La nuestra es una época en que se promocionan los derechos de cada ciudadano, casi exageradamente, y muy poco los deberes correspondientes. Además, la influencia del relativismo moral tiende a minimizar la importancia que toda ética pueda tener. De ahí que quedan pocas dudas de que la ética vigente sea una “ética del querer”, y no del deber. Gilles Lipovetsky escribió: “Las democracias han oscilado en el más allá del deber, se acomodan no «sin fe ni ley» sino según una ética débil y mínima, «sin obligación ni sanción»; la marcha de la historia moderna ha hecho eclosionar una formación de un tipo inédito: las sociedades posmoralistas” (De “El crepúsculo del deber”-Editorial Anagrama SA-Barcelona 1994).
Como ejemplo puede mencionarse un artículo de la Constitución argentina, agregado en la década de los 50, mediante el cual se le otorga a todo ciudadano el derecho a “tener una vivienda digna”, pero sin exigir paralelamente el deber de cada uno de construirse su propia vivienda e, incluso, de construir alguna adicional. El ciudadano desprevenido habrá de pensar que el resto de la sociedad, a través del Estado, estará obligado a construirle “una vivienda digna”, gratuita, y que, de no recibirla, tendrá derecho a la protesta ante el incumplimiento constitucional. Al no existir deberes exigidos a cada ciudadano, o autoimpuestos personalmente, resulta fácil advertir que tal “derecho” fue simplemente un deseo populista con poco o ningún sentido práctico.
La “ética del querer” puede sintetizarse en la expresión “cada necesidad crea un derecho”, es decir, un derecho para el que tiene la necesidad y un deber para el resto de la sociedad que tiene que satisfacerla. Como todos tenemos necesidades y derechos, los deberes respectivos poco atendidos impiden que se cumplan con aquellos derechos. La ética sin obligación carece, por lo tanto, de todo sentido práctico.
La ética basada en deberes, por el contrario, resulta más efectiva, aunque requiera necesariamente de premios por cumplirlos y sanciones por desobedecerlos. Este es el caso del cristianismo en el cual, para que se cumpla con los mandamientos éticos, se los promueve con premios y castigos en el más allá. El cielo o el infierno fueron en su momento la “solución” propuesta por los moralistas bíblicos para promover el cumplimiento de los mismos. Sin embargo, se cayó en el error de considerar que el cumplimiento de tales mandamientos debería estar asociado a cierto sacrificio personal en lugar de advertir que en realidad conducía a la felicidad.
Si cada uno trata de cumplir con el “Amarás al prójimo como a ti mismo”, podrá luego responder si en realidad tal actitud le produjo felicidad o algún tipo de sufrimiento. Sin embargo, muchos consideran al sufrimiento como un precio que debe pagarse para adquirir cierto nivel de felicidad, lo que implica cierta contradicción. En realidad el precio a pagar es el arduo trabajo previo para eliminar todo rastro de egoísmo y de odio que pueda existir en cada uno.
Si se propusiera la abolición de los mandamientos bíblicos, como una forma de eliminar la ética del deber, se elimina la idea y el medio que disponemos para la cooperación social. Si se acepta su continuidad, se acepta la ética que viene impuesta por el propio orden natural.
Es el orden natural el que nos impone el deber de adaptarnos a sus leyes. De lo contrario, hágase la prueba de hacer todo lo contrario a lo que sugieren los mandamientos bíblicos y se observará la ausencia de todo tipo de cooperación social y el auge inmediato de la anomia y el caos. Adviértase que el orden natural es anterior, o preexistente, a la religión, y que por ello no debe extrañarnos que autores como Marco Tulio Cicerón, que vivió unos años antes del nacimiento de Cristo, pudiera incluso utilizar su mandamiento ético, escribiendo al respecto: “No hay cosa más amable ni que una más fuertemente que la semejanza de costumbres en los hombres de bien, porque cuando hay identidad de inclinaciones la hay también de voluntades, de donde resulta que cada uno de ellos ama al otro como a sí mismo, y sucede lo que Pitágoras exige en la amistad: que de varias almas se forme una sola” (De “Sobre los deberes”-Ediciones Altaya SA-Barcelona 1997).
Es oportuno mencionar que los premios y castigos en el más allá no son necesarios para el cumplimiento de la ética natural, o ética que nos impone el orden natural como precio a pagar por nuestra supervivencia. Como se dijo, la felicidad es el premio que se logra al cumplir con el “Amarás al prójimo como a ti mismo”, mientras que la envidia es el castigo asociado a quien tiende a infringir mandamientos tales como “No desear la mujer del prójimo” o “No codiciar los bienes ajenos”.
La ética de los deberes surge históricamente de los estoicos, y se adapta a la moral natural asociada a la religión natural e identificada con los mandamientos bíblicos. Nicola Abbagnano escribió: “El deber es la acción conforme a un orden racional o a una norma. En su primer significado, la noción tuvo su origen en los estoicos, para los cuales es deber toda acción o comportamiento, sea del hombre, de las plantas o de los animales, que se ajuste al orden racional del todo”.
“«Denominamos deber –dice Diógenes Laercio- a aquello cuya elección puede ser racionalmente justificada. De las acciones cumplidas por instinto algunas son por deber, otras ni obligadas ni contrarias al deber. Justas son aquellas que la razón aconseja cumplir, como honrar a los padres, a los hermanos, a la patria y estar en paz y concordia con los amigos. Contra el deber son aquellas que la razón aconseja no hacer, como olvidar a los padres, no cuidarse de los hermanos, no estar en paz y concordia con los amigos, etc. Ni obligatorias ni contrarias al deber son aquellas que la razón no aconseja ni tampoco prohíbe, como levantar una plantita, tener una pluma de escribir, un cepillo, etc.»”.
“La conformidad con el orden racional (que es el destino, la providencia o Dios mismo) es lo que, según los estoicos, constituye el carácter propio del deber. Los estoicos distinguían, como nos refiere Cicerón, entre el deber «recto», que es perfecto y absoluto y que no puede encontrarse sino en el sabio, y los deberes «intermedios», que son comunes a todos y que muchas veces se realizan con la sola ayuda de una buena índole y de una determinada instrucción”.
“La doctrina del deber es, según se ve, originariamente propia de una ética fundada en la norma de «vivir según la naturaleza», que por lo demás es la norma para conformarse con el orden racional de todo. Por lo tanto, no se presenta en la ética aristotélica totalmente fundada en el deseo natural de la felicidad y que no hace referencia al orden racional del todo. La ética medieval, que a su vez se modela según la ética aristotélica, ignora también la teoría del deber y se concentra en torno de la teoría de las virtudes, esto es, de los hábitos racionales que puedan llevar al hombre a la felicidad y la bienaventuranza ultramundana” (Del “Diccionario de Filosofía”-Fondo de Cultura Económica SA-México 1986).
Puede decirse que las virtudes humanas dependen esencialmente de la predisposición que un individuo muestra respecto del cumplimiento de los mandamientos éticos, especialmente el del amor al prójimo. Adviértase además el contrasentido medieval de reemplazar los mandamientos bíblicos por la ética aristotélica, actitud supuestamente favorable para un reforzamiento de aquellos, cuando en realidad se trata de un reemplazo poco justificado.
Posteriormente, Immanuel Kant propone una ética del deber asociada a la virtud personal que implica esencialmente una predisposición al cumplimiento del deber, sin mencionar explícitamente si tal deber es el que apunta a la cooperación social, como es el caso del mandamiento cristiano. Abbagnano agrega: “El concepto de deber se convierte de nuevo en dominante y central en la ética kantiana, que es precisamente una ética de la normatividad. Modifica el concepto estoico del deber, de conformidad al orden racional del todo, para hacerlo conforme con la ley de la razón. Para Kant, deber es la acción cumplida únicamente en vista de la ley y por respeto a ella y es, por lo tanto, la única auténtica acción racional, es decir, determinada exclusivamente por la forma universal de la razón”.
Mientras los estoicos ven la virtud personal en función de la observancia y consideración hacia los demás, Kant parece ver la virtud personal dentro de sí mismo. Puede decirse que la actitud estoica está de acuerdo con la expresión cristiana que aduce que “por sus frutos los conoceréis”. “Dice Kant: «Una acción cumplida por deber tiene su valor moral, no en la finalidad que debe lograrse con ella, sino en la máxima que la determina; por lo tanto, su valor no depende de la realidad del objeto de la acción, sino únicamente del principio de la voluntad que ha determinado esta acción, sin referencia a ningún objeto de la facultad de desear»”.
“En otros términos: «el deber es la necesidad de cumplir una acción únicamente por respeto a la ley», donde la palabra «respeto» indica la actitud que prescinde de todas las inclinaciones naturales. En este sentido, Kant denomina deber a la acción «objetivamente práctica», o sea a la acción en la cual coinciden la máxima que determina la voluntad y la ley moral”.
“«Y en ello consiste la diferencia entre la conciencia de haber obrado conforme con el deber y la de haber obrado por el deber, o sea por el respeto a la ley». La acción conforme a la ley, pero no por respeto a la ley, es la acción legal, la hecha por respeto a la ley es la acción moral. Por lo tanto, deber y moralidad coinciden”.
Para la postura estoica y cristiana, por el contrario, la valoración de nuestras acciones y actitudes depende esencialmente de los efectos que producen en los demás, considerando al mandamiento del amor al prójimo como una tendencia a adoptar y no como una ley estricta a cumplir, por cuanto no resulta nada sencillo amar a todo ser humano como a cada uno de nosotros mismos.
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