Por lo general, existe divergencia de opiniones respecto a lo que denominamos “comportamiento normal” de una persona en cuanto a su relación con los demás miembros de la sociedad. En este caso, debería considerarse normal, no lo que ocurre con mayor frecuencia, o lo que predomina en una sociedad, sino lo que resulta deseable y accesible, proveniente de cierta salud psíquica. Por lo tanto, anormal será toda desviación de ese comportamiento ideal.
Puede decirse que la persona normal, psíquicamente hablando, es la que mantiene un trato igualitario con el resto de las personas. Y ello se debe principalmente a que se siente un “ciudadano del mundo” antes que sentirse parte integrante de algún subgrupo de la humanidad. Esta postura hace que se sienta interesado en los demás casi tanto como en su propia persona, tratando de compartir las penas y alegrías ajenas como propias. Es alguien que en el trato cotidiano eleva a los demás haciéndolos sentir cómodos ante su presencia.
La persona anormal, por lo tanto, será la que se siente inferior o superior a los demás, por lo cual su comportamiento social deja de tener tal carácter igualitario. Por lo general, tratará de disminuir su inferioridad o a acrecentar su superioridad sintiéndose parte de algún subgrupo de la humanidad, ya sea de origen étnico, nacional, religioso, cultural, etc., es decir, no se sentirá un “ciudadano del mundo”. Incluso a la inferioridad mencionada la tratará de compensar mediante el correspondiente complejo de superioridad, por lo cual a veces se hace indistinguible una anormalidad de la otra.
Para las tendencias totalitarias, partidarias del colectivismo, el principal defecto de todo hombre es el individualismo, asociado generalmente al egoísmo. Por el contrario, el individualista es el que no se identifica totalmente con ningún grupo, sino que lo hace con la humanidad toda. Mediante algunos ejemplos se podrá tener mayor claridad al respecto:
a- Normales: Nelson Mandela, Mahatma Gandhi, etc.
b- Anormales: tiranos, populistas, etc.
Podrá decirse, seguramente, que Mandela y Gandhi, no fueron personales normales, sino excepcionales. Como se dijo antes, estamos hablando de normalidad psíquica, como algo deseable o algo óptimo, en lugar de hablar de “normalidad” como sinónimo de frecuente o cotidiano. Justamente, en épocas de crisis moral y de conflictos severos, como las que vivieron tanto Mandela como Gandhi, se requirió de la eficaz acción de personas psíquicamente normales para evitar tragedias que habrían de ocasionar las personas anormales psíquicamente, es decir, considerando a toda falla moral como un efecto proveniente de cierta inferioridad o superioridad, alejadas ambas de la actitud igualitaria deseable.
Recordemos que Sudáfrica estuvo escindida bajo el apartheid, proceso por el cual una minoría blanca, los afrikaners (descendientes de holandeses), al atribuirse una superioridad racial y cultural, relegó a la población nativa a una posición social inferior. Las tensiones sociales estaban orientadas a una guerra civil, situación que requería de la imperiosa presencia de una persona “normal” (psíquicamente hablando) aunque excepcional por su rareza, ya que tuvo que tener la capacidad necesaria para convencer a ambos bandos de que debía imperar una postura igualitaria que trascendiera a los grupos en conflicto.
Mientras los nativos practicaban el fútbol, los afrikaners practicaban el rugby. Como forma de protesta por la situación de desigualdad, los nativos promovieron en el exterior un boicot contra el seleccionado de rugby sudafricano. Sin embargo, luego de la designación de Sudáfrica como sede del Campeonato Mundial de Rugby de 1995, Mandela tuvo la habilidad de convencer a los grupos en discordia para que el seleccionado nacional dejara de ser un símbolo de desunión para ser finalmente un vínculo de unión de todos los sudafricanos. La unidad de los grupos en conflicto requería no sólo de leyes adecuadas, sino también de sentimientos favorables para transformar la discordia en concordia. John Carlin escribió: “Le conté a Mandela que, en mi trabajo periodístico, había conocido a mucha gente que luchaba para lograr la paz en Oriente Próximo, Latinoamérica, África, Asia; para esas personas, Sudáfrica era un ideal al que todos aspiraban. En la industria de la «resolución de conflictos» que floreció tras el final de la guerra fría, cuando empezaron a estallar conflictos locales en todo el mundo, el manual a seguir para alcanzar la paz por medios políticos eran la «revolución negociada» de Sudáfrica, como alguien la llamó alguna vez”.
“Ningún otro país había hecho la transición de la tiranía a la democracia mejor ni con más compasión. Reconocí que ya se había escrito mucho sobre los mecanismos internos del «milagro sudafricano». Pero lo que faltaba, en mi opinión, era un libro sobre el factor humano, sobre lo milagroso del milagro. Lo que yo tenía en mente era una historia desinhibidoramente positiva que mostrase los mejores aspectos del animal humano; un libro con un héroe de carne y hueso; un libro sobre un país cuya mayoría negra debería haber exigido a gritos la venganza y, sin embargo, siguiendo el ejemplo de Mandela, dio al mundo una lección de inteligencia y capacidad de perdonar” (De “El factor humano”-Grupo Editorial Planeta SAIC-Buenos Aires 2011).
Mandela tenía la capacidad de hacer surgir lo mejor de cada persona haciéndolo predominar sobre lo malo que pudiese tener. Pudo así convencer a los bandos en conflicto que la paz era posible. Pudo mostrar a todos su capacidad de perdonar al no guardar rencor ni deseos de venganza a pesar de los 27 años de cárcel que debió soportar por ser un líder opositor al apartheid. John Carlin agrega: “Otras dos cosas me impresionaron cuando empecé a revisar todo el material que había acumulado. En primer lugar, el genio político de Mandela. La política, reducida a sus elementos esenciales, es persuasión, ganarse a la gente. Todos los políticos son seductores profesionales. Viven de cortejar a la gente. Y, si son listos y hacen bien su trabajo, si tienen talento para conectar bien con el pueblo, prosperan. Lincoln era así, y Roosevelt, y Churchill, y De Gaulle, y Kennedy, y Martin Luther King, y Reagan, y Clinton y Blair. También lo era Arafat. E incluso Hitler. Todos ellos se ganaron a su gente para la causa que defendían. En lo que les superó Mandela –el anti-Hitler- fue en el alcance de su ambición. Después de ganarse a su propia gente –ya suficiente proeza, porque era gente muy diversa, formada por todo tipo de creencias, colores y tribus-, se propuso ganarse al enemigo. Cómo lo hizo, cómo consiguió ganarse a personas que habían aplaudido su encarcelamiento, que habían querido verle muerto, que habían planeado declararle la guerra, es de lo que trata principalmente este libro”.
Puede sinterizarse la acción de Mandela en la idea de que debe “combatirse al pecado, y no al pecador”, adoptando una postura optimista respecto de la naturaleza humana. Esto contrasta con la acción de los políticos populistas y totalitarios que, necesariamente, basan su labor en la previa existencia de grupos antagónicos, asociando todos los pecados al grupo “enemigo”. Y si no existen divisiones importantes en una sociedad, entonces la crean promoviendo discordia entre grupos a través de un intenso trabajo de descalificación y de difamación. La Argentina sería un país muy distinto si en lugar de haber tenido promotores de odio y divisiones, como Perón y los Kirchner, hubiese tenido a líderes psíquicamente normales.
Las personas que se sienten inferiores o superiores son aquellas que poseen egoísmo suficiente como para no aceptar que otros puedan superarlas aun en cuestiones insignificantes. Y si llegan al poder, se rodean de personas notablemente inferiores por cuanto no soportan ser superados por nadie. Hace unos 2.400 años que Aristóteles describió la mentalidad de los líderes populistas y totalitarios, aunque países enteros deban todavía debatirse a favor y en contra de tales personajes. Al respecto escribió: “Ya hemos indicado algunos de los medios que la tiranía emplea para conservar su poder hasta donde sea posible. Reprimir toda superioridad que en torno suyo se levante; deshacerse de los hombres de corazón; prohibir las comidas en común y las asociaciones; ahogar la instrucción y todo lo que pueda aumentar la cultura; es decir, impedir todo lo que hace que se tenga valor y confianza en sí mismo; poner obstáculos a los pasatiempos y a todas las reuniones que proporcionan distracción al público, y hacer lo posible para que los súbditos permanezcan sin conocerse los unos con los otros, porque las relaciones entre los individuos dan lugar a que nazca entre ellos una mutua confianza”.
“Además, saber los menores movimientos de los ciudadanos, y obligarlos en cierta manera a que no salgan de las puertas de la ciudad, para estar siempre al corriente de lo que hacen, y acostumbrarles, mediante esta continua esclavitud, a la bajeza y a la pusilanimidad: tales son los medios puestos en práctica entre los persas y entre los bárbaros, medios tiránicos que tienden todos al mismo fin. Pero he aquí otros: saber todo lo que dicen y todo lo que hacen los súbditos; tener espías semejantes a las mujeres que en Siracusa se llaman delatoras…”.
“Sembrar la discordia y la calumnia entre los ciudadanos; poner en pugna unos amigos contra otros, e irritar al pueblo contra las clases altas, que se procura tener desunidas. A todos estos medios se une otro procedimiento de la tiranía, que es empobrecer a los súbditos, para que por una parte no le cueste nada sostener su guardia, y por otra, ocupados aquéllos en procurarse los medios diarios de subsistencia, no tengan tiempo para conspirar”.
“También el tirano hace la guerra para tener en actividad a sus súbditos e imponerles la necesidad perpetua de un jefe militar. Así como el reinado se conserva apoyándose en los amigos, la tiranía no se sostiene sino desconfiando perpetuamente de ellos, porque sabe muy bien que si todos los súbditos quieren derrocar al tirano, sus amigos son los que, sobre todo, están en posición de hacerlo”.
“El tirano nada tiene que temer de los esclavos y de las mujeres; y los esclavos, con tal que se los deje vivir a su gusto, son muy partidarios de la tiranía y de la demagogia. El pueblo también hace a veces de monarca; y por esto el adulador merece una alta estima, lo mismo de la multitud que del tirano. Al lado del pueblo se encuentra el demagogo, que es para él un verdadero adulador; al lado del tirano se encuentran viles cortesanos que no hacen otra cosa que adular perpetuamente. Y así, la tiranía sólo quiere a los malvados, precisamente porque gusta de la adulación, y no hay corazón libre que se preste a esta bajeza. El hombre de bien sabe amar, pero no adula”. “El tirano aborrece estas nobles naturalezas, que considera atentatorias contra su poder” (De “La Política”-Editorial Espasa-Calpe SA-Madrid 1985).
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