martes, 9 de julio de 2024

Genio y figura de Jorge Luis Borges

Son pocas las descripciones de los aspectos personales de Borges que han sido emitidas por personas cercanas, como es el caso de su amiga personal Alicia Jurado. Se transcriben algunos párrafos del libro que le dedicara al conocido escritor:

Por Alicia Jurado

El carácter un poco polémico del librito se debe a que en la época de su publicación (1964) Borges estaba lejos de la fama mundial, lo conocía un círculo reducido de sus compatriotas y era unánimemente censurado por la crítica de izquierda, que abominaba de las élites intelectuales y de la literatura no comprometida con las ideas políticas (las de ellos, naturalmente). También lo atacaban los nacionalistas, de espíritu localista y xenófobo, admiradores de los tiranos del pasado y del presente, tanto los nuestros como los europeos.

Conocí a Borges en 1954. Desde aquel momento su imagen no se ha modificado sensiblemente para mí, pero sé que no es la única y dudo de que sea la definitiva. Antes de esa fecha, como lo ha demostrado de manera irrefutable Proust, existió una sucesión casi infinita de Borges retrospectivos; apenas entreveo algunos, en aquellos escritos juveniles de los que el último término de la serie renegó después.

No sólo en el tiempo se acumulan los Borges que debería historiar: también hubo un desdoblamiento inespacial que el mismo protagonista reconoce en una página titulada Borges y yo, donde deplora que el hombre de letras haya usurpado su personalidad íntima, sustituyendo el mito al ser humano. Esta usurpación era casi inevitable: Borges, escritor, con esa lucidez que casi da miedo, su lógica arrolladora y la asombrosa fuerza de su inteligencia, tenía que desplazar al apagado Borges de carne y hueso, a cuya existencia faltaron la acción y acaso la felicidad.

Sin demasiada melancolía, admite a menudo esa carencia: "En el decurso de una vida consagrada a las letras (y alguna vez) a la perplejidad metafísica"; "en el decurso de una vida consagrada menos a vivir que a leer"; la confesión famosa: "Vida y muerte han faltado a mi vida. De esa indigencia mi laborioso amor por estas minucias"; y, más recientemente: "Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho, pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra".

Cuando lo conocí, a raíz de haber escrito sobre sus cuentos en una efímera revista literaria, también me sorprendió el contraste entre el escritor que había imaginado y el que me presentaba la realidad. En un cuaderno en donde solía anotar los sucesos importantes de mi vida, que no fueron muchos, escribí entonces las frases que copio:

"Salí dos veces con Borges. La primera, tomé té en su casa; luego fuimos a Sur y estuvimos conversando con Victoria Ocampo, en su despacho. Yo me sentía como un chico a quien premian dejándolo sentarse a la mesa con los grandes. La segunda, tomamos té en el centro y seguimos a pie hasta la SADE".

"Borges es de una inteligencia deslumbrante, enmascarada por un aire tímido, de ademanes inseguros. Su erudición atrae, pero me parece frívolo detenerse en ella, ya sea para admirarla o para censurar su abuso. Lo primordial, lo que produce la impresión más intensa, es la inteligencia. Es la misma que muestra en los ensayos, la poesía y los cuentos con esa prodigalidad abrumadora. Conversando, dice siempre cosas interesantes. Me habló de Dante Gabriel Rossetti; me prestó un libro de Christmas Humphreys sobre el budismo".

Después, durante muchos años, nos vimos con frecuencia. Sin embargo, si alguien me preguntáse cómo es, creo que me resultaría dificilísimo dar una respuesta adecuada. La más veraz sería, tal vez la siguiente: Borges es un laberinto. Tratar de llegar a su intimidad es perderse en infinitos corredores que jamás conducen al centro. A cada rato, como un eterno retorno, nos encontramos con la poesía anglosajona o con la situación del país o con cualquiera de sus obsesiones en ese periodo; mientras tanto hablaremos, casi exclusivamente, de literatura.

Jamás hablaría de sí mismo, ni siquiera de su trabajo como escritor; tampoco del trabajo literario de sus amigos, cuyos libros no leía para evitarse la obligación de opinat sobre ellos. Jamás insinuaría una confidencia y se defendería, con un pánico casi infantil, de recibir alguna; jamás confesaría un sufrimiento suyo y también se negaría a admitir la realidad del sufrimiento ajeno.

No la insensibilidad, sino un pudor casi inconcebible lo cercaba y lo separaba del mundo. Podía ser muy ingenioso y sumamente divertido; uno de los recuerdos más felices que me llevaré de esta vida será el de reír a carcajadas, hasta las lágrimas, con Borges, dándonos cuerda recíproca en el desarrollo de alguna disparatada idea suya.

Podía apasionarse con opiniones políticas y manifestar adhesiones y antipatías firmes con respecto a ideas y a personas; podía entusiasmarse puerilmente con sucesos que lo alegraban, sentir terrores de adolescente en presentaciones ante el público que lo intimidaban e indignarse con violencia, como cualquier hombre, frente a nuestras vergüenzas nacionales; pero sería inútil indagar sus sentimientos íntimos, porque ninguna ostra cerraría con más fuerzas sus valvas protectoras. Todo lo que creo saber de él lo he adivinado; intentaré compartir con los lectores este discutible conocimiento.

El rasgo más característico de Borges fue la timidez, que, en su juventud, fue atroz y que después consiguió vencer en parte, por lo menos hasta el punto de hablar en público y dictar clases y conferencias. La primera de éstas, El idioma de los argentinos, fue leída por un amigo suyo -Manuel Rojas Silveyra- en el Instituto Popular de Conferencias de "La Prensa", en 1927; Borges pretextó su mala vista para no hacerlo personalmente y la escuchó desde el público, a punto de huir a cada momento, según confesó después.

Esa timidez, que llegaba hasta la descortesía, que le haría interrumpir una conversación con una frase ajena por completo a ella, con tal de no proseguir lo que juzgaba un interrogatorio indiscreto, o posponer indefinidamente una entrevista que presumía desagradable, sin rechazarla nunca abiertamente, es también, creo, el origen de su casi increíble modestia. Borges no soportaba que se hablase de él en su presencia y en esto era completamente sincero; no estaba fingiendo, cuando mostraba que las alabanzas le eran casi tan incómodas como los reproches.

A menudo le decía a su madre, que estaba justamente orgullosa de él y mencionaba sus éxitos: -No hables de mí. Ya sabes que es el tema que menos me gusta- Es imposible suponer que Borges subestimase su obra o que desconociera su propio talento; lo que sucede es que detestaba que lo pusieran en evidencia. A veces se escapaba haciendo una broma. Recuerdo que una mañana cruzábamos la plaza San Martín y se nos acercó una señora admiradora suya que lo había reconocido, y le prodigó interminables y efusivos elogios. Cuando se alejó, Borges, que durante ese discurso de retorcía como un chico atrapado en falta, sonrió de golpe. Estas personas están contratadas por mí, claro -dijo en seguida-. Hizo bien su papel ¿no?. Después de lo cual siguió caminando, mucho más tranquilo.

Se debe atribuir, seguramente, a la timidez esa no-vida, ese confesado predominio de la literatura sobre todas las actividades. En su conversación, cualquier cosa se transformaba en cita o en juicio literario; daba la curiosa sensación de que la realidad, para él, estuviese más en los libros que en "ese sueño presuroso", como llama en un poema a su vida.

Entre mis notas encuentro siempre frases como ésta: "El viernes estuve con Borges. Nos sentamos en la plaza San Martín, entre incontables novios, a discutir los hexámetros ingleses de Mathew Arnold". "Borges vino a comer conmigo. Se habló, junto a la chimenea, de filosofías orientales, se definió la inteligencia, se discutieron cuentos, se redescubrió un sistema binario de notación numérica". "Comí con Borges en la Emiliana. Habló de los malos versos que abundan en los clásicos (aquí, varios ejemplos de Lope y de Góngora) y de las metáforas políticas de un autor contemporáneo, que había empleado la expresión 'las estrellas se agremian'. Le sugerí que cada poeta toma sus imágenes del mundo circundante y que para Manrique 'qué se fizo el Rey Don Juan' es como para nosotros 'qué se fizo Hipólito Yrigoyen'; replicó que tal vez fuese así, pero que la larga familiaridad con la flecha, por ejemplo, la hace menos incómoda como metáfora que la ametralladora. Comparó unos hermosos versos de Meredith, construidos con palabras puramente anglosajonas, con la traducción de la Odisea de William Morris, que empleó con poco éxito el mismo procedimiento". Y así sucesivamente.

El resultado de este torrente literario es que, junto a Borges, se aprendía sin cesar; no sólo parecía haberlo leido casi todo, sino que cualquier comentario suyo era imprevisto e implicaba un enfoque original. Siempre me ha avergonzado un poco, al conversar con él, esa sensación de absorber cosas todo el tiempo sin entregar nada a mi vez, como un parásito -sin poder siquiera dejarle adivinar mi admiración, por miedo de disgustarlo. Le ayudaba enormemente su prodigiosa memoria: recordaba las fechas, las ediciones, los versícukos, de modo impresionante; al mismo tiempo olvidaba, o fingía olvidar, hechos que se le habían referido pocos días antes y de los que prefería no darse por notificado.

Otro de los encantos de su conversación era la lógica irreprochable con que exponía o discutía. He observado que son muy contadas las personas capaces de razonar en forma rigurosamente lógica de una manera sostenida; por eso es tan fatigoso seguir el pensamiento de casi todo el mundo. Borges procedía como un matemático; se podría estar en desacuerdo con las premisas, pero las conclusiones que derivaba de ellas seguían un proceso irrefutable. Debo agregar que empleaba el mismo método para discutir de mala fe, en broma pero aparentemente muy en serio, hasta exasperar a su contrincante.

Su desinterés en materia de dinero era poco común. Tal vez ocurriese que, fuera de los libros, codició muy pocas cosas; cuando le prohibieron leer, quizá tampoco codició los libros. Una vez ofrecieron pagarle una suma bastante alta por una conferencia y él pidió que se la rebajaran, porque le pareció excesiva. Del dinero se despreocupaba por completo; lo escondía entre las páginas de un libro que luego olvidaba en su biblioteca; lo regalaba; lo miraba con indiferencia; no hacía jamás un cálculo. Y sin embargo, no ha sido nunca un hombre rico.

También me ha llamado siempre la atención su casi total desdén por los placeres derivados de los sentidos. Es verdad que apreciaba muy imperfectamente las imágenes visuales, pero mostraba la misma indiferencia por las otras: los olores, los sabores, los sonidos no parecían significarle nada, a menos, quizá, que establecieran una asociación de ideas. Cierta vez escribió: "La vi también a ella, cuyo recuerdo aguarda en toda música" y le gustaba oír milongas, tangos, y algunas otras canciones por lo que representan o simbolizan, pero la música no le atraía en sí misma.

Una sola vez conseguí que me acompañara a un concierto; comprendí que se aburría y no se lo volví a proponer nunca. Con las artes plásticas sucedía algo parecido: la forma y el color no eran, en sí, motivos de deleite para él; el único arte que lo conmovía era el más abstracto: la literatura. No sé si este ascetismo natural explica en parte su dificultad para comprender la sensualidad ajena, que se traducía en un puritanismo bastante notable cuando juzgaba obras literarias.

He hablado de la timidez de Borges; esto no significa que le faltase firmeza en las cosas que de veras le importaban. Su conducta fue siempre de una sola línea, que alguien podrá juzgar equivocada pero que responde a una sincera convicción; de ella no lo ha movido nada ni nadie. Fue antinazi, anticomunista y antiperonista; es decir, enemigo de todo régimen totalitario. Durante la tiranía, ni aceptó sobornos ni se acobardó ante la persecusión; fue presidente de la Asociación Argentina de Escritores cuando eso significaba un riesgo, y ejemplo de coraje cívico a lo largo de la dictadura [de Perón].

Uno de los rasgos más simpáticos de Borges era que tenía un auténtico sentido del humor; es decir, no se limitaba a reírse de los demás sino que era capaz de percibir la comicidad de situaciones en que él mismo se veía perjudicado. A menudo contaba, con muchísima gracia, anécdotas en la que se ponía en ridículo. Recuerdo una; iba él caminando por su querido barrio Sur, en época de carnaval, admirando las casas bajas con patios y zaguanes y meditando sobre los encantos de la tradición, cuando recibió sobre la cabeza un balde de agua arrojado desde un balcón por un chiquillo tradicionalista; lo contó muy divertido, agregando que tenía bien merecido el baldazo por enternecerse con zonceras.

El estoicismo con que sobrellevó la pérdida de la vista es otra de sus cualidades admirables. No le oí nunca una queja; hablaba de ello como si fuera algo que le sucediese a otro, pero con menos compasión. Hace ya muchos años, recuerdo que al saludarme no me reconoció en seguida, en un almuerzo donde no sabía que yo estaba. Después salimos juntos y se disculpó, explicando lo poco que veía. "Que raro -le dije- que no me reconociera la voz. Muchas personas que no ven en absoluto reconocen las voces inmediatamente". "Será porque veo todavía -contestó- Cuando no vea nada también reconoceré las voces enseguida". Dijo esto con un tono tan diferente, que no me resultó imposible seguir hablando de otra cosa.

Mucho después, una noche en la Biblioteca Nacional, mientras consultábamos enciclopedias, contó con la mayor naturalidad, sin el más mínimo patetismo: "Caramba, anoche soñé que podía leer. Qué raro, veía las letras tan claras...". Yo lloré; jamás sabré si se dio cuenta porque de eso tampoco hablamos nunca.

Tiempo después, en el Poema de los dones, hablara de

Unos ojos sin luz, que sólo pueden
Leer en las bibliotecas de los sueños
Los insensatos párrafos que ceden
Las albas a su afán...

en el mismo tono pudoroso y estoico. Sólo en El hacedor, que describe las experiencias de otro, se permite un momento dramático:

"Gradualmente, el hermoso universo fue abandonándolo; una terca neblina le borró las líneas de la mano, la noche se despobló de estrellas, la tierra era insegura bajo sus pies. Todo se alejaba y se confundía. Cuando supo que se estaba quedando ciego, gritó". Ese grito, lanzado por Homero, me hará evitar para siempre una de las páginas más hermosas de Borges, porque me falta valor para oírlo.

Porque es preciso explicar ahora que este ser extrañísimo, terriblemente introvertido, bastante maniático, en muchos aspectos contradictorio y no pocas veces desconcertante, despertaba también un gran afecto. Al principio, su personalidad parecía algo borrosa; hablaba poco y, en una reunión donde no estaba a gusto, pasaba fácilmente sin ser notado. Parecía siempre inseguro, pesimista y, de algún modo, profundamente desvalido.

Debía ser esa la trampa que tendía a nuestra ternura; ese impulso que provocaba, de cuidarlo en la calle como a un niño, de preocuparnos porque no se apartase de su dieta o no se mojase los pies con la lluvia, estaba disfrazando la realidad inquietante que alentaba detrás de su apariencia inofensiva: la realidad de una inteligencia prodigiosa. Allí estaba, sin embargo, intacta, con toda su fuerza, segura de sí y firme como una roca; tan inconmovible, tan viril que, al percibirla, me preguntaba cómo era posible haber querido, momentos antes, correr delante de Borges quitándole los obstáculos del camino como una madre afanosa. Muchas veces, engañada por su dulzura y algún conmovedor rasgo infantil, lo miré con una especie de tierna superioridad maternal que sentimos las mujeres ante ciertos hombres aparentemente indefensos; poco después advertí, con alguna alarma, que era yo quien necesitaba de él; yo, quien estaba apoyada en la firmeza de su inteligencia como una niña que empieza a vivir.

He recorrido con Borges muchos lugares que prefería, o que consolaban su nostalgia... Hemos recorrido juntos las iglesias incendiadas por los peronistas, entre ángeles mutilados y tabernáculos vacíos, en silencio, compartiendo amargura. Hemos celebrado la revolución del 55 con una alegría que no olvidaremos nunca; hemos contemplado la Biblioteca Nacional, desde la calle México, la noche en que lo nombraron director y en que Borges, con un júbilo infantil, observaba las puertas cerradas del edificio...

(De "Genio y figura de Jorge Luis Borges" de Alicia Jurado-EUDEBA-Buenos Aires 1996).

1 comentario:

agente t dijo...

Si no hubiese tenido problemas graves con su vista es de imaginar que hubiese llegado todavía más lejos con su obra.