En la Edad Media, el hombre tenía del mundo una visión bastante distinta de la que tenemos hoy. El hombre medieval suponía ocupar un lugar preferencial en el Universo. Ello se debía a que, por ser el hombre una creación de Dios, y porque el mismísimo Dios se había hecho hombre, no podía ocupar otro lugar que no fuera el centro del Universo. Morris Berman escribió: “La visión del mundo que predominó en Occidente hasta la víspera de la Revolución Científica fue la de un mundo encantado. Las rocas, los árboles, los ríos y las nubes eran contemplados como algo maravilloso y con vida, y los seres humanos se sentían a sus anchas en este ambiente. En breve, el cosmos era un lugar de pertenencia, de correspondencia. Un miembro de este cosmos participaba directamente en su drama, no era un observador alienado. Su destino personal estaba ligado al cosmos y es esta relación la que daba significado a su vida” (De “El reencantamiento del mundo”–Cuatro Vientos Editorial-Buenos Aires 1990).
El primer ataque que recibe la antigua imagen del mundo proviene de Copérnico, quien propone al Sol como centro del Universo conocido. Pronto aparecen las protestas de quienes se aferran a la antigua visión. Incluso argumentan que la Biblia afirma que “Josué ordenó al Sol que se detenga….”; lo que implica que es el Sol el que se mueve y no la Tierra. Nicolás Copérnico escribió: “Al pensar yo conmigo mismo, cuán absurdo estimarían esta cantinela aquellos que, por el juicio de muchos siglos, conocieran la opinión confirmada de que la Tierra inmóvil está colocada en medio del cielo como su centro, si yo, por el contrario, asegurara que la Tierra se mueve; entonces largo tiempo dudé en mi interior, si dar a la luz mis comentarios escritos sobre la demostración de ese movimiento o si, por el contrario, sería suficiente seguir el ejemplo de los pitagóricos y de algunos otros, que no por escrito, sino oralmente, solían transmitir los misterios de su filosofía únicamente a amigos y próximos…” (Del Prefacio de “Sobre las revoluciones”-Ediciones Altaya SA-Barcelona 1994).
Comienza una época de conflictos entre los partidarios de Copérnico y sus opositores. Incluso Giordano Bruno termina sus días en la hoguera y Galileo Galilei debe abjurar de su postura. El propio Galileo ofrece el telescopio a sus adversarios para que puedan observar algunas pruebas que favorecen al modelo copernicano. La negativa de éstos no se debió sólo al temor de tener que abandonar la antigua visión del mundo, sino a sentirse desplazados del lugar privilegiado que los aristotélicos ostentaban en el campo del conocimiento. El que se somete intelectualmente, no busca la verdad, sino que trata de estar en la cima del mundo intelectual y del conocimiento. Por ello defiende con inusitada obcecación la veracidad absoluta del libro que mejor conoce, ya se trate de la Biblia, de las obras de Aristóteles o de quien sea.
Los argumentos bíblicos se suman a la visión de los aristotélicos. Juan García Font escribió: “Por encima del mundo terrestre, formado pos substancias alterables, existe una mejor realidad: la sustancia celeste. Aristóteles no es aquí del todo original. Sigue al platónico Eudoxo y a un tal Calipo. Nuestro filósofo considera que el universo es una esfera eterna, pero limitada. Justo en el centro, se halla la Tierra; en torno gira una serie de esferas concéntricas de una materia muy sutil, éter, quinta sustancia o elemento, que más adelante se denominó «quintaesencia». Los planetas, entre los que se incluían el Sol y la Luna, ocupan su lugar en las esferas. La más distante es el Primer Cielo donde se hallan las estrellas fijas. Un Motor inmóvil, Acto puro, en «contacto» muy especial con la más lejana esfera, mueve toda realidad. El movimiento de la esfera remota es circular y perfecto, pero ya no ocurre así con los astros próximos a la Tierra…” (De “Historia de la Ciencia”-Ediciones Danae SA-Barcelona 1974).
Galileo observa con su telescopio que las sombras sobre la superficie lunar siguen las mismas leyes que en la Tierra, lo que constituye un indicio de que el mundo estelar no es demasiado distinto al terrestre. Luego se conocerá como “principio de Galileo” al que afirma la universalidad de las leyes de la naturaleza. Abdus Salam escribió: “Al-Biruni, que yo sepa, fue el primer físico que declaró explícitamente que los fenómenos físicos producidos en el Sol, la Tierra y la Luna obedecen las mismas leyes”. “Este era uno de los «argumentos» que ocupó los espíritus de los hombres de la Edad Media. Evidentemente no podría haber una ciencia universal si las leyes básicas dependieran del lugar en que estuviéramos situados en el universo o del momento en que hiciéramos los experimentos”.
“Esta idea engañosamente simple constituye la base de toda la ciencia tal como la conocemos. Lo mismo formuló y demostró independientemente Galileo seiscientos años después. Galileo empleó su telescopio (importado de Holanda) para observar las sombras proyectadas por los montes de la Luna. Al correlacionar la dirección de las sombras con la dirección de la luz solar, Galileo pudo afirmar que las leyes que producen la sombra eran las mismas en la Luna que en la Tierra. Esta fue la primera demostración del principio fundamental –conocido ahora como la «simetría de Galileo»- que afirmaba la universalidad de las leyes de la física” (De “La unificación de las fuerzas fundamentales”-Editorial Gedisa SA-Barcelona 1991).
Luego Johannes Kepler encuentra que los planetas describen trayectorias elípticas, y no circulares, como se suponía desde la época de los griegos. Finalmente Isaac Newton fundamenta la nueva visión del mundo que emerge con la aparición de la era científica estableciendo las leyes de la mecánica y de la gravitación universal. Johannes Kepler escribió: “Aunque es piadoso considerar desde el mismo comienzo de esta discusión sobre la Naturaleza si se ha dicho algo contrario a las Sagradas Escrituras, considero inoportuno, no obstante, suscitar aquí esta discusión antes de que se me exija. Prometo en términos generales que no diré nada que ofenda a las Sagradas Escrituras, y si Copérnico junto conmigo apareciese convicto de algo, sea esto tenido por no dicho. Y siempre ha sido ésta mi intención desde que empecé a tener conocimiento de los libros “Sobre las Revoluciones” de Copérnico” (De “El secreto del universo”-Ediciones Altaya SA-Barcelona 1994).
En el siglo XIX otro hecho golpea la creencia del hombre de la época. Charles Darwin propone la teoría de la evolución por selección natural. Con ella se hace comprensible la realidad del proceso evolutivo y un alejamiento de las interpretaciones textuales de la Biblia. El hombre no apareció como una creación directa de Dios, sino a través de una creación indirecta, implícita en los intrincados procesos de la materia y la vida. La imagen de un Dios todopoderoso capaz de crear al mundo mediante acciones mágicas, fue dando lugar a un Dios “todointeligente” capaz de vislumbrar todo lo existente, incluido al hombre, bajo una especie de “deducción lógica” a partir de las leyes de las partículas fundamentales, en las cuales existiría potencialmente todo lo demás y que aparecerá bajo la presión de las probabilidades y de un tiempo muy extenso. Thomas H. Huxley escribió: “La más antigua de todas las filosofías, la de la evolución, estuvo maniatada de manos y pies y relegada a la oscuridad más absoluta durante el milenio de escolasticismo teológico. Pero Darwin infundió nueva savia vital en la antigua estructura; las ataduras saltaron, y el pensamiento revivificado de la antigua Grecia ha demostrado ser una expresión más adecuada del orden universal de las cosas que cualquiera de los esquemas aceptados por la credulidad y bien recibidos por la superstición de setenta generaciones posteriores de hombres” (Citado en “Cosmos” de Carl Sagan-Editorial Planeta SA-Barcelona 1980).
Paulatinamente se vio la necesidad de tomar como referencia a la naturaleza, la obra de Dios, para interpretar adecuadamente las simbologías bíblicas. De lo contrario, tomando como realidad a las propias simbologías, se llega a una visión totalmente distorsionada de la realidad.
Pero el desencantamiento del mundo no termina ahí. En el siglo XX, cuando Edwin Hubble y otros astrónomos descubren la expansión de las galaxias, se llega a la conclusión de que existen unas cien mil millones de estrellas por galaxia, y que existen unas cien mil millones de galaxias en el Universo. La pequeñez del hombre, la Tierra, e incluso de todo el sistema planetario solar, es asombrosa. Eduardo Battaner López escribió: “En su libro «The Realm of the Nebulae» (1936) él [Edwin Hubble] nos lo resumió, explicándonos cuáles fueron sus cuatro grandes aportes a la astronomía: a- La clasificación galáctica, b- La demostración de que existían los llamados «universos islas», o bien galaxias muy distantes de nuestra propia Vía Láctea, aumentando extraordinariamente nuestra percepción de las verdaderas dimensiones del universo, c- La llamada «ley de Hubble». Las galaxias se alejan más de prisa cuanto más lejos están y d- La homogeneidad del universo” (De “Hubble. La expansión del universo”-RBA Coleccionables-Buenos Aires 2015).
Morris Berman escribe: “Durante más del noventa y nueve por ciento del transcurso de la historia humana, el mundo estuvo encantado y el hombre se veía a sí mismo como parte integral de él. El completo reverso de esta percepción en meros cuatrocientos años, o algo así, ha destruido la continuidad de la experiencia humana y la integridad de la psiquis humana. Al mismo tiempo, casi ha conseguido arruinar por completo el planeta. La única esperanza, al menos así me parece a mí, yace en el reencantamiento del mundo”.
En la actualidad es posible encontrar una visión del hombre que nos ubica en una posición preferencial. No se debe precisamente a nuestras dimensiones espaciales, sino a que nos podemos sentir como la meta final aparente del proceso evolutivo. Todo parece indicar que existe una tendencia a la aparición de mayores niveles de complejidad y de conciencia. Somos el objetivo final de una secuencia que va desde las partículas fundamentales, átomos, moléculas, células, organismos, hasta llegar a la vida inteligente. Incluso nuestra propia adaptación cultural y su éxito posterior dependen enteramente de nosotros mismos.
Así como la grandeza de Dios no radica tanto en su poder de decisión, como supone la religión revelada, sino en su inteligencia previsora, como supone la religión natural, la grandeza del hombre no radica en nuestras dimensiones ni en el lugar ocupado en el Universo, que incluso carece de un centro definido, sino que depende de nuestra inteligencia, es decir, de nuestra capacidad para procesar información. Blaise Pascal escribió: “No debo buscar mi dignidad en el espacio, sino en mi pensamiento”. “Si fuera por el espacio, el universo me rodearía y me tragaría como a un átomo; pero por el pensamiento, yo lo comprendo” (Citado en “Cosmos”).
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