Al promoverse la eliminación de la propiedad privada de los medios de producción, el Estado socialista tiende a concentrar el poder económico en pocas manos, además del poder político, militar e ideológico. Por ello, todo liderazgo socialista requiere el ejercicio de alguien que manifieste cierta superioridad y excepcionalidad respecto de los demás, De ahí que el líder socialista debe sentirse superior y hacer que los demás así lo crean. Por el contrario, en las naciones democráticas, el poder económico está repartido entre gran cantidad de propietarios, mientras que el poder político está dividido en tres poderes independientes, por lo que no se requiere una excesiva superioridad ni tampoco excepcionalidad alguna para el cargo presidencial.
Uno de los líderes más admirado por socialistas y socialdemócratas, es el cubano Fidel Castro, quien conquista el poder por las armas y lo mantiene desde 1959. Recibe el apoyo de los sectores democráticos por cuanto promete derrocar al dictador Fulgencio Batista, mientras que luego traiciona a la mayoría de quienes lo secundan porque su intención secreta era la de establecer el comunismo. Cuando se dan cuenta del engaño, ya es demasiado tarde. Carlos Alberto Montaner escribió: “No hay ninguna figura política viva que despierte la curiosidad antropológica que provoca Fidel Castro”. “A veces ha tenido la paciencia de sentarse a la puerta de su tienda a ver pasar los cadáveres de sus enemigos. Otras, se ha apresurado a ordenar sus ejecuciones. Cualquier medida es aceptable si de lo que se trata es de mantenerse en el poder”.
“Su infinita facundia es legendaria. Especialmente cuando hay más de tres personas reunidas siente el incontenible deseo de demostrar su inmensa sabiduría. Esa urgencia enfermiza se multiplica exponencialmente con relación al volumen del auditorio. A más gente, discursos más largos y laberínticos. Si la tribuna es alta y la plaza grande, se le exacerba la locuacidad. Se desata. Llega a la fase crítica de la incontinencia oral. Entonces habla incesantemente. Pronuncia «charlas» de ocho horas, sin la menor concesión a su vejiga o a las de sus desesperados oyentes. Éste no es un dato ocioso: refleja lo poco que le importa el resto de la humanidad y la inmensa valoración que hace de sí mismo. Habla, además, de todo. De la caña de azúcar, de la cría de ganado, del neoliberalismo, del inminente colapso del mundo capitalista, de los ciclones y de cuanto tema científico, económico, ético o deportivo se le ocurre. Es un presidente repleto de esdrújulas: enciclopédico, oceánico, pedagógico, y su tono suele ser, además, apocalíptico. Quien no lo ha escuchado no se imagina el poder devastador que puede alcanzar la palabra. Un poder, a veces, de vida o muerte”.
“Esos largos discursos tienen, además, una trascendental función litúrgica: ahí, en ese torrente de palabras desordenadas se define lo que es verdad o mentira: ahí, en medio de expresiones coloquiales, de burlas y de cóleras, de explicaciones complejas y de simplificaciones tontas, se dibujan los contornos de la realidad, se seleccionan los enemigos del pueblo, los amigos, lo que se debe creer y lo que se debe rechazar. La palabra de Castro es el libro sagrado del pueblo, la biblia revolucionaria que sirve de marco teórico para poder establecer juicios de valor o para amparar o condenar determinadas conductas. Es la referencia dogmática que permite precisar si un pensamiento o una opinión tienen contenido revolucionario o lo contrario. Si Fidel lo afirmó, es correcto; si lo desaprobó, hay que rechazarlo. Es el conocido mecanismo de la filosofía escolástica: en el terreno religioso las cosas son ciertas o falsas de acuerdo con la opinión de las autoridades. Ése es el carácter infalible que poseen las verdades reveladas. En Cuba, Fidel es la única autoridad moral e intelectual. La lealtad al Jefe, además, se demuestra en la fidelidad de los gramófonos. Y en la repetición mecánica, en la mímica exacta, radica precisamente el talento de sus acólitos y una de las mayores gratificaciones emocionales que obtienen los caudillos: la creación de sociedades corales” (De “Viaje al corazón de Cuba”-Plaza & Janés Editores SA-Barcelona 1999).
Los seguidores de Castro, en los diversos países, combaten sin embargo al “pensamiento único” asociado al liberalismo y a la “concentración de poder” en el sistema capitalista. Es posible encontrar mayor coherencia lógica y decencia en un hospital psiquiátrico o en una cárcel, respectivamente, que en los ámbitos “intelectuales” de izquierda. La Venezuela de Nicolás Maduro y la Argentina kirchnerista siguen el ejemplo de liderazgo cubano con una decadencia que a nadie debería extrañar.
Montaner agrega: “Castro tiene la cabeza llena de números. Es un anuario parlante que acumula datos e informaciones insustanciales, con las que luego ratifica sus conclusiones previas. Porque ésa es otra: jamás está dispuesto a cambiar de opinión o a revocar decisiones. Que se equivoquen ellos, los demás”.
“No enmienda sus errores, los sostiene, pues su mayor satisfacción psicológica se deriva de hacer su voluntad y de tener razón. Admitir que otra persona ha sido más sagaz, o que él cometió un disparate, le parece una forma espantosa de humillante degradación. Tras el hundimiento del comunismo y la desaparición de la Unión Soviética, han pasado por su despacho cien políticos amigos y docenas de acreditados economistas a explicarle que el Estado marxista-leninista antes era un disparate, pero ahora resulta imposible. Y todo ha sido inútil. Es indiferente a la realidad. Está aquejado de una especie de autismo político. Si el mundo entero le dice que está equivocado, él opina que el mundo entero vive en un error probablemente inducido por la CIA. No tiene remedio”.
“Esa incapacidad para aceptar debilidades o fracasos no sólo hay que entenderla como una deformación patológica de su carácter. Tiene que ver con el modo con el que Castro se relaciona con sus subordinados. Estamos en presencia de un caudillo. Alguien que exige una total obediencia y sumisión de los demás como consecuencia de su evidente superioridad moral e intelectual. El caudillo es único porque no se equivoca. De ahí que quienes lo obedecen depositen en él la facultad de analizar, diagnosticar y proponer soluciones. De ahí, también, la testarudez roqueña de los caudillos. En el momento en que exhiben sus miserias y su falta de juicio, se debilita la lealtad de sus seguidores. Ellos no pueden ni quieren ver a un jefe lloroso que baja la cabeza y pide perdón. Si le han entregado la facultad de pensar, y con ella el derecho a decir lo que verdaderamente creen, es por la excepcionalidad del líder. Si no son dueños de sus palabras, porque las han sustituido por las del guía amado, y ni siquiera de sus gestos, pues son victimas de una tendencia instintiva a la imitación del maestro idolatrado, no pueden aceptar que esa persona, que les ha usurpado el modo de vivir, sea un sujeto corriente y moliente capaz de equivocarse como cualquier hijo de vecino. El pacto es muy sencillo: el alma sólo se entrega a los caudillos infalibles. Como Castro”.
“La psiquiatría tiene perfectamente descrita psicologías como la de Fidel Castro. Les llama personalidades narcisistas y están clasificadas entre los desórdenes mentales más frecuentes. Los narcisistas se autoperciben como seres grandiosos, poseedores de una importancia única. Encarnan la idea platónica de la vanidad humana. Por ello esperan que se les trate de una forma especial y distinta de los demás mortales. Ante la crítica o la censura, si provienen de un subalterno, reaccionan airadamente, con violencia verbal y física, pero si se originan en una fuente distante, aparentan la mayor indiferencia”.
“Son ambiciosos y egoístas en grado extremo. Las normas son para los demás. Se suponen acreedores de todo tipo de trato favorable, pero no toman en cuenta las necesidades del prójimo. La reciprocidad es una palabra que no existe en sus vocabularios. Por eso sus relaciones interpersonales son muy frágiles y conflictivas. Les temen, pero no los quieren. Es casi imposible querer a un narcisista. Es difícil apreciar realmente a quienes no pueden demostrar empatía o compasión ante la desgracia de sus allegados. Es contranatura querer a quien define la lealtad del otro como una total subordinación a sus criterios, gustos y principios. Eso sería querer a quien te aplasta y devora”.
“Los rasgos de la personalidad narcisista casi nunca se presentan en estado puro. Con frecuencia los acompaña el histrionismo. Esto es, una forma de exhibicionismo que se expresa en las ropas extravagantes, la conducta excéntrica y un evidente desprecio por lo que se considera socialmente aceptable. Fidel, como ocurría con Hitler y Mussolini, otros dos narcisistas de libro de texto, tiene mucho de histrión. Su disfraz permanente de militar de campaña, su gesticulación espasmódica, la transfigurada expresión de su rostro desde la tribuna, lo definen como un histrión. Además de ser, está disfrazado de Fidel Castro. Pero el histrionismo es también una técnica de manipulación. Fidel comparece ante los cubanos como un hombre iracundo y agresivo. Ese es su mensaje corporal. Siempre está a punto de estallar, de declarar una guerra, de hacer algo tremendo. No sólo quiere impresionar. Quiere intimidar. Y lo logra. Quienes lo rodean, le temen. Aun los más próximos. Sobre todo los más próximos. Temen sus exabruptos, sus recriminaciones, sus gritos, pues Castro, que puede ser extremadamente delicado, encantador con un visitante extranjero, no vacila en recurrir a las peores groserías para censurar a un subalterno. Ése es uno de los más tristes signos de la sociedad cubana. Es un universo en el que todo el mundo tiene miedo. Menos una persona. Menos el caudillo que desde las alturas de su poder, trepado a su ego inmarcesible, maneja a los cubanos como le da la gana”.
Cuando Castro era un estudiante de Derecho, muestra síntomas de ser un psicópata; alguien que carece de empatía, por lo cual la vida de los demás carece totalmente de valor. Montaner escribe al respecto: “El propósito de Fidel, entonces en los primeros años de la carrera, diciembre de 1946, era que Manolo Castro –con quien no tenía ningún parentesco- lo apoyara para convertirse en líder en la Escuela de Leyes, y para lograr sus simpatías hizo algo realmente monstruoso: intentó asesinar a balazos a Leonel Gómez, un líder estudiantil de las escuelas secundarias que se decía enemigo de Manolo Castro, hiriendo a otro estudiante en la refriega, como recuerda Enrique Tous, compañero de Fidel en Belén y en la universidad”.
“Vale la pena detenerse en esta sangrienta anécdota. Fidel no es un niño de trece o catorce años, sino un joven de 20. Estudia Derecho y es egresado de una escuela religiosa donde durante mucho tiempo intentaron inculcarle la compasión y el amor al prójimo. Leonel Gómez no es su enemigo personal. Apenas lo conoce. No puede odiarlo, y desde luego, tampoco ha intentado asesinarlo en medio de un ataque de ira. Se trató de un acto premeditado, frío, audaz, concebido como un medio de obtener los favores de una persona a la que le convenía servir, aun al precio de cometer un asesinato. Pero falló dos veces: Leonel no muere y Manolo Castro no le agradece el «favor». Por el contrario: le manda un mensaje despectivo con José de Jesús Ginjaume: «Dile a ese tipo que no voy a apoyar a un mierda para presidente de Derecho». Fidel no se lo perdonará jamás”.
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