De la misma forma en que observamos soberbia, envidia, deshonestidad y otras actitudes negativas surgidas de una competencia social asociada a la posesión de bienes materiales, existe una competencia paralela, en donde también aparecen tales actitudes, en el ámbito de lo intelectual.
De la misma manera en que existen personas adineradas que no hacen ostentación de riquezas y personas pobres que no son envidiosas, también encontramos personas capacitadas que transmiten humildad y personas con pocos conocimientos que reconocen sus limitaciones.
Si tenemos en cuenta la casi ilimitada cantidad de información disponible, acumulada por la humanidad, puede decirse que somos todos ignorantes por cuanto individualmente sólo conocemos una ínfima parte de ese caudal. Incluso quien sabe varias veces más que otros, sigue teniendo un ínfimo nivel de conocimientos comparado con el total disponible.
Por lo general, las comparaciones se establecen entre personas, dejando de lado, o ignorando, el total de conocimientos disponibles. En esas comparaciones se adoptan dos actitudes extremas; la de quienes se comparan con los mejores y la de quienes se comparan con los peores. Los primeros tratan de sentirse “cola de león”, mientras que los últimos tratan de ser “cabeza de ratón”. Los primeros, por lo general, adoptan una actitud honesta y humilde por estar en un lugar secundario, mientras que los últimos adoptan posturas típicas de soberbia e ignorancia, ya que buscan el conocimiento para sentirse más que los demás mostrando una pobre vocación intelectual.
La diferencia existente entre el genio y el hombre normal es similar a la diferencia existente entre el hombre normal y quien padece alguna deficiencia mental. De ahí que quienes hemos tenido una formación en ciencias exactas, hayamos padecido una situación nada sencilla debiendo hacer esfuerzos notables para no decaer anímicamente. El abismo mental entre el científico exitoso y el iniciado en esos temas es abrumador. Como ejemplo puede mencionarse a Leonhard Euler, el fisicomatemático al que se le atribuye haber realizado un 40% de toda la físico-matemática del siglo XVIII. E. T. Bell escribió: “«Euler calculaba sin aparente esfuerzo como los hombres respiran o las águilas se sostienen en el aire» (como dijo Arago), y esta frase no es una exageración de la inigualada facilidad matemática de Leonhard Euler (1707-1783), el matemático más prolífico de la historia y el hombre a quien sus contemporáneos llamaron «la encarnación del Análisis». Euler escribía sus grandes trabajos matemáticos con la facilidad con que un escritor fluido escribe una carta a un amigo íntimo. Ni siquiera la ceguera total, que le afligió en los últimos 17 años de vida, modificó esta fecundidad sin paralelo. En efecto, parece que la pérdida de la visión agudizó las percepciones de Euler en el mundo interno de su imaginación” (De “Los grandes matemáticos”-Editorial Losada SA-Buenos Aires 1948).
El abismo mental mencionado se advierte, no sólo en la aptitud creativa, sino también en la dificultad que se presenta cuando se intenta aprender lo que ya ha sido realizado. Por ejemplo, entender plenamente los desarrollos geométricos que aparecen en el libro “Principios Matemáticos de la Filosofía Natural”, de Isaac Newton, requiere del lector algunos rasgos de genialidad.
Cuando alguien, que se dedica a las ciencias exactas, da muestras de soberbia, se trata seguramente de una persona deshonesta que no reconoce el abismo mental mencionado, o bien se trata de un ignorante que no tiene ni la menor idea de la labor de los más destacados físicos y matemáticos surgidos a lo largo de la historia. Si alguien se dedica a competir en el ámbito de las ciencias exactas, debe hacerlo incluyendo a todos, y no sólo compitiendo con los que poco o nada saben acerca del tema.
La mayoría de los científicos destacados, conscientes de la labor de sus colegas, mantienen durante toda la vida atributos de humildad. Uno de ellos fue Joseph Louis Lagrange. En oposición a la mayoría de quienes en la actualidad se autodenominan intelectuales, y opinan sobre todos los temas sin ni siquiera profundizarlos, Lagrange reconocía sus limitaciones acerca de algún tema en vez de contestar algo erróneo. E. T. Bell escribió al respecto: “La antipatía innata de Lagrange por todas las disputas se pone de relieve en Berlín. Euler pasaba de una controversia religiosa o filosófica a otra; Lagrange, cuando era acorralado y presionado, siempre anteponía a su réplica su sincera fórmula: «Yo no sé». Sin embargo, cuando eran atacadas sus propias convicciones sabía oponer una razonada y vigorosa defensa”.
Las distintas posturas, respecto a la referencia adoptada como base de nuestros conocimientos, pueden sintetizarse en cuatro referencias:
a- La realidad (en el caso de la mayoría de los científicos)
b- La opinión de otra persona (el sometido intelectualmente)
c- La propia opinión (el que muestra síntomas de soberbia)
d- Lo que opina la mayoría (el hombre-masa)
Excepto en el primer caso, en los restantes pueden aparecer actitudes de soberbia, con una tendencia a descalificar a quienes no se les pueden rebatir opiniones que no concuerdan con la propia, por cuanto se carece de conocimientos firmes. En lugar de decir: “tal cosa no concuerda con la realidad”, tienden a decir: “tal cosa no concuerda con mi opinión”. De ahí que se burlan de otros y tratan de rebajarlos a su propio nivel. En lugar de alegrarse al aprender algo nuevo, tienden a alegrarse cuando advierten errores en los demás. Gabriel Riesco escribió: “El veneno corrosivo de la envidia opera sobre el alma de los hombres y sobre el alma de los pueblos. Y así como hay pueblos destinados a la grandeza espiritual, los hay también propensos a los celos rencorosos y a la inquina salvaje”.
“La plebeyez se irrita ante la nobleza. Lo bajo se indigna con lo elevado. La envidia busca siempre sus víctimas en la altura” (De “El destino de la Argentina”-Grupo de Editoriales Católicas-Buenos Aires 1944).
El ignorante siente rabia cada vez que observa que alguien escribe sobre algún tema, porque supone que lo hace para ostentar conocimiento, sintiéndose de alguna forma agraviado. Procede luego a descalificarlo y a calumniarlo públicamente, como se observa en algunos casos en las redes sociales de Internet. Muy pocos veces se toma el trabajo de realizar una crítica concreta sobre los escritos del calumniado, ya sea porque su soberbia le impide gastar su tiempo leyendo al “enemigo” o bien porque carece totalmente de conocimientos para encarar con éxito tal posible crítica.
Por lo general, la persona que tiene suficientes conocimientos, trata de compartirlos con los demás. Se esfuerza por ser claro en todo lo que escribe de manera que su transmisión sea óptima y pueda lograrse finalmente una igualdad de conocimientos entre el escritor y el lector. El soberbio, por el contrario, trata de no compartir el conocimiento adquirido. Incluso si escribe sobre algún tema, lo hace pensando sólo en los “entendidos”, y no en cualquier lector.
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