Para describir el desarrollo histórico de la humanidad, San Agustín recurre a una imagen ficticia en la cual compiten dos clases de hombres: los que adhieren al Bien y los que adhieren al Mal. Esta visión es compatible con las enseñanzas bíblicas, ya que la Biblia trata esencialmente acerca de la lucha histórica entre ambos bandos. En la actualidad decimos que el Bien es la actitud de quienes cooperan con los demás, por lo que se adaptan al orden natural, mientras que el Mal es la actitud de quienes rehuyen de hacerlo, existiendo una transición gradual entre ambos extremos. Marcelo D. Boeri y Antonio D. Tursi escribieron:
“En «La ciudad de Dios» Agustín piensa la historia de la humanidad como la historia de la (o para la) salvación, en el sentido cristiano del término. Dios es el creador de las dos ciudades, las que en convivencia y en una especie de dialéctica interna van determinando la historia: una ciudad celeste o ciudad de Dios, cuyo fundador es Abel, simbolizada por Jerusalén –la ciudad elegida-, que reúne a justos y santos; y una ciudad terrena o ciudad del Diablo, cuyo fundador es Caín, simbolizada por Babilonia –la ciudad condenada- y que reúne a los impíos. Estas ciudades ni son institución alguna ni tienen una ubicación geográfica, muchísimo menos se podría identificar a la ciudad celeste con la Iglesia y a la terrena con el Estado; sino que cada hombre en virtud de su libre elección se convierte en ciudadano de una u otra ciudad; son, pues, se podría decir, categorías morales”.
“Los habitantes de la ciudad terrena eligen el amor a sí mismos, el gozar de los bienes mundanos como fines en sí mismos, la posesión de la tierra que lleva irremediablemente a la guerra. Los habitantes de la ciudad celeste, en cambio, eligen el amor solidario, el amor a Dios, buscan la paz, la cual, como sus anhelos chocan con los hijos de Caín, debe restaurarse una y otra vez, hasta lograr la paz definitiva en el fin de los tiempos, cuando Dios, como juez justísimo, separe, condene y premie a una y otra ciudad en el juicio final” (De “Teorías y proyectos políticos”-Editorial Docencia-Buenos Aires 1992).
Durante la Edad Media europea se establece una teocracia papal consistente en el gobierno indirecto de Dios a través de su representante en la Tierra, materializando en cierta forma la visión mencionada. La idea básica Agustín es que la verdad ya ha sido establecida mediante la revelación. Luego, para entender al mundo, hay que confiar en la validez de la misma. E. A. Dal Maschio escribió: “«Si no creéis, no comprenderéis». Esta sentencia, resultado de la traducción libre de un versículo del libro de Isaías… sintetiza el espíritu que impregna todo el pensamiento cristiano durante la Edad Media. Y constituye también el presupuesto sobre el que se articula la reflexión de san Agustín, el obispo de Hipona que se convertiría junto a Pablo en una de las dos personalidades más determinantes en la evolución del cristianismo en sus orígenes”.
“Lo primero que nos llama la atención de la sentencia es que parece invertir el orden que solemos considerar normal en la secuencia del razonamiento: a partir de los diversos argumentos, datos y evidencias disponibles, ponemos en juego nuestra razón para extraer una conclusión u otra a la luz de aquellos. Aquí no, aquí primero viene la verdad y después su comprensión intelectual. Este proceder, al que desde el ámbito de la argumentación racional acusaríamos de ilegitimidad, resulta un cierto sentido lógico si tomamos la perspectiva del creyente (y no cabe duda de que san Agustín lo fue)”.
“Unos y otros, creyentes y no creyentes, coincidiremos en que conocer significa alcanzar la verdad, y en que afirmar lo falso significa incurrir en el error, en la ignorancia. Hasta aquí estaríamos todos de acuerdo. La diferencia sustancial radica en que para el creyente ya estamos en posesión de la verdad (nos ha sido revelada en las Escrituras), por lo que el papel de la razón no puede ser el de descubrirla (¡y mucho menos refutarla!)” (De “San Agustín”-Emse Edapp SL-Buenos Aires 2015).
El procedimiento mencionado, de partir desde la verdad que se posee, negándola a los disidentes y a los infieles, es el método utilizado por los totalitarismos modernos con los nefastos resultados por todos conocidos. Incluso el Islam tiende a imponer un totalitarismo teocrático en Europa ante la mirada cómplice, silenciosa y suicida de los propios europeos.
Si se nos pide describir la diferencia entre religión revelada y religión natural, podemos recurrir a la visión del Dios trascendente, en el primer caso: (Universo = Dios + Naturaleza), y del Dios inmanente, en el segundo caso: (Universo = Dios = Naturaleza). A esta diferencia debe añadirse la referente a la verdad: se parte de ella en la religión revelada y se llega a ella en la religión natural.
Todo indica que, desde el punto de vista ético, existe cierta equivalencia entre ambas, ya que pueden considerarse como dos versiones redundantes que apuntan a un mismo fin, y que, dada su importancia, resulta aceptable que se haya dispuesto de ambas. Otros piensan que la revelación de las verdades del Evangelio proviene de una previa descripción del comportamiento humano por parte de Cristo en una forma similar a la utilizada por la religión natural, siendo un proceso similar al posteriormente utilizado por la ciencia experimental.
Por ser la religión natural mucho más simple que la revelada, parece ser la mejor opción para revertir la conflictiva situación del mundo actual. Concretamente, la de llegar a establecer una teocracia directa en la cual el hombre se hace consciente que la diferencia entre el Bien y el Mal está asociada al grado de aceptación y de cumplimiento del “amarás al prójimo como a ti mismo”, o bien, en la “versión naturalista”: compartirás las penas y las alegrías de los demás como propias. Éste ha de ser el camino para la optimización del comportamiento individual que resolverá la mayor parte de los problemas que aquejan al hombre, especialmente el sufrimiento existente en un gran porcentaje de la humanidad.
Todo ser humano, al ser consciente de esta ley natural elemental, pondrá empeño en orientar sus actos y su vida bajo la perspectiva que le brinda el cristianismo, aunque esta vez bajo la perspectiva de la religión natural. Ello no implica ceder el lugar preferencial de ser el poseedor de la verdad, ya que, según el criterio de que “por sus frutos los conoceréis”, el carácter verdadero del cristianismo se ha de poner en evidencia por sus resultados concretos, logrados parcialmente a nivel masivo hasta ahora. Además, es la forma de unificarse con el método y el espíritu de la ciencia. También servirá para “desarmar” los totalitarismos encubiertos que constituyen un peligro inminente para la humanidad.
En nuestra época, predominantemente científica, la “ciudad de Dios” es el ordenamiento social compatible con las leyes naturales (las leyes de Dios), mientras que la “ciudad del hombre” es el ordenamiento social que no las tiene en cuenta. Si bien puede argumentarse que todas las acciones del hombre son “naturales”, debe agregarse que la primera está constituida por quienes buscan el Bien, mientras que la segunda lo estaría por quienes realizan el Mal. El Bien deriva del amor mientras que el Mal deriva del odio, el egoísmo y la indiferencia.
Quienes consideren que esta interpretación del cristianismo implica una herejía, deben observar que, en realidad, tiende a promover el cumplimento del espíritu de los Evangelios tratando de dar plenitud a la ética cristiana, mientras que la verdadera y gran herejía actual es la que se está desarrollando en el Vaticano con el ascenso de marxistas-leninistas a puestos claves, y quienes, bajo un disfraz cristiano, tratan de imponer la “teología de la liberación”; una ideología esencialmente equivalente al marxismo-leninismo. Chantal Millon-Delsol escribió: “Por esta época, en Occidente, el marxismo-leninismo cosechaba votos entre la clase intelectual. Durante los años más sombríos del stalinismo, el marxismo estaba considerado como una ideología no solamente conveniente, sino también respetable y generosa. Fue necesario esperar a la década del ’70, no antes, para que se desarrollen en la opinión serias sospechas sobre el humanismo soviético. Hasta ese momento, casi no tienen verdaderos adversarios (algunos intelectuales lúcidos, tales J. Maritain, R. Aron, G. Fessard, merecen ser citados; no por una intención apologética, sino para servir a las generaciones venideras), los cuales, por lo demás, son poco escuchados, cuando no acusados de primarismo”.
“La extraordinaria ceguera histórica de los intelectuales occidentales representa uno de los enigmas de la historia de las ideas del siglo XX. Mientras Stalin asesinaba y deportaba millares de inocentes, los espíritus más destacados de Europa bendecían el sovietismo en nombre de los derechos del hombre. Los testimonios contrarios nada podían; eran acusados de mentirosos y traidores. La ideología no aceptaba crítica alguna: se constituyó la crítica en crimen. Se produjo finalmente una situación asombrosa: en la Francia posterior a los «gloriosos treinta», es decir, un país colmado de comodidades y libertad, los intelectuales en forma casi unánime, y la opinión pública detrás de ellos, confesaban una indulgencia sonriente frente a un régimen responsable de genocidios y de la desesperanza de todo un pueblo”.
“Desde el comienzo, no se trata de ignorancia. El periódico «L’humanité» relata en 1917 el mayor acontecimiento que ha tenido lugar tres días después de la toma del poder por Lenin: la supresión de la prensa libre; relata el arresto de los jefes del partido liberal de los cadetes, luego la creación de la Checa en febrero de 1918; la disolución por las armas de la asamblea constituyente en la cual los bolcheviques eran minoritarios, después de las únicas elecciones libres de la historia de Rusia. Los comentarios traducen inquietud. Durante el primer año, los testigos llegados de Moscú informan acerca de la dictadura de los soviets, la violencia, el desprecio por el pueblo y el fracaso económico”.
“Esos testigos no son testigos menores: periodistas de prestigio, diplomáticos, a menudo militantes marxistas. Todos quedan atónitos por lo que han visto. Existen los elementos suficientes como para juzgar al régimen con clarividencia. Lo que jamás se hará. A partir de esta época, y durante cincuenta años, se hará todo lo posible para ocultar los acontecimientos y para justificar, por medio de argumentos a menudo increíbles, lo inocultable. Los primeros años muchos esperan que el episodio del terror no sea más que un momento, aun cuando los soviets son descriptos por los observadores como brutos antes que como teóricos previsores. Más tarde, cuando parecía evidente que el despotismo perduraba, los argumentos adquirían colores diferentes”.
Las ideologías tienden a reemplazar a la realidad, incluso a las prédicas cristianas dentro de la propia Iglesia. “La disociación entre la conducta criminal del régimen soviético y el discurso en Occidente era total. La fe era tan grande que desdibujaba las evidencias. La opinión occidental vivió durante décadas en el círculo mágico de un discurso falso. Tanta fascinación frente a un discurso desconectado es un acontecimiento demasiado raro como para que se lo destaque” (De “Las ideas políticas del siglo XX”-Editorial Docencia-Buenos Aires 1998).
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