él, alcanza el valor de una ofensa o la categoría de una injusticia. Es más: el resentido llega a experimentar la viciosa necesidad de estos motivos que alimentan su pasión; una suerte de sed masoquista le hace buscarlos o inventarlos si no los encuentra.

La inferioridad física o moral no compensada por la generosidad, obliga al resentido a un cierto número de limitaciones que parecen virtudes. Por esta razón y por la ya comentada hipocresía, el resentido pasa muchas veces, ante los ojos inexpertos, con una apariencia de respetabilidad. Suele ser esta falsa virtud del resentido afectada y pedante; y alcanza en ocasiones la rígida magnitud del puritanismo.

Muchos puritanos son sólo resentidos, hombres incapaces de amar y de comprender: tanto los que se han hecho famosos en la Historia, como Robespierre, monstruo de odiosa rectitud, como el perverso e íntegro Calvino y como Tiberio; como los innominados, los que pasan en silencio a nuestro lado, cada día. El sentimiento de su incapacidad -injustificada, creen ellos- para triunfar plenamente en la vida, les hace renunciar a todas las posibles grandezas; y aparecer desinteresados y humildes; del mismo modo, su fracaso sexual se convierte en castidad ostentosa.

El resentimiento es incurable. Su única medicina es la generosidad. Y esta pasión nobilísima nace con el alma y se puede, por lo tanto, fomentar o disminuir, pero no crear en quien no la tiene. La generosidad no puede prestarse ni administrarse como una medicina venida de fuera. Parece a primera vista que como el resentido es siempre un fracasado -fracasado en relación con su ambición-, el triunfo le debería curar. pero, en la realidad, el triunfo, cuando llega, puede tranquilizar al resentido, pero no le cura jamás.

Ocurre, por el contrario, muchas veces, que al triunfar, el resentido, lejos de curarse, empeora. Porque el triunfo es para él como una consagración solemne de que estaba justificado su resentimiento; y esta justificación aumenta la vieja acritud. Ésta es otra de las razones de la violencia vengativa de los resentidos cuando alcanzan el poder; y de la enorme importancia que, en consecuencia, ha tenido esta pasíón en la Historia.

1 comentario:

agente t dijo...

Está muy bien traído ese aspecto sociológico del resentimiento al dibujarse como una lacra propia de la edad contemporánea, al ser considerado una reacción al campo abierto de las oportunidades no satisfechas que las sociedades modernas y desarrolladas producen tras su promesa de ascenso social y económico. Y también es pertinente su comparación con la conformidad, comportamiento socialmente inofensivo que era lo más común en las sociedades antiguas donde no existía esa percepción de oportunidades de promoción social.