Las prédicas cristianas, oídas en forma directa por los primeros seguidores de Cristo, o por los lectores sin intermediarios de los Evangelios, muestran una clara prioridad ética, ya que transmiten un objetivo esencial: que todo ser humano cumpla con los mandamientos bíblicos previos y con los nuevos propuestos (amor a Dios y al prójimo).
Con el paso de los años, los primeros teólogos cristianos buscaron fundamentos adicionales para la nueva religión apareciendo controversias. Había que promover la aceptación del mesianismo de Cristo distinguiéndolo de los demás “candidatos”, pasados, presentes y futuros, debiendo recurrir a algo determinante, poseído por Cristo y no por los demás, ya que el contenido de sus prédicas no les resultaba suficiente. De ahí surge la necesidad de recurrir a la resurrección, o vuelta a la vida, del recientemente crucificado.
Desde el punto de vista ético, no habría ninguna necesidad de tal suceso, pero había que convencer a los opositores tanto como a los futuros seguidores. Tal suceso, posiblemente propio de fenómenos mentales poco frecuentes (seguidores que escucharon a Cristo luego de su muerte), fue descripto sin tergiversación alguna, seguramente, si bien su interpretación puede no haber sido la adecuada. Desde ese momento, la fe debió ser un medio, no sólo para la aceptación de las palabras de Cristo, sino para la creencia en un fenómeno que iba contra todo conocimiento previo. Esta vez de poco valía el criterio de que “por sus frutos los conoceréis”, al menos que tal criterio tuviese validez para los demás y no para Cristo. F. F. Bruce escribió: “Los cristianos del siglo primero, a igual que sus sucesores del segundo y muchos siglos después, consideraron que el argumento de las profecías y el argumento de los milagros, eran las evidencias más fuertes de la verdad del Evangelios. Hoy día se considera, más o menos, que son una piedra de tropiezo, en parte, sin duda, porque ellos representan una actitud hacia el Antiguo Testamento y una visión del mundo, que no armonizan con la modalidad dominante del pensamiento contemporáneo”.
Es oportuno decir que, en la actualidad, puede seguirse el camino propuesto por Cristo sin apenas tener en cuenta su resurrección, ya que la validez ética y psicológica de sus prédicas sigue siendo la misma que cuando las pronunció. Sin embargo, no se considera como “cristiano” a quien no cumple con los mandamientos, sino que no se lo considera como tal al quien no acepta aquellos fenómenos de dudosa ocurrencia o de dudosa interpretación. F. F. Bruce agrega: “La proclamación de los apóstoles consistió en la argumentación de las profecías y en la argumentación del milagro, y las dos coincidieron y culminaron en la resurrección de Jesús. Esta fue la señal mesiánica suprema, la demostración más grande del poder de Dios, y fue, al mismo tiempo, el cumplimiento concluyente de aquellas profecías que indicaban al Mesías. Y no sólo eso. Era algo a lo cual los apóstoles podían aportar su propio testimonio directo. «A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hechos 2:32)” (De “La defensa apostólica del Evangelio”-Ediciones Certeza-Córdoba, Argentina 1961).
Como la resurrección de Cristo fue un hecho posterior a la vida del profeta, se requirió para su aceptación, de la fe en la palabra de los mencionados testigos. A partir de ahí se requirió, para establecer los fundamentos de la nueva religión, de los dogmas establecidos por la Iglesia Católica. Tales dogmas implican una especie de “decreto” establecido por sus autoridades en un momento dado. A partir de su promulgación, se considera ortodoxo a quien acepta y respeta los dogmas, mientras que heterodoxo (o bien hereje) es el que no los acepta ni respeta. José Luis L. Aranguren escribió: “¿Qué quiere decir, en verdad, ortodoxia? Su concepto opuesto, el de heterodoxia, es indubitablemente, cambiante: lo que apareció ayer como heterodoxo con frecuencia se considera hoy completamente ortodoxo; y, consiguientemente, puede haber razones para suponer que lo mismo ocurrirá con lo «heterodoxo» de hoy, mañana, quizás, convertido en ortodoxo”.
“La noción de ortodoxia posee un dinamismo, unas posibilidades de cambio y «ampliación» insospechados doctrinalmente hasta hace poco, lo que le ha dotado de una elasticidad y también de una ambigüedad sobre la que habremos de volver. Mas entonces, preguntémonos de nuevo: ¿qué hay que entender hoy por ortodoxia, «palabra notoriamente vaga». Creo que es Leslie Dewart quien mejor ha contestado esta pregunta, justamente en el contexto de análisis de la doctrina de la infalibilidad. Según Dewart, ortodoxia es la condición mínima absolutamente requerida respecto de una doctrina para que sea considerada como católica; pero el carácter adecuado, apropiado, conveniente, útil de tal doctrina, rara vez depende sólo de esa «condición mínima»” (De “Filosofía y religión”-Obras completas I-Editorial Trotta SA-Madrid 1994).
En casi todas las religiones aparecen sectores que tienen diferentes prioridades. Una de ellas es la difusión de la religión misma prescindiendo de los efectos concretos que pueda tener en la sociedad; la otra postura es la de quienes priorizan los efectos en la sociedad antes que a los símbolos de la religión. La primera postura puede ejemplificarse mediante el siguiente escrito de Rodolfo H. Terragno: “En 1984, la tragedia asumió otra forma: la de una guerra entre sikhs e hindúes. La invasión del Templo Dorado, que servía de refugio a los grupos más violentos de los sikhs, fue vista –aun por los moderados- como un sacrilegio. Es una ironía de la fe que los templos cuenten más que los fieles, y el gobierno indio –que lo sabe- se esmeró en destacar que el ataque contra el santuario del terrorismo sikh se había consumado sin dañar el recinto sagrado, ni el Akal Takht, sede del Poder Inmortal de los sikhs, en cuyos sótanos se había atrincherado el mortal Bhindranwale. El comunicado oficial parecía decir: «Sólo hubo que lamentar desgracias personales»” (De “Memorias del presente”-Editorial Legasa SRL-Buenos Aires 1985).
Desde el punto de vista del individuo, hubiese sido más conveniente que el cristianismo hubiese adoptado formas simples, accesibles al razonamiento, en lugar de un conjunto de misterios sólo accesibles a la fe. La discusión para imponer lo simple o lo complejo se inicia cuando Arrio propone, en los primeros siglos de cristianismo, una especie de “cristianismo sin misterios”, en el cual Cristo es el Hijo de Dios, en lugar de ser el mismísimo Dios hecho hombre. Esta postura fue considerada una herejía y se la desestimó. Jean Guitton escribió: “Arrio, por un lado, colocaba al Padre por encima de todo y concebía al Hijo como una criatura externa a Aquél; por el otro, acercaba al Hijo a nosotros, lo hacía más humano, más semejante a nuestra sustancia. Esta última tendencia prevaleció de hecho entre sus oyentes y sus fieles, pese a todo cuanto se haya dicho o afirmado. Por eso despertó tantos ecos. Hoy en día, utilizando el lenguaje de Bultmann, diríamos que Arrio desmitologizó a Jesucristo al afirmar la Trascendencia divina y su carácter casi incognoscible. Sin duda, Arrio pensó que si le quitaba a Jesús esa misteriosa «divinidad» lo acercaría más a nuestra imitación, a nuestro corazón humano; muchos otros creyeron lo mismo, entre ellos Renán, en el siglo XIX”.
“Esta historia es un anticipo de lo que no podría dejar de sucederle a la religión de la encarnación el día en que ésta sea cuestionada y debamos optar, una vez más, entre el misterio puro y el misterio reducido, disociado y devuelto a unas proporciones más humanas. Con su mente tan perspicaz, Ernest Renán decía que el arrianismo, «que había tenido el raro mérito de convertir a los germanos antes de su ingreso en el Imperio, habría podido darle al mundo un cristianismo susceptible de volverse racional»” (De “Las crisis en la Iglesia”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1984).
Es oportuno mencionar que quien decidió el rumbo adoptado por el cristianismo fue el emperador romano Constantino, que poco conocía del tema. Gerardo Vidal Guzmán escribió: “Constantino acababa de vencer a su rival, Licinio, y aún saboreaba su triunfo cuando, al llegar a Nicomedia, se enteró de la polémica. Aún sin entender gran cosa, comenzó a preocuparse por las dimensiones que amenazaba tomar la discusión. Mal que mal, Constantino siempre había pensado en el cristianismo como una fuerza poderosa que garantizara la unidad, la paz y el orden del imperio. Jamás había siquiera considerado que de él pudieran salir disputas”.
“La carta que en esa circunstancia envió a los dos protagonistas de la discusión lo retrata en toda su desnuda ingenuidad: «He sabido el origen de vuestras diferencias. Tú, Alejandro, obispo de Alejandría, preguntaste a tus sacerdotes qué pensaba cada uno sobre cierto texto de la ley, o mejor dicho, sobre un punto y un detalle insignificante. Tú, Arrio, emitiste imprudentemente una opinión que no había que concebir o, si se concibiera, no había que comunicar. Desde entonces la división se estableció entre vosotros…Hubiera sido preciso no plantear estas cuestiones para evitar después tener que responderlas. Semejantes investigaciones no están prescritas por ninguna ley, sino que han sido sugeridas por la ociosidad, madre de las discusiones inútiles…No es justo ni honrado que discutiendo con obstinación sobre un asunto de mínima importancia, abuséis de la autoridad que tenéis sobre el pueblo para enredarlo en vuestras disputas»” (De “Retratos de la antigüedad romana y la primera cristiandad”-Editorial Universitaria SA-Santiago de Chile 2004).
La religión que surge de Dios, y no del hombre, le quita a la humanidad todo mérito por haber dado un paso adelante en el proceso de adaptación cultural al orden natural. Por el contrario, mayor es el mérito del Creador mientras mayor sea la independencia y la destreza adquiridas por los seres humanos.
Mientras el cristianismo medieval se debatía entre la racionalidad y los misterios, el Islam aprovecha el desconcierto para lograr gran cantidad de adeptos. Paul Johnson escribió: “Este factor de debilidad nunca desapareció; sino que se acentuó y en definitiva la estructura interna fue barrida en pocas décadas por las tribus árabes y su clara doctrina musulmana de Un Dios. Así, los errores de la dirección cristiana entregaron Asia y África a la alternativa musulmana. La rapidez con que ésta fue adoptada y los inútiles esfuerzos del cristianismo por reconquistar el terreno perdido indican la fuerza de atracción popular musulmana, que desterró toda incertidumbre acerca de la unicidad y la naturaleza de lo divino” (De “La Historia del Cristianismo”-Javier Vergara Editor SA-Buenos Aires 1989).
Si la profecía de la Segunda Venida de Cristo se ha de cumplir alguna vez, seguramente ha de ser para establecer algún cambio; de lo contrario no tendría razón de ser. Y el cambio posible, que contempla una mejora ética generalizada, ha de ser seguramente la interpretación del cristianismo como una religión natural, compatible con la antigua propuesta arriana.
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