Son dos los sectores afectados por las ideologías y prácticas totalitarias; en primer lugar lo serán los adeptos y en segundo lugar sus víctimas u opositores. Los primeros desarrollarán actitudes de soberbia y desprecio antes sus dominados por cuanto los totalitarismos son equivalentes a imperialismos internos, o en una misma sociedad, mientras que los imperialismos propiamente dichos implican el dominio de un país sobre otro.
Los adeptos al régimen totalitario menosprecian la moral aceptada por la sociedad, e incluso valoran los actos violentos e ilegales de los integrantes de tal movimiento, ya que, por estar dirigidos contra la sociedad que no les ha dado el lugar que creen merecer, tienden a justificarlos. Hannah Arendt escribió: “Los futuros dirigentes totalitarios comienzan usualmente sus carreras jactándose de sus delitos pasados y perfilando sus delitos futuros. Los nazis «estaban convencidos de que en nuestro tiempo el hacer el mal posee una morbosa fuerza de atracción». Las afirmaciones bolcheviques, dentro y fuera de Rusia, de que no reconocían a las normas morales ordinarias se convirtieron en eje de la propaganda comunista, y la experiencia ha demostrado una y otra vez que el valor de la propaganda de hechos canallescos y el desprecio general de las normas morales es independiente del simple interés propio, supuestamente el más poderoso factor psicológico de la política”.
“No es nada nueva la atracción que para la mentalidad del populacho supone el mal y el delito. Ha sido siempre cierto que el populacho acogerá satisfecho los «hechos de violencia con la siguiente observación admirativa: serán malos, pero son muy hábiles». El factor inquietante en el éxito del totalitarismo es más bien el verdadero altruismo de sus seguidores: puede ser comprensible que un nazi o un bolchevique no se sientan flaquear en sus convicciones por los delitos contra las personas que no pertenecen al movimiento o que incluso sean hostiles a éste; pero el hecho sorprendente es que no es probable que ni uno ni otro se conmuevan cuando el monstruo comienza a devorar a sus propios hijos…” (De “Los orígenes del totalitarismo”-Aguilar-Buenos Aires 2010).
En la Argentina, los partidarios del líder totalitario Juan D. Perón adoptaban una actitud que podía sintetizarse en la expresión: “Criminal o ladrón, queremos a Perón”. Ese “amor” por el líder provenía, no tanto por haberles dado un sentido a sus vidas, sino por haberles dado un motivo para dirigir el odio y el resentimiento social que llevaban dentro, además de haberles otorgado medios materiales de subsistencia alejados del trabajo honesto y productivo. Incluso en la actualidad, luego de haberse confirmado que el kirchnerismo no fue tanto un movimiento político como una organización delictiva, poco o nada ha variado el porcentaje de seguidores, por lo que tal movimiento posee varios atributos que lo acercan más a un totalitarismo que a un populismo, si bien no existe una línea definida entre ambos.
Cuando se habla de la dictadura de Perón, no faltan quienes rechazan tal designación por cuanto se sostiene que “fue electo por la mayoría de los votos”. Tal legitimidad de acceso al poder no se discute, lo que en realidad se discute es la legitimidad de los actos llevados a cabo desde su gobierno. También Hitler subió al poder mediante los votos mayoritarios del pueblo, si bien su régimen mostró ser totalitario y opresivo tanto para Alemania como para Europa. La citada autora escribió: “La elevación de Hitler al poder fue legal en términos de Gobierno de la mayoría. Esta fue, desde luego «la primera gran revolución de la Historia realizada mediante la aplicación del código formal legal existente en el momento de la conquista del poder» (Hans Frank)”. “Se ha señalado frecuentemente que los movimientos totalitarios usan y abusan de las libertades democráticas con el fin de abolirlas”.
Perón es admirado por su habilidad política por seguidores y opositores. En realidad fue un imitador de Hitler y de Mussolini que aseguró el subdesarrollo argentino por muchos años. No tiene mucho sentido admirar a alguien por ser eficaz en una tarea embaucadora y destructiva; más bien debemos reservar los elogios para quienes muestran habilidad en tareas constructivas. Fiel a sus colegas totalitarios, Perón favoreció el encubrimiento y huida de varios criminales de guerra nazi cobijándolos en la Argentina. Alberto Sarramone escribió: “A partir de 1946, nuevamente comienzan a llegar a la Argentina alemanes que ya no tenían lugar en Alemania. Esta vez se trataba de dirigentes nacionalsocialistas de distintas jerarquías y profesionales alemanes comprometidos con el Tercer Reich. El Gobierno de Perón los mandó a buscar, montó una organización especial para traerlos y les dio albergue en universidades, la función pública y en empresas, y se creó una organización especial para ubicar a los ahora jerarcas y burócratas nazis en Argentina. Con la caída de Perón en 1955, muchos emigraron hacia otros países…Pero además durante su Gobierno vinieron más de veinte mil alemanes, austriacos y Volksdeuchche de otros países de Europa central y oriental cantidad que incluía una proporción mayor de individuos con niveles diferentes de afinidades con el nazismo”.
“Lo cierto es que no fueron ni los nazis ni sus socios europeos los organizadores y sustentadores de esta organización que seguiremos llamando Odessa [por una novela de Frederick Forsyth], aunque ese nombre es una mera ficción del novelista. Todo indica que la figura clave de esta organización no era otra que el Presidente argentino Juan Domingo Perón, en connivencia con la Iglesia Católica desde el Vaticano, y algunos funcionarios de ciertos Estados europeos” (De “Alemanes en la Argentina”-Ediciones B Argentina SA-Buenos Aires 2011).
Mientras que en la Alemania nazi se denigraba a los opositores obligándolos a hacer el saludo partidario, recibiendo alguna forma de castigo por no hacerlo, durante la dictadura peronista fue obligatorio llevar luto por la muerte de Eva Perón como también fue obligatorio, para los empleados públicos, afiliarse al partido Justicialista bajo amenazas de ser despedidos en caso de no hacerlo. Bruno Bettelheim escribió: “Mientras que en las dictaduras del pasado un oponente podía sobrevivir dentro del sistema manteniendo una considerable independencia de pensamiento y con frecuencia, hasta cierto punto, de acción, lo cual le permitía conservar el respeto de sí mismo, en el moderno estado totalitario no es posible conservar ese respeto de sí y vivir en oposición interna al sistema. Todo anticonformista moderno se enfrenta a un dilema: exponerse como enemigo del gobierno, ser víctima de la persecución del mismo y, la mayoría de las veces, resultar destruido; o fingir externamente que cree en algo que por dentro rechaza y desprecia por completo”.
“La consecuencia de esto es que a la fuerza el súbdito de una sociedad totalitaria llega a engañarse a sí mismo, a buscar excusas y subterfugios. Y al hacerlo pierde precisamente el respeto de sí mismo que trata de mantener, un respeto de sí mismo que necesita desesperadamente para conservar su sentimiento de autonomía. Un ejemplo de ello lo tenemos en el saludo hitleriano, que fue introducido deliberadamente para que dondequiera que se encontrasen las personas –en lugares de reunión públicos y privados como restaurantes, vagones de tren, oficinas o fábricas y por la calle- resultara fácil reconocer a los que se aferraban a las viejas formas «democráticas» de saludar a los amigos. Para los seguidores de Hitler saludar de aquella manera muchas veces al día era expresar su autoafirmación, su poder. Cada vez que un súbdito leal lo practicaba, su ego resultaba fortalecido”.
“Para el oponente al régimen el saludo producía exactamente el efecto contrario. Cada vez que tenía que saludar a alguien en público vivía una experiencia que convulsionaba su ego y debilitaba su integración. De haber sido sólo su superego el que se oponía al saludo, le habría resultado más fácil; pero la exigencia del saludo escindía su ego justamente por la mitad”
“Así el oponente del régimen totalitario, que necesitaba un ego fuerte para poder sobrevivir en una sociedad hostil y aferrarse a sus convicciones pese al continuo y despiadado bombardeo de los medios de comunicación con sus mensajes encaminados a invalidar todo aquello en lo que creía, se encontraba en situaciones que desintegraban su ego al obligarlo a luchar en dos frentes opuestos: para afirmar el deseo de libertad y para protegerse a sí mismo de ser destruido por el Estado por oponerse a las exigencias del mismo” (De “Educación y vida moderna”-Editorial Crítica-Barcelona 1981).
Ante el esfuerzo cotidiano y permanente de tener que vivir bajo la lucha constante contra la presión ideológica del medio y las propias convicciones opositoras, muchos terminaban renunciando a la oposición interior y aceptando la ideología exterior. “Y esto el individuo se veía obligado a hacerlo por el hecho de tener que saludar muchas veces cada día, no sólo ante todos los funcionarios –maestros, policías, carteros, etc.- sino también al reunirse con sus amigos más íntimos. Pese a que el individuo creyera que el amigo pensaba igual que él –cosa de que raramente se podía estar seguro-, las otras personas que le veían saludando en forma distinta a la hitleriana podían denunciarlo y con frecuencia así lo hacían”.
“Negarse a saludar resultaba aún más difícil porque uno no sólo ponía en peligro su propia vida, sino también la de la otra persona, toda vez que era obligatorio denunciar ante las autoridades todos los casos en que no se saludase de aquella manera. Así, pues, varias veces al día el antinazi tenía que escoger entre convertirse en un mártir, y al mismo tiempo poner a prueba el valor y las convicciones de la otra persona, o perder el respeto de sí mismo”.
Otro de los métodos utilizados por los peronistas r inspirado en los nazis, es la promoción de la delación, por lo que los antiperonistas debían hablar en voz baja ante la presencia de algún posible partidario del dictador. “En la mayoría de los casos el oponente del sistema no encontraba respiro ni siquiera en el seno de su propia familia. Eran muy raras las familias formadas en su totalidad por elementos no nazis. Los niños eran especialmente susceptibles al adoctrinamiento en la escuela, las juventudes hitlerianas, etc. los engatusaban para que espiasen a sus padres y los denunciaran a las autoridades. No fueron muchos los niños que así lo hicieron. Pero los niños cuyos padres eran antinazis se encontraban en un verdadero aprieto al tener que decidir entre la lealtad a sus padres y las obligaciones para con el Estado, el cual les había inculcado la idea de que tenían el deber de denunciar a las personas desleales. Estos conflictos de lealtades son un tormento para los niños y les mueven a odiar a quienes les han metido semejante dilema psicológico”.
El totalitarismo es la peor enfermedad de la sociedad por cuanto destruye todo vínculo existente entre sus integrantes, pasando a ser un conjunto de individuos aislados y temerosos de los demás.
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