Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, la opinión pública fustigaba tanto al nazismo como al fascismo, mientras que la aceptación del comunismo crecía en muchos círculos de intelectuales, ya que, erróneamente, se lo consideraba como un sistema opuesto a aquéllos, cuando en realidad se les asemejaba bastante.
Comienza la etapa de la “guerra fría”, consistente en una lucha ideológica entre los partidarios de la democracia contra los del comunismo (denominado indistintamente socialismo), bandos liderados por EEUU y la URSS, respectivamente. Ante las noticias de asesinatos en masa por parte de Stalin, surgen moralistas, como Albert Camus, que rechazan todo sistema político que utilice el terror como medio para gobernar. También aparecen los maquiavélicos, como Jean Paul Sartre, que adhieren y justifican la violencia política coincidiendo con el conocido lema de Maquiavelo: “El fin justifica los medios”, considerando legítimos los actos violentos siempre que sean justificados por una “buena” finalidad.
Para los moralistas, “son los medios los que definen los fines”, conduciendo los medios violentos a fines poco favorables al hombre. Esta actitud coincide esencialmente con la advertencia bíblica que indica: “Por sus frutos los conoceréis”. Los medios violentos son los “frutos” inmediatos de personalidades violentas, resultando improbable que tales medios puedan conducir a buenos fines.
Luego de algunos años de amistad entre Albert Camus y Jean Paul Sastre (a quienes se les otorga el Premio Nobel de Literatura, rechazado por el último) se produce la ruptura. Ello se debió, posiblemente, al rechazo por parte de Camus del estalinismo, y la adhesión de Sartre al considerar que el terror justificaba los elevados objetivos del socialismo. Si bien resulta arriesgado asegurar que el conflicto entre ambos escritores se debió a sus tendencias políticas, y no a otras causas, tal conflicto simboliza las posturas antagónicas entre los que abandonan el socialismo y los que persisten a pesar de sus acciones y resultados concretos.
Puede establecerse un paralelo entre el existencialista Sastre, que apoya a Stalin, con el existencialista Martin Heidegger, que apoya a Hitler. Envueltos en sus propios devaneos mentales, no fueron capaces de advertir lo evidente y lo elemental. Matthew Stewart escribió sobre el primero: “Su prolongado e incuestionado apoyo al estalinismo, posición que compartió con gran parte de la intelligentsia francesa de la posguerra, ha de ser considerado como otro episodio triste en la historia intelectual. Pues demuestra claramente, y quizá como un efecto cruel sobre las víctimas de aquellos tiempos, que incluso aquellos que aprecian el pensamiento libre y la responsabilidad individual pueden cegarse con sus propios prejuicios de grupo”.
En cuanto al segundo, Matthew escribe: “Heidegger llevó una mortecina y apagada vida, con una excepción: el episodio nazi. Cuando Hitler llegó al poder, el rector de la Universidad de Friburgo fue obligado a dimitir, y Heidegger lo reemplazó. Sus discursos y escritos hacían palmario que no sólo se felicitó por la llegada de los nazis al poder, sino que lo consideró como la culminación de su destino filosófico. Rápidamente puso su filosofía, completada con sus expresiones personales y su jerga sobre la autenticidad, al servicio del Reich”.
“Diez meses más tarde, una vez que había demostrado ser un administrador ineficiente, abandonó su cargo. Aunque su relación con el partido se deterioró, nunca dejó Alemania, y prosiguió afirmando en varias formas una creencia en la «grandeza intrínseca» del movimiento”. (De “La verdad sobre todo”-Taurus-Madrid 1998).
El maquiavelismo izquierdista perdura en la actualidad, ya que, a pesar de la mayor información disponible sobre lo sucedido en la URSS, China, Camboya, Cuba, etc., tales experiencias trágicas no alcanzan para debilitar en lo más mínimo la creencia en la utopía socialista. Aun siendo plenamente conscientes de las catástrofes producidas por el socialismo, consideran que es el camino necesario para construir un mundo mejor. Aldous Huxley escribió: “El principal resultado de la violencia es la necesidad de emplear mayor violencia. Tal es pues el planteamiento de los Soviets; está bien intencionado, pero emplea medios inicuos que están produciendo resultados totalmente distintos de los que se propusieron los primeros autores de la revolución” (De “El fin y los medios”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 2000).
Huxley, al considerar que los “primeros autores de la revolución” (Lenin, Trostki) estaban “bien intencionados”, ignoraba que la extrema violencia desarrollada por Stalin constituyó la continuidad de un proceso perverso iniciado por Lenin. Le faltó agregar que los nazis estaban también “bien intencionados”, por cuanto existe un paralelismo cercano entre ambos totalitarismos. Ello se debe a que tales regímenes colectivistas adoptan una escala de valores que prioriza al Estado, luego a la Nación y finalmente al individuo, cuya vida carece de valor por cuanto sólo cuentan los objetivos colectivos. Salvador de Madariaga escribió: “La exaltación de la nación por encima del individuo es un proceso psicológico peligroso que lleva a la tiranía y por ella a la muerte de la nación. El fascismo en todas sus formas lleva a la trituración de todos los valores humanos que deben sobrepasar a la nación y, por tanto, es incompatible con la libertad de pensamiento. Añádase que el fascismo, no contento con poner a la nación por encima del individuo, le pone también encima al Estado. Que no es lo mismo. En los Estados fascistas no quedan al poco tiempo más que la oligarquía gobernante, reducida a un cortísimo número de adictos, y la tribu o turba, uniformada y encadenada. La nación ha desaparecido al querer imponerse”.
“Porque la nación no es el Estado, sino el espíritu que al Estado anima. Y así como el Estado se nutre de cuerpos, la nación se nutre de espíritus. Pero el espíritu es libre. La Nación, pues, se justifica por los hombres, que no los hombres por la nación. Y por eso la solución del problema de las relaciones entre el individuo y la colectividad podría resumirse en la ecuación siguiente: Los ciudadanos sirven al Estado para que el Estado sirva a la nación, para que la nación sirva a los hombres que la constituyen. En último término está el hombre, única encarnación del verbo” (Del Prólogo de “Tercer frente” de Alicio Garcitoral-Editorial Claridad-Buenos Aires 1939).
Es común entre los intelectuales, y no tanto en el ciudadano común, tomarse en serio las promesas y los escritos de los ideólogos de la violencia, por cuanto, al igual que hace el estafador, enmascaran sus verdaderas intenciones con palabras dulces, pacíficas y conmovedoras. Aun así, Hitler mostraba sinceridad al enunciar sus macabros planes en una forma más o menos explícita, mientras que los marxistas-leninistas, pocas veces exteriorizan en palabras su odio a la sociedad y a la humanidad.
En cuanto al conflicto entre Camus y Sartre, Annie Cohen-Solal escribió: “Las divergencias ideológicas hubieran bastado para alimentar sus disensiones. En realidad, todo el debate giraba en torno al problema de las libertades en la URSS: el equipo de Les Temps Modernes [revista filosófica] había denunciado los campos de trabajo forzado, negándose al mismo tiempo a caer en un anticomunismo indiscriminado; si se aceptaban las críticas contra la opresión en Rusia, también había que hablar de los demás países, de América, por ejemplo: «que se denuncie en todas partes o en ninguna»”.
“En el abanico de las corrientes de pensamientos que coexistían en Les Temps Modernes, Sartre estaba de acuerdo con Merleau-Ponty en una necesidad casi instintiva de preservar todavía por algún tiempo la imagen de un país socialista diferente a todos los demás. Para Camus, la denuncia del estalinismo tenía que llegar sin reticencias hasta el fondo de sus crímenes, de la forma más radical. Sartre era partidario de la verdad, pero con ciertas circunstancias atenuantes. Camus, de la ecuación estalinismo es igual a fascismo. Sartre intentaba, de manera compleja y sofisticada, encontrar articulaciones entre moral y política. Camus pretendía conceptuar los mismos datos, pero de forma mucho más antagónica. Sartre buscaba por el lado del pragmatismo ético. Camus, por el más radical del rechazo de cualquier violencia, viniera de donde viniera y en nombre de lo que fuera”.
“Dos formas, pues, de considerar la ética en política, según niveles de comprehensión diferentes: Sartre buscará la comprehensión moral de la política, pero intentará también integrar en ella la dimensión de las decisiones estratégicas (a corto plazo-a largo plazo; estrategia internacional-estrategia nacional; oportunidad política-inoportunidad política, etc.); Camus, en cambio, se limitará siempre al plano de los principios y de la exigencia moral, negándose a poner sus principios al servicio de una polémica política. Una tentativa de articulación contra una conceptualización rigurosamente antagónica. Un intento de diálogo con lo concreto frente a una determinación en los principios éticos: un diálogo de sordos, pues, entre Sartre y Camus que, tras esas públicas discrepancias, se hundirá en el silencio hasta la muerte de Camus en 1960 [accidente automovilístico]” (De “Sartre”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1990).
En el año 1956 se producen dos sucesos que atentan contra la credibilidad de los líderes soviéticos y que provocan el alejamiento masivo de los comunistas europeos, incluido Sartre, mientras que los cínicos siguen fieles a pesar de todo. Tales acontecimientos son, en primer lugar, el reconocimiento de Nikita Kruschev de los crímenes cometidos en la era de Stalin y, en segundo lugar, la noticia del aplastamiento militar de la rebelión húngara por las tropas soviéticas. Alain Minc escribió al respecto: “Hasta 1956 no comienza la abjuración. Tal como funciona la intelligentsia comunista, con sus mecanismos destinados a transformar a los escépticos en ovejas negras y a los que dudan en renegados, el descalabro no puede llegar más que de La Meca, es decir, Moscú. Por ello el informe Kruschev tiene un efecto catártico. Cuando Le Monde publica el texto en forma de capítulos, la primera tentación de los epígonos es negar: aparecerá la sorprendente retahíla de expresiones como «el supuesto informe», «el informe atribuido a», mientras que los intelectuales oficiales están al tanto de la realidad y saben perfectamente que el texto se pronunció en reunión secreta ante el XX Congreso. Es difícil imaginar hoy la intensidad del impacto”.
“Proclamar los crímenes de Stalin en 1956 en un recinto comunista se parecería a la decisión de un concilio que, reunido en el Vaticano, negara la resurrección de Cristo. Aunque la maniobra fuera hábil a fin de permitir al nuevo equipo del Kremlin hacer tabla rasa de sus rivales relacionados con el pasado, tiene efectos devastadores sobre el clero en misión que representan los intelectuales comunistas en el seno de los países capitalistas”.
“Apenas superado el traumatismo, explota el caso húngaro. Con la desestalinización en marcha en Moscú, el deseo de autonomía no puede sino llegar a las puertas del imperio, donde moran naturalmente los más reacios al orden comunista” (De “Una historia política de los intelectuales”-Duomo Ediciones-Barcelona 2012).
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario