·
Por el Cardenal John Henry Newman
Podría decirse que prácticamente la definición de un caballero es la de aquel que nunca inflinge dolor. Esta es una descripción tan exacta como refinada.
Un caballero se ocupa principalmente en remover aquellos elementos que obstaculizan la libre acción de quienes lo rodean. Procura colaborar más que encabezar iniciativas por sí mismo. Si bien la naturaleza nos provee de los medios naturales para el reposo y nos ofrece el calor animal, los beneficios de un caballero pueden equipararse a la comodidad que nos brinda una silla confortable o un buen hogar encendido; ambos mitigan nuestro frío y fatiga.
Un verdadero caballero evita cuidadosamente ocasionar un sobresalto en las mentes de aquellos con quienes trata, evita todo enfrentamiento de opiniones, coalición de sentimientos, restricciones, sospechas, tristezas o resentimientos. Su principal preocupación radica en que cada uno se sienta cómodo como en su casa. Sus ojos están puestos en todas sus compañías, es considerado con los tímidos, gentil con los distantes y misericordioso hacia los absurdos.
Recuerda a todas las personas con quienes estuvo conversando. Se cuida de hacer acotaciones intempestuosas o mencionar tópicos irritantes. Rara vez destaca en las conversaciones y jamás resulta tedioso. No le pesan los favores mientras los realiza y parece recibir precisamente aquello que está confiriendo.
Nunca habla de sí mismo excepto cuando está obligado y jamás se defiende mediante una simple réplica. No tiene oídos para los chismes ni las calumnias. Es escrupuloso para comprender los motivos de aquellos que interfieren y trata de interpretar todo de la mejor manera posible. Jamás es desconsiderado o mezquino en sus disputas ni tampoco se aprovecha de las ventajas injustas.
No confunde las personalidades ni tampoco deja de ver la diferencia entre lo que es una observación tajante y un argumento. Tampoco hace insinuaciones sobre hechos nefastos sobre los que no se atreve a hablar francamente. Ejerciendo una prudencia de largo alcance, observa la máxima de aquella antigua saga que dice que debemos conducirnos con nuestros enemigos como si un día fueran a ser nuestros amigos.
Tiene demasiado sentido común como para sentirse afectado por los insultos, está suficientemente ocupado como para recordar injurias pasadas y es lo suficientemente indolente como para soportar las malicias. Es paciente, contenido y resignado a los principios filosóficos. Soporta el dolor porque sabe que es inevitable, a las aflicciones porque son irreparables y a la muerte porque es su destino.
Si entra en algún tipo de controversia su intelecto disciplinado lo preserva de cometer una desatinada descortesía propia de las mentes menos educadas. Estas últimas, cual armas romas cortan y desgarran en vez de realizar cortes limpios, confunden el motivo principal del argumento, gastan sus fuerzas en trivialidades, juzgan mal al adversario y dejan al problema peor de lo que lo encontraron.
El caballero puede estar en lo correcto o estar equivocado en su opinión pero tiene demasiada claridad mental como para ser injusto. Así como es de simple es de fuerte, así como es breve es también decisivo. En ningún otro lugar encontraremos mayor candor, consideración e indulgencia. Se arroja hacia las mentes de sus oponentes tomando en cuenta sus errores. Él conoce la debilidad de la razón humana así como su fortaleza, su competencia y sus límites.
Si el caballero no fuera un creyente aún así tendría una mente lo suficientemente amplia y profunda como para no ridiculizar la religión o actuar en su contra. Es demasiado sabio como para ser dogmático o fanático en su infidelidad.
Respeta la piedad y la devoción y apoya aún aquellas instituciones con las cuales no está de acuerdo considerándolas como elementos venerables, hermosos o útiles. Honra a los ministros de la religión y declina aceptar sus misterios sin por ello agredirlos o denunciarlos. Él es amigo de la tolerancia religiosa y esto no es tan sólo por su filosofía, que le exige ser imparcial con todas las formas de fe, sino por su caballerosidad y delicadez de sentimientos las cuales constituyen el séquito de una civilización.
(De "La Idea de una Universidad", serie de disertaciones ofrecidas en Irlanda en 1852).
Publicado en Facebook por Marcos Aníbal Rougès
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Definitivamente estamos ante un deseo y unas estampas de un tiempo pasado.
Publicar un comentario