Por Carlos Alberto Montaner
La batalla de la producción
La «producción» es la fijación neurótica del socialismo. Es una misteriosa manía que consiste en perseguir metas, cumplirlas –o no cumplirlas- y luego fijar otras metas. Claro que lo producido se reparte, y toca a más -o a menos, si no hay suerte, o lluvias, etc.-, pero en el fondo no es tan importante lo que se produce como el espíritu deportivo que se trata de insuflar al proceso productivo. En medio de la barahúnda, nadie repara en el absurdo esencial que comporta la conducta de unos señores persiguiendo unas metas que flotan en el horizonte. Eso es tan alienante como los peores aspectos del capitalismo y la sociedad de consumo.
En Cuba, el honor de la patria está en las chimeneas. Es como si Calderón fuera ministro de Industria. Cada fracaso, un luto; cada triunfo, una fiesta y otra meta. La vida, más que un sueño, es trabajo voluntario. La zafra de los diez millones, como sólo llegó a ocho, y como comprometía el honor nacional, dejó a los cubanos sin honra. Fidel se rasgó las vestiduras, cesó a un ministro providencialmente apellidado Borrego, y el país se sumió en la tristeza.
Es cierto que esta atmósfera delirante de metas, emulaciones, tablas de producción y batallas fantasmales contra imperialismos existía en todas las latitudes del socialismo, pero en Cuba la fiebre alcanzó su más alta temperatura. El secreto está en la personalidad de Fidel. Fidel es un competidor por naturaleza. Un hombre en perpetua lucha con otros hombres, sin reparar demasiado en el objeto de la lucha. Fidel ha cogido de su cuenta la batalla de la producción.
Personalmente vigila la eficiencia de las vacas lecheras, de las gallinas ponedoras y de los obreros azucareros. Todo esto le entusiasma tremendamente…El presidente, que juega al béisbol y al baloncesto y practica la pesca submarina, transmite a la nación su carácter fieramente competitivo. Cuando era apenas un niño del colegio Belén –cuentan regocijados sus partidarios- se hizo famoso entre los compañeros porque por ganar una apuesta trató de abrir un portón de hierro lanzándose a toda velocidad con su bicicleta. Se abrió la cabeza, pero el llanto sobrevino por el fracaso, no por el dolor. Alterando la divisa olímpica, la cuestión es competir y ganar.
Este chismorreo no tendría importancia si el destino de Cuba no estuviera tan ligado a la personalidad de Fidel. Fidel, como el Che con su dichoso «hombre nuevo», quiere hacer el país a su imagen y semejanza. Desea, y se desespera porque no lo logra, legiones de cubanos que cumplan metas igual a cómo los corredores saltan vallas. El problema es que, salvo en espíritus excepcionalmente tenaces, el entusiasmo tiene unos límites bastante precisos. Varias décadas de entusiasmo son demasiados años. Amanecer día tras día, semana tras semana, año tras año, con el espíritu radiante porque-se-está-cumpliendo-un-deber-y-unas-metas, es una tarea de elegidos o de oligofrénicos.
El entusiasmo deportivo –da igual que sea revolucionario, religioso o futbolístico: el fanático y su entusiasmo patológico son uno y lo mismo en cualquier actividad– requiere éxitos y pausas para perpetuarse. No es posible mantener una tensión competitiva permanente como ha exigido la revolución. La gente sencillamente se cansa de todo ese fastidio de cortar tantas arrobas, apilar tantos ladrillos a apretar tantas tuercas por minuto. La primera vez que se gana un concurso de rapidez y eficiencia en el trabajo -¡oh las medallas stajanovistas!- se tiene la sensación de que se es un héroe; la segunda vez se sospecha que uno está haciendo el idiota. George Orwell describe bien este fenómeno en su delicioso Rebelión en la Granja.
Cuba ha renunciado a la sociedad de consumo. Eso –de acuerdo- es una aberración de la sociedad capitalista. Pero en las sociedades de consumo el trabajador, alienado y todo, alcanza a ver una relación entre su esfuerzo y la recompensa, aunque esa recompensa sea una necesidad artificialmente creada. En Cuba, pasada la euforia y el rito público, no es muy obvio por qué hay que producir más cemento por persona o dedicarle sábado y domingo al trabajo voluntario. Los comunistas, que le tienen horror a las abstracciones, acaban por sucumbir a los fetiches más deletéreos. La producción es uno de ellos. No discuto la necesidad de que se produzcan más gallinas o huevos para atender las necesidades de la población, sino el hecho monstruoso de que ese objetivo se convierta en un leitmotiv de la nación.
Poner a todo un pueblo con sus implacables medios de comunicación (cine, televisión, periódicos, radio) a girar en torno a la aritmética de la producción es alienante, absurdo, aburrido y esterilizador. Las batallas avícolas y porcinas suelen ser soporíferas. Un viejo y un cándido camarada alguna vez me contaba su estupor: «No entiendo, cuando son niños no tienen madurez para interesarse por estas cosas, y cuando son maduros no muestran interés». Y venga entonces a culpar a los hombres y a darle a la historia de la «conciencia revolucionaria» para intentar justificar lo injustificable: el total FRACASO del sistema como método para la creación de riquezas.
Escasez y sociedad de consumo
En todo caso, la libreta de racionamiento me parece lo más justo del mundo. Eso está bien: que lo que haya, se reparta entre todos. En momentos de crisis (la Europa de la guerra y la posguerra, los náufragos de un barco) es inexcusable un racional acopio y reparto de los bienes materiales. Sólo que una crisis de este tipo no puede durar indefinidamente sin que cuestione la capacidad de los responsables. En 1959, Cuba no había pasado por una guerra civil. Batista huyó tras las primeras escaramuzas. El país estaba intacto y podía exhibir la tercera tasa per cápita de ingestión de proteínas en el continente. Más alta, por cierto, que el límite mínimo que señala la FAO.
Tres años después de tomado el poder por los comunistas, comenzó el racionamiento de comida, ropa, calzado, y la escasez de todo lo demás. Se dirá que Cuba perdió mucho con el bloqueo norteamericano, pero se supone que ganó con la Unión Soviética, Europa Oriental, China, Corea, y la familia de semisatélites. Con Europa, Japón y Canadá estrechó lazos económicos. Con América Latina ha comerciado más que nunca en su historia. En ningún momento Cuba ha tenido más puertas abiertas. La imagen del pequeño David luchando por mantener su desarrollo contra la CIA, los ciclones y la confabulación internacional sólo sirve para enmascarar una verdad rotunda: el país está en manos de una legión de incapaces.
Hace treinta años, cuando la libreta de racionamiento de Castro era mucho más generosa que la de hoy, algún economista curioso comparó la libreta de racionamiento con la dieta obligatoria otorgada por España a los esclavos. El pasmoso resultado fue que los esclavos, entonces, estaban más y mejor alimentados que los cubanos de estos tiempos azarosos.
La escasez y el racionamiento prolongado tienen una penosa consecuencia: en medio de una sociedad idealista, el «hombre nuevo» cubano vive pendiente de los bienes materiales. Allí se vive por y para adquirir dos libras de manteca, media docena de huevos y una suela porque-se-me-sale-el-dedo-gordo. Para sintetizar la nada metafísica angustia a esta modalidad de la ansiedad obsesiva, algún psicólogo cubano la ha llamado «el trauma del picadillo». El picadillo, plato nacional por excelencia, ha cedido su nombre a la epidemia nacional por excelencia: la búsqueda de comida.
Es deprimente escuchar las letanías de «este año van a dar un calzoncillo extra» o «en la tienda Mónaco hay sardinas por la libre», o la idiota historia de los Kotex que se robaron, la vitamina que mandan por correo para Chicho-que-está-transparente, la lata de leche que era agua, cambiada por la botella de ron, que también era agua. Típico intercambio entre dos deshonestos negociantes del vendaval revolucionario. Lo peor de la escasez es la manía. La manía de hablar de eso, o de dedicarse a burlarla. Toda la alienante picaresca que la circunda.
Fidel y su equipo justificaron la implantación del comunismo en Cuba como una fórmula mágica para el desarrollo. Prometieron villas y castillas. Automóviles de fabricación nacional en diez años, techo, comodidades, industrialización. La panacea. Casi opulencia. «En la próxima década –dijo Guevara en medio de un ataque de alucinación- sobrepasaremos la renta per cápita norteamericana». Treinta años después, si no llueve, si no hay frío, si la gente trabaja, si la cosecha se recoge a tiempo y –sobre todo- si los rusos no dejan de comprar azúcar y vender petróleo, a lo mejor aumenta la cuota de yuca, boniato o huevos. El parto de los montes. O el ridículo, que es peor y menos literario.
¿Había en aquellas promesas desaforadas la intención de engañar al pueblo, o pura ignorancia? Yo me temo que lo segundo. Y lo temo porque no hay nada más peligroso que un ignorante eufórico. Los gobernantes cubanos carecían de experiencia laboral y tenían un demencial punto de referencia que daba origen a cualquier decisión atolondrada: la aventura de la Sierra Maestra. ¿Vamos a fabricar automóviles? Claro que sí: más difícil era derrotar a Batista y lo logramos. ¿Vamos a desecar la Ciénaga de Zapata? Claro que sí. ¿Vamos a cosechar diez millones? Claro que sí. ¿A convertir los Andes en Sierra Maestra? Claro que sí. El éxito contra pronóstico de la guerrilla, dotó a los dirigentes cubanos de una inagotable confianza en sus iniciativas. En unas mentalidades «tira tiros», poco reflexivas, y escasamente formadas, no podía concebirse que fuera mucho más difícil fabricar automóviles que volarlos. Cualquier proyecto, cualquier plan, por complicado que fuera, era más fácil que lo otro. Más sencillo que la mitología de la secta.
Se ha dicho que la pobreza y el racionamiento son armas al servicio de la represión totalitaria. Hay algo de esto. El «trauma del picadillo» convierte al hombre en un obseso desenterrador de huesos. No le preocupa nada más que vestirse y alimentarse. El racionamiento, además, es un formidable chantaje. Cuando se acude con la libreta a buscar la cuota, se tiene la sensación de que nos mantenemos vivos gracias a la generosidad del gobierno. Es un poco lo que piensa el pobre cuando recibe sobras de comida de manos del rico.
La libreta de racionamiento fomenta la abyecta mentalidad del limosnero: el gobierno pasa a ser un ente poderoso de cuya bondad llega a depender el hambre o la satisfacción. Si se rebelan –miles de cubanos han sido privados de su libreta de racionamiento por diversas razones- pueden dejarlos sin comida o sin ropa. Si obedecen, no les negarán la cuota. Cualquier persona puede darse cuenta del enorme poder que emana del hecho brutal de tener y controlar la llave de la despensa de un país en el que nadie puede acaparar más alimentos que los que les permiten subsistir setenta y dos horas.
No obstante lo anterior, el gobierno cubano hubiera dado sus barbas por evitarse el espinoso problema del racionamiento, las colas y la escasez de cuanto objeto –desde palillos de dientes hasta ventiladores- hace más llevadera la existencia. Es muy difícil explicar concretamente por qué se ha racionado el café, el tabaco, el azúcar o el ron en una isla que se pasó la vida exportando esas cosas.
Las insoportables colas para el restaurante, el helado, el arroz, la leche, la ropa, -para todo hay que hacer cola-, han acabado por irritar al más fanático de los mortales. En Cuba no es posible consumir sin esperar pacientemente. Reparar un paraguas es cuestión de meses; una nevera, de años. Los televisores, como las ovejas negras, no tienen arreglo. La producción es un desastre, pero la distribución es peor; sin embargo, ambas palidecen ante la increíble ineficacia de los servicios. Es el caos dentro del orden.
(Extractos de “Víspera del final: Fidel Castro y la Revolución Cubana”-Globus Comunicación-Madrid 1994).
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