Por lo general, utilizamos las palabras “economía” y “economizar”, en un contexto hogareño, para significar un uso racional del dinero y así evitar la posibilidad del derroche o de los gastos superfluos. Cuando uno de los integrantes de un matrimonio gasta en exceso, debería ser controlado por su cónyuge ahorrativo; si ambos son gastadores podrán terminar en la pobreza, mientras que si ambos son ahorrativos, podrán alcanzar cierto nivel de riqueza. Para lograr esto último, los gastos nunca deben superar a los ingresos, evitando adquirir créditos para eludir así los gastos adicionales de la financiación.
En la macroeconomía encontramos situaciones similares, ya que las decisiones económicas son adoptadas por una especie de “matrimonio” existente entre economistas y políticos. Mientras que los economistas, que están identificados con su profesión, tienden a ser ahorrativos y a gastar sólo en lo esencial, los políticos son gastadores en exceso, especialmente por el hecho de que reparten “generosamente” el dinero ajeno y es el recaudado por el Estado mediante impuestos. También existen economistas derrochadores y políticos ahorrativos, aunque parecieran ser una minoría.
Cuando los gastos del Estado superan a los ingresos, se dice que existe un déficit fiscal, el cual se intenta corregir de dos maneras posibles: a) Reduciendo los gastos, b) Emitiendo dinero o pidiendo préstamos. La reducción de los gastos (el ajuste de los economistas) tiende a establecer una economía sana, que ha de poder crecer en el futuro. La emisión monetaria (que produce inflación), o la toma de préstamos, tienden a acentuar el déficit y el deterioro económico.
La inexistencia de déficit no resulta indicativa de una saludable economía, por cuanto no es lo mismo recaudar en impuestos el 20% del PBI y gastar ese 20% en el Estado, que recaudar el 50% del PBI y gastar ese 50% en el Estado. Si bien algunos países europeos, con poca población y poca corrupción, logran aceptables economías nacionales con niveles altos de recaudación y gastos, en países con moderada o alta corrupción esos gastos irán a parar mayoritariamente a los patrimonios particulares de políticos, sindicalistas y empresarios amigos, ya que el Estado brinda contraprestaciones de baja calidad y eficiencia. Ello llevará al deterioro económico en el mediano y el largo plazo (con corrupción moderada), y en el corto plazo cuando la corrupción es alta.
Una vez que el socialismo mostró su ineficacia, la mentalidad favorable al mismo no cambió en la forma esperada, por lo que persistió la actitud anticapitalista. De ahí que se mantuvo la preferencia por el Estado benefactor y la socialdemocracia. Mientras que el socialismo establecía la expropiación y nacionalización de los medios de producción, la socialdemocracia establece la expropiación parcial de las ganancias obtenidas por esos medios productivos. Este nuevo intento socializador del trabajo ajeno, tampoco ha dado buenos resultados debido esencialmente al desaliento de los productores y a la promoción de la vagancia en los receptores de lo ajeno. David A. Stockman escribió: “Para que el Estado pueda redistribuir la riqueza, antes la sociedad tiene que producirla. Si se debilitan demasiado los incentivos y el ánimo de la fracción más emprendedora de la ciudadanía, las carencias económicas resultantes harán imposible bajo toda circunstancia la justicia social”.
“Satisfacer la necesidad de incentivos y compensaciones del empresario es tan importante para la buena sociedad como satisfacer las demandas de justicia de los pobres. Lo uno no puede darse sin lo otro, que es en realidad su condición previa” (De “El triunfo de la política”-Ediciones Grijalbo SA-Barcelona 1987).
Algunos intentos, en los EEUU, por desarmar el creciente Estado de bienestar, no dieron los resultados esperados debido a que, siendo sencillo reducir los impuestos, no lo fue tanto la reducción de gastos excesivos, como los subsidios a distintos sectores de la economía y de la sociedad, tal como ocurrió bajo el gobierno de Ronald Reagan. La reducción de gastos en armamentos hubiese sido una mejor solución; sin embargo, en plena guerra fría no les pareció aconsejable un desarme unilateral parcial.
Al proponer los economistas de Reagan una reducción importante de los impuestos a los productores, y al no acompañarlos los políticos en el Congreso con una similar baja en los gastos, se produjo un déficit presupuestario importante, por lo que fue considerada tal gestión como un fracaso; es decir, un fracaso en cuanto a sus intenciones de sanear la economía, mientras que pocas veces se habla de “fracaso” cuando los socialdemócratas producen los deterioros económicos. “La Revolución de Reagan empezó en 1980, a comienzos de la campaña presidencial con un acuerdo: el congresista Jack Kemp, miembro de un pequeño grupo de ideólogos de la «economía de la oferta», aceptaba respaldar a Ronald Reagan para la nominación presidencial siempre y cuando éste se comprometiera con la revolucionaria agenda de reformas económicas de dicho grupo. Era un programa que propugnaba audaces recortes de impuestos y drásticas reducciones en el gasto público y los programas de la Administración, dejando intactos los gastos militares”.
“Sin embargo, pese a la fuerza del mandato concedido al presidente Reagan por el voto popular, ese programa tropezó con dificultades cada vez mayores. Incluso los miembros del Congreso favorables en principio a la reducción del gasto empezaron a desertar cuando las medidas propuestas chocaron con las enérgicas demandas de su propio electorado” (De “El triunfo de la política”).
David A. Stockman, uno de los economistas que asesoraron a Reagan, describe la situación de esa época: “Después del New Deal, la divisoria entre Estado y sociedad cayó como las murallas de Jericó. Los grupos de intereses usurparon su autoridad y los empleos del poder estatal ya no eran definidos por la Constitución, sino por cualesquiera reivindicaciones que los grupos organizados de intereses lograran imponer al sistema. El Congreso abandonaba su función legislativa y recurría a habilitaciones tipo decreto-ley: vastas y mal definidas delegaciones de autoridad a favor del presidente, de la burocracia y de los organismos encargados de desarrollar luego los reglamentos, a cuyo arbitrio quedaba, pues, la definición de cualesquiera políticas públicas que por cualesquiera razones se juzgase conveniente por parte de cualesquiera grupos del electorado. De este modo, la facultad de hacer la política era traspasada del Gobierno central a una plétora de mini-Gobiernos, formados por otros tantos «triángulos de hierro»: la burocracia, el cliente, y la correspondiente subcomisión del Congreso”.
“El Estado soberano degeneraba en bazar abierto, saqueados sus recursos fiscales y legales por los grupos organizados de intereses gracias al juego del caciquismo político, el regateo y el intercambio de favores. El Gobierno dejaba de ser responsable ante el pueblo, porque los instrumentos de gobierno estaban embargados para servir mejor a los intereses particulares de los gremios y cofradías de la era moderna: las cámaras de comercio, los sindicatos, las asociaciones profesionales y demás intereses organizados. En la época en que yo releía su libro [“El fin del liberalismo”], Theodore Lowi llamaba a este fenómeno «el liberalismo de los grupos de intereses», pero al cabo de pocos años acabó por llamarlo «la Segunda República»”.
“Ahí estaba, en efecto, la formulación conceptual que revelaba el verdadero fondo de las cosas. La fuerza del Derecho había sido reemplazada por el derecho de la fuerza. La política pública no era una empresa elevada, ni siquiera una causa ideológica, sino simplemente una ensalada de reivindicaciones parroquiales proferidas por intereses privados que desfilaban disfrazados de administradores públicos. La mayor parte del inmenso edificio de la Administración estadounidense estaba inválido, maloliente y ruinoso. Sus proyectos y sus iniciativas no respondían a principios superiores de un idealismo ampliamente entendido, ni siquiera a un humanitarismo sentimental, no. Eran, sencillamente, los desechos, las basuras de la flagrante promiscuidad política, el botín y el expolio del latrocinio organizado y perpetrado en los templos profanados de la República”.
Algunas estimaciones indican que, en los EEUU, de cada dólar destinado a la ayuda a los pobres, sólo les llegan 30 centavos, quedando el resto por el camino para beneficio de los burócratas que se encargan de la repartición. También resultó ineficaz la ayuda a los desocupados. William E. Simon escribió: “Otra importante suma del presupuesto federal dedicada a bienestar social…estaba dedicada al fondo de desempleados, es decir, a las personas capacitadas que temporalmente están sin trabajo, y que se supone reciben la subvención para poder sostenerse mientras se dedican a buscar una ocupación. El número a que llegaban estas personas, en 1976, era irregularmente alto debido a la recesión, pero había otros motivos dignos de señalarse. Este beneficio se ha transformado en la mina de oro de los desaprensivos, ya que un estudio realizado durante el peor momento de la recesión demostró que cerca de la mitad de las personas que habían quedado sin trabajo, no se empeñaban en conseguir otro sino que vivían del fondo de desempleo”.
“En ese año la CBS-TV presentó una sorprendente película documental en la que se mostraba cómo Florida estaba llena de gente feliz, perteneciente a la clase media, que empleaba sus asignaciones en concepto de fondo de desempleo para pasar agradables vacaciones, en un clima subtropical. En verdad, durante años, el desempleo se ha transformado en un modo de vida para un significativo número de personas que trabajan solamente el tiempo necesario para calificarse y recibir el pago del fondo de desempleo, una vez que quedan sin trabajo, y que repiten la maniobra una y otra vez” (De “La hora de la verdad”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1980).
La imperiosa necesidad de combatir la “desigualdad social” ha hecho que la mayor parte de los políticos busquen nuevas formas para repartir lo producido por otros, aunque nunca de lo propio. Por el contrario, pocos son los que tratan de economizar recursos para mejorar la situación económica de todos. Simon agrega: “El igualitarismo es el principal sistema de valores de nuestra «elite» urbana, y no es coincidencia el hecho de que igualitarismo y despotismo estén ligados entre sí. Históricamente siempre lo han estado. Hitler, Stalin y Mao ofrecieron a su pueblo una sociedad igualitaria para descubrir, algo tarde, que algunos siempre serían «más iguales que los otros». Aquel notable observador francés de las costumbres norteamericanas que vivió en el siglo pasado [se refiere al XIX], Alexis de Tocqueville, escribió en su obra «La democracia en América»: «La principal, o quizá la única, condición requerida para lograr la centralización del poder supremo en una comunidad democrática es amar la igualdad o creer que se la ama. Así, la ciencia del despotismo, que alguna vez fue tan complejo, ha sido simplificada y reducida a un solo principio»”.
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