De la misma manera en que un empresario establece una estrategia para la producción y venta de un producto, con el objetivo de lograr buenas ganancias, cada ser humano establece su propia estrategia con el objetivo de lograr la felicidad. Puede decirse que existe una cantidad comparable de estrategias como de hombres. Así, la ética individual elegida corresponde a la estrategia mencionada mientras que el objetivo mayoritariamente elegido es el logro de la felicidad. A partir del objetivo y de la estrategia elegida, se establece la acción humana correspondiente, cuya moralidad dependerá de tal elección. Como no todas las estrategias son convincentes, algunos hombres difunden sus éticas personales para compartirlas con los demás, siendo este proceso, de prueba y error, el disponible para adaptarnos a las circunstancias que nos impone la realidad cotidiana.
De todas las éticas posibles, habrá alguna que produzca el mejor resultado. Será también la que mejor nos adapte al orden natural, por lo que podremos denominarla “ética natural”, por cuanto pareciera ser la respuesta que dicho orden requiere de nosotros como pago por el precio impuesto a nuestra supervivencia. Todas las éticas posibles constituyen la respuesta a la pregunta de “cómo somos” los hombres, mientras que la mejor de ellas responderá al “cómo debemos ser”. De ahí que el “cómo debemos ser” sea la optimización del “cómo somos”, obteniéndose por prueba y error y posterior selección artificial.
Si hemos de describir las éticas posibles, puede hacerse una gran simplificación por cuanto casi todas apuntan a tres objetivos básicos, o a una superposición de dos o más de ellos. Entre esos objetivos se encuentra la felicidad y también los disfraces que la encubren:
a) La búsqueda de placeres y sensaciones agradables orientadas al cuerpo y a los sentidos
b) La búsqueda de satisfacciones provenientes del conocimiento y del intelecto
c) La búsqueda de gratificaciones emocionales provenientes de la interacción social
Las éticas destinadas a la búsqueda del placer y las sensaciones agradables, se conocen como éticas hedonistas, cuya figura representativa es Epicuro. Si bien algunos historiadores aducen una injusta y errónea interpretación del filósofo, se lo tomará como referencia siguiendo la tradición. Jaime Balmes escribió: “Sardanápalo creía hacer una cosa que le era muy útil embriagándose de placeres, lo que consideraba como el sumo bien, supuesto que hacía poner en su busto la famosa inscripción, de la cual dijo con verdad Aristóteles que no era de un rey, sino de un buey: «Tengo lo que comí, bebí y gocé; lo demás, ahí queda»”. “Al poner el fin del hombre en los placeres sensibles es trastornar el orden de la naturaleza, tomando los medios por fines y los fines por medios. El placer de la comida se nos ha concedido para impelernos a satisfacer esta necesidad y hacernos el alimento más saludable: no nos alimentamos para sentir placer: sentimos placer para que nos alimentemos”.
“La prueba de que el fin no es el placer sensible, se ve en la limitación de las facultades para gozar: el gastrónomo más voraz está condenado a privarse de muchas cosas, si no quiere morir; y, para la inmensa mayoría de los hombres, los placeres de la mesa se reducen a un círculo mucho más estrecho. Todos los demás goces algo vivos están sujetos a la misma ley: quien la infringe, sufre, si continúa, pierde la salud, y, si se obstina, muere”.
“El epicúreo consecuente debiera hablar de este modo: «mi fin es el placer: ésta es la única regla de mi moral; gozo cuanto puedo; y sólo ceso cuando temo morir: sin este peligro no pondría ningún límite a la sensualidad; los festines, las orgías, los desórdenes de toda clase formarían el tejido de mi vida, y entonces sería yo el hombre moral por excelencia, porque me atendría con rigor al principio de la moralidad: el goce»” (De “Ética”-Editorial TOR-Buenos Aires 1960).
Respecto de la ética orientada a la satisfacción intelectual, el citado autor agrega: “¿La moralidad se fundará en la inteligencia, de suerte que sea moral todo lo que conduzca al desarrollo de las facultades intelectuales, e inmoral lo que a esto se oponga?”. “No cabe duda en que esta opinión no ofrece la repugnante fealdad de las anteriores: el desenvolver las facultades intelectuales es una acción noble, digna del ser que las posee; el sentido moral no se subleva contra quien nos presenta el término del hombre en la esfera intelectual. La contemplación de la verdad es un acto noble, digno de una criatura racional. Sin embargo, esta idea, por sí sola, no nos explica el cimiento de la moralidad: nos agrada la acción de entender, pero todavía preguntamos en qué consiste ese carácter moral de que la inteligencia se reviste, en qué la inmoralidad que con frecuencia la afea y la degrada”.
“Imaginen un filósofo que, dominado por la pasión del saber, no perdona medio ni fatiga para acrecentar sus conocimientos, y que, con el fin de proporcionarse lo que desea, olvida los deberes de su familia y sociedad, y es, además, injusto, reteniendo libros que no le pertenecen, usurpando propiedades de otros para acudir a los gastos de sus experimentos….¿será moral? ¿Le bastará para la moralidad su ardiente pasión por la ciencia? Es evidente que no”.
“La combinación de la utilidad con la moralidad nos la indica nuestro deseo innato de ser felices. Respetamos, amamos la belleza moral: éste es un impulso de la naturaleza; pero también esa misma naturaleza nos inspira un irresistible deseo de la felicidad: el hombre no puede desear ser infeliz; los mismos males que se acarrea, los dirige a procurarse bienes o a liberarse de otros males mayores; es decir, a disminuir su infelicidad. Así, la moral no está reñida con la dicha, aun cuando la razón no nos lo enseñara, nos lo indicaría la naturaleza, que nos inspira a un mismo tiempo el amor de la felicidad y el de la moral".
Habiendo mostrado que la búsqueda de placeres y de conocimientos no basta para el logro de la felicidad, queda como alternativa final la búsqueda de los afectos. De ahí que la ética cristiana, o natural, consista en el amor al prójimo como búsqueda prioritaria, sin necesidad de anular los restantes objetivos pero sin permitir que anulen la búsqueda espiritual. De esa manera, la felicidad se identifica con la moralidad.
Adviértase que, por lo general, se siente envidia por quienes poseen todo aquello que no constituye la esencia de la felicidad, como son los medios materiales para lograr placeres y poder, es decir, para alejarse de los demás seres humanos. También se puede sentir envidia por quienes poseen conocimientos, pero casi nunca se la siente por quienes han logrado la felicidad plena, que son las personas simples, predispuestas al vínculo afectivo con todas las personas. De ahí que el sufrimiento asociado a la envidia sea un síntoma de que se ha errado en la elección de la estrategia que nos orientará en la vida. Cuando se la elige bien, desaparece toda posibilidad de sentir envidia.
La reserva moral de un individuo, que le permite sobrellevar las adversidades en forma poco conflictiva, implica la adopción preponderante de valores espirituales, o afectivos, dejando de lado aquellos que corresponden a la búsqueda de placeres y comodidades para el cuerpo. De esa forma se libera efectivamente de muchos contratiempos que, amargando la vida del hedonista, para él sólo significan pequeñas incomodidades.
Para conocer la escala de valores predominantes en una persona, podemos observar qué aspectos de su vida sacrifica y cuáles conserva. Esto se hace evidente en las personas con exposición pública, como los políticos. Así, en los países en decadencia moral, el político populista tiende a sacrificar su dignidad y su prestigio mintiendo públicamente y difamando a sus rivales de turno. Hace evidente que en su escala de valores no predominan precisamente los valores éticos, o afectivos. Por el contrario, en los países normales se advierte que los políticos tienden a colaborar con sus ocasionales rivales por cuanto sobreentienden que la patria y sus propios valores éticos deben predominar sobre sus mezquinos intereses personales. José M. Goñi Moreno relata una experiencia vivida en Nueva Zelanda: “Hace quince años se celebraba en Wellington, capital de Nueva Zelanda, la reunión de expertos de la Oficina Internacional del Trabajo. Al inaugurarse las deliberaciones el Primer Ministro neozelandés dijo a los expertos reunidos: «Las realizaciones sociales que ustedes elogian, justifican nuestro orgullo. Pero debemos advertir que esta legislación social fue implantada antes de que nosotros llegásemos al gobierno»”.
“Terminado el discurso se escuchó una voz desde el fondo de la sala: «Pido la palabra en mi carácter de ex Primer Ministro. Es verdad, señores, que nosotros, los laboristas, planeamos el sistema de seguridad social que se aplica en este país. Pero esta es una parte de la verdad. Las realizaciones que ustedes admiran son obra de los conservadores, que se caracterizan por perfeccionar las instituciones que les dejamos»”.
“Y ante la sorpresa de muchos expertos, agregó; «Nosotros también conocemos, señores, la lucha política. Combatimos por el triunfo. Pero después de las elecciones, los neozelandeses somos llamados a colaborar con prescindencia de nuestra militancia, en un esfuerzo de conjunto en bien del país»”. “Me encontraba entre los expertos convocados. Fue la enseñanza más inolvidable que recibí en una reunión internacional. Me parecían increíbles esas palabras. Y desde entonces imaginé que una escena semejante, demostrativa de una auténtica y sincera cultura política, podría vivirse algún día en los niveles dirigentes de la Republica Argentina” (De “La hora decisiva”-A. Peña Lillo Editor-Buenos Aires 1967).
La escala de valores predominante en la Argentina, acentuada desde la dirigencia política populista, es la que conduce al agravio y la difamación. Incluso resulta frecuente escuchar opiniones en las cuales se evidencia un desacuerdo a que en el fútbol se incorporen tecnologías que eliminen los errores arbitrales y, sobre todo, las trampas realizadas por los jugadores porque, se aduce, ello le quitaría la “picardía” al fútbol. Esto hace recordar las palabras de Jorge Luis Borges: “La deshonestidad, según se sabe, goza de la veneración general y se llama «viveza criolla»”.
En cierta ocasión, el autor del presente escrito tuvo la oportunidad de hablar con un jugador de fútbol cuya actividad deportiva se remontaba a algunas decenas de años atrás. En tal conversación advirtió, con cierta sorpresa, que el deportista relataba algunas trampas e incorrecciones deportivas jactándose por ello, lejos de arrepentirse. De ahí que, posiblemente, en un país en que una gran parte de sus integrantes trate de demostrar a los demás que es una persona “viva” (inteligente, mentalmente hábil) se deba precisamente a la necesidad de contrarrestar la real ausencia de tal capacidad.
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