Una buena parte de la opinión pública apoya la acción del Estado cuando promueve una “igualdad de oportunidades”, materializada especialmente en el ámbito educativo, cumpliendo con la finalidad de orientar y de instruir a todos los habitantes para permitirles desarrollar plenamente sus potencialidades individuales. Como en muchos casos esta posibilidad se desaprovecha, ya que se dilapida un enorme caudal de recursos, aparece también el apoyo del otro sector, esta vez para promover que el Estado brinde “otra oportunidad” a quienes desaprovecharon la primera, conocida como la “igualdad de resultados”.
Para simplificar, consideremos que a las escuelas asisten dos clases de alumnos; los buenos y los malos. Los primeros tratan de adaptarse a las reglas impuestas por la escuela tratando de aprender lo más posible. Logran así, al finalizar el ciclo educativo, un nivel intelectual adecuado para una plena inserción social y laboral. Los segundos, por el contrario, al priorizar la diversión y la vagancia, desaprovechan la oportunidad de aprender. Incluso, si el sistema lo permite, tratarán que los buenos alumnos tampoco aprovechen su etapa formativa.
Con el tiempo, los buenos alumnos pasarán a formar parte de la “burguesía”, por cuanto tendrán cierto éxito como profesionales, o como empresarios. Los segundos, los que no quisieron estudiar, formarán parte de la clase obrera, o bien de la clase ociosa que vive de los demás. Luego, la opinión pública tiende a exaltar las virtudes del obrero y a descalificar a la burguesía, o clase media. Supone que los resultados logrados por quienes fueron buenos alumnos se lograron a través de la “explotación laboral” de quienes no lo fueron.
En realidad, podrá decirse acertadamente que existen alumnos que no deberían ser incluidos en algunos de los grupos mencionados, por lo que se advierte que la descripción en base a “clases”, en lugar de individuos, resulta poco eficaz. Tampoco todo “buen alumno” logra un posterior éxito, ni todo “mal alumno” resulta ser poco eficaz laboralmente.
Quienes proponen la igualdad de oportunidades, por lo general consideran la existencia de individuos potencial e igualmente aptos, mientras que quienes proponen la igualdad de resultados tienden a pensar en base a la existencia de clases sociales. Raymond Boudon y Françoise Bourricaud escribieron: “En la medida en que el ideal meritocrático exaltado por la tradición positivista hoy se encuentra desacreditado por todos aquellos que lo ven sólo como una ideología que permite ocultar las desigualdades y los mecanismos de producción, los criterios de la igualdad han cambiado. En la tradición positivista la igualdad se entiende como igualdad de oportunidades o, con más precisión, como ausencia de privilegios y de desventajas; las condiciones de partida ofrecidas a los competidores deben ser iguales. Así, esta forma de igualitarismo acomete ante todo contra las diferentes modalidades de la herencia, no sólo patrimonial, sino también contra las diversas ventajas que los privilegiados encuentran desde en la cuna. Hoy día se reivindica no sólo la igualdad en el punto de partida, sino también la igualdad de los resultados. Ya no es escandaloso tan sólo el privilegio del nacimiento; la misma existencia de una diferencia entre los resultados alcanzados por los diversos competidores es tenida por sospechosa. Verdad es que esta diferencia, aunque en parte dependa de condiciones difíciles de controlar por las autoridades políticas, puede ser considerada tolerable por los partidarios de la ideología utilitaria si contribuye, mediante una juiciosa redistribución, a mejorar la condición de los más desfavorecidos” (De “Diccionario crítico de Sociología”-Edicial SA-Buenos Aires 1993).
La igualdad de resultados, en definitiva, consiste en la expropiación parcial de las ganancias del sector productivo para ser redistribuidas en el resto de la sociedad buscando cierta igualdad económica que no tiene en cuenta los méritos de los distintos integrantes de la sociedad. Puede decirse que muchos de los que desaprovechaban sus estudios, y que incluso se oponían a que otros lo hicieran, una vez que llegan a adultos, protestan por la desigualdad social, o económica, y claman al sector político que reparta lo que producen los más eficaces para verse librados de la envidia que padecen por culpa propia.
La igualdad de oportunidades se basa en el mérito de quien aprovecha lo que se le enseña y luego lo convierte en bienes y servicios para intercambiar con los demás. Sin embargo, ha crecido en la población la idea de su reemplazo por la igualdad de resultados, en cuyo caso el receptor es un individuo que carece de la predisposición a aprender, por lo que poco o nada produce, sino que resulta ser un parásito que pretende vivir a costa de los demás.
A los políticos populistas les atrae esta situación ya que ello les permitirá lograr una gran cantidad de votos y adeptos, que serán luego “gratificados” desde el Estado con un puesto de trabajo estatal en donde la principal tarea será la de cumplir algún horario. Incluso a este despojo que sufre el sector productivo se lo calificará como “justicia social”.
La existencia de una pobreza creciente en la sociedad, no se debe, como generalmente se cree, a quienes trabajan y producen, sino a quienes no trabajan ni producen, y solamente consumen lo que les reparte el Estado. A nivel de los países ocurre otro tanto, ya que siempre se culpa a los países desarrollados por el atraso de los subdesarrollados, lo que puede ser cierto en algunos casos. Albert Dondeyne escribió: “Las desigualdades económicas arrastran desigualdades sociales no menos pavorosas: no es posible negar que, en la actual estructura de la economía mundial, la pobreza de unos, la de las grandes masas, hace la riqueza de los otros, es decir, de la minoría. Si en Europa vivimos bien, se debe en parte porque el próximo Oriente, que nos proporciona el petróleo, cuenta entre los países pobres y subdesarrollados. Una rápida ojeada al mapa de África bastaría para multiplicar los ejemplos” (De “La fe y el mundo en diálogo”-Editorial Estela SA-Barcelona 1965).
Esta postura coincide bastante con el pensamiento del líder chavista Nicolás Maduro quien pretende que gran parte de los venezolanos viva a costa del petróleo nacional aunque sin la obligatoriedad de trabajar. Luego, las culpas por la pobreza y por otros males recaerán sobre las pocas empresas que todavía no han sido expropiadas por el gobierno socialista. Como ejemplo de la campaña destructiva del chavismo puede mencionarse el caso de la empresa petrolera nacional (PDVESA), de gran desempeño internacional en épocas anteriores, cuando era dirigida y funcionaba por medio del trabajo de la “burguesía”. Luego de expulsar a unos 20.000 “burgueses”, partidarios seguramente de la “igualdad de oportunidades” y del mérito propio, fueron reemplazados por 60.000 venezolanos partidarios del gobierno y de la “igualdad de resultados”, manifestándose claramente las diferencias entre ambas posturas al compararse los desempeños anteriores de la empresa y el actual estado de retroceso y caída de la producción.
Mientras que, en el pasado, la humanidad progresaba teniendo presente lo que mejor funcionaba, que pasaba a ser parte de la tradición, aunque muchas veces esa misma tradición se oponía a cambios que podían ser beneficiosos para todos, en la actualidad no siempre se sigue el eficaz método de prueba y error, sino que se trata de imponer una ideología política ya sea que sus resultados sean eficaces, o no. En este caso, para compatibilizar la mala teoría con los resultados, en lugar de modificarla o desecharla, se tratará de cambiar la realidad mediante una buena dosis de mentiras.
La meritocracia tiende en la actualidad a ser reemplazada por el argumento de las necesidades. Mientras que antes se aceptaba que era justo que alguien tuviese un buen nivel económico luego de haber actuado laboralmente mostrando los méritos respectivos (trabajo intenso, dedicación, eficacia, etc.), en la actualidad se ubica en primer lugar las “necesidades” del individuo (trabaje o no) y de su familia. Al cambiarse las prioridades, no se tiene en cuenta que la meritocracia permite establecer un sustento económico adecuado para una posible ayuda social, mientras que el objetivo de las “necesidades” igualitarias tiende a alejar de la sociedad el sustento económico adecuado para cualquier ayuda posible. “A medida que se afirma una concepción más estrictamente naturalista de la condición humana y de la vida en sociedad, la exigencia de igualdad se define en relación con tres referencias: la de los méritos, la de las necesidades y la de las solidaridades” (Del “Diccionario crítico de Sociología”).
Se afirma que la producción debe estar motivada, no por afanes de lucro, sino pensando en una finalidad social. Así, cada productor debe sentirse feliz de poder dar trabajo a muchas personas y satisfacer las necesidades de muchos. Sin embargo, cuando el Estado confisca gran parte de sus utilidades y las redistribuye en la sociedad, no sólo priva al productor de una posibilidad material de ayuda, sino también de la posibilidad de una satisfacción personal, de ahí que optará por achicarse, productivamente hablando. Por otra parte, el negligente y el irresponsable se sentirán gratificados al recibir parte de lo expropiado, por lo cual tampoco trabajarán más, ni por afanes de lucro y ni siquiera para compensar lo que consumen y mucho menos para ofrecerlo a los demás.
La solución a estos conflictos ya fue establecida en épocas pasadas, si bien tal solución ha sido desechada y subestimada aun por los propios “seguidores” de Cristo. Ella consiste en cumplir con el mandamiento del “amor al prójimo” que sugiere compartir las penas y las alegrías ajenas como propias. No existe ninguna forma de igualdad sustentable que deje de cumplir con este principio de igualdad natural. Si no intentamos compartir, mediante la empatía, los estados de ánimo de los demás, aun la meritocracia puede resultar inefectiva por cuanto puede decaer en un simple egoísmo.
La igualdad de resultados parece justificarse con el lema socialista: “De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades”. Ello implica que el buen alumno, que luego se convertirá en el burgués, debe trabajar “según su capacidad”, mientras que el mal alumno, que podrá convertirse en alguien poco productivo, deberá recibir “según sus necesidades” (y las de su familia). El desaliento a la producción y el estímulo a la vagancia, constituyen las evidentes y necesarias fallas de toda forma de socialismo, aunque quienes lo usan como forma de agredir a la sociedad y para lograr niveles de poder poco conocidos, tratan de divulgarlo entre el hombre-masa para recibir su apoyo y compartir su complicidad.
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