Por ser un buscador de la verdad, el intelectual se caracteriza por no identificarse con ningún grupo definido ya que su única referencia ha de ser la propia realidad. Ha de ser esencialmente un ciudadano del mundo por cuanto ha de sentirse principalmente un integrante de toda la humanidad. La aparente soledad es la que le permite estar en contacto con el orden natural y sus leyes, liberándose de la influencia de todo grupo, excepto en su etapa formativa. Pedro Lain Entralgo escribió: “He aquí mi definición: es el hombre que profesional o vocacionalmente se consagra a la tarea de buscar, conquistar y expresar la verdad”.
“J.L.L. Aranguren ha sostenido que el intelectual debe ser solidariamente solitario o solitariamente solidario respecto de la sociedad que le rodea. Frente a ella y para ella debe «alumbrar nuevos proyectos de existencia, tanto personal como colectiva, nuevos modos de ser y de vivir»; y a la vez «ejercitar la tarea, menos brillante, menos creadora, pero no menos necesaria, de recordar el deber y de decir no a la injusticia»; mas debe hacer una y otra cosa desvinculado y solitario a las fuerzas reales y a los grupos de acción inmediata –políticos, en suma- que en la sociedad operan” (De “Expresión del pensamiento contemporáneo”-Varios autores-Editorial Sur SA-Buenos Aires 1965).
El auténtico intelectual debe poseer la objetividad que caracteriza a todo buscador de la verdad. Se dice que, para ser objetivo, su razón no debe ser perturbada por sus pasiones. Sin embargo, todo intelectual debe ser un apasionado por la búsqueda de la verdad, por lo que debe perfeccionar durante su vida el hábito de controlarla compatibilizándola con su razón, para que esas pasiones no le impidan contemplar la realidad. Debe ser como un espejo completamente plano, que refleje la realidad sin distorsionarla.
Lain Entralgo resume algunas opiniones emitidas por José Ortega y Gasset, escribiendo: “El tema de la realidad y la función del intelectual es muy frecuente en la obra de Ortega. Ofreceré aquí una breve y esquemática antología de sus asertos: «El intelectual vive haciéndose cuestión de las cosas»…«Anda siempre, en cuanto profesional de la razón pura, entre bastidores revolucionarios»…«siente, frente al seudointelectual, la voluptuosidad de los problemas teóricos»…«no vive la necesidad de la acción, a diferencia del político»…«se siente sobrecogido por el don de la mentira que posee el político y acaso secretamente lo envidia»…«se halla condenado a la impopularidad, porque a las convenciones de la común opinión pública opone novedad, y por tanto paradoxa»…«no siempre es inteligente, pero lo es con más frecuencia que el no intelectual»”.
En cuanto a la verdad mencionada, puede decirse que se trata de la verdad del científico, que consiste esencialmente en una correspondencia cercana entre lo que se describe y la descripción hecha. Sin embargo, existen criterios imperantes en otros ámbitos de la cultura. Lain Entralgo escribe al respecto: “Me atrevería a distinguir hasta seis diferentes modos de verdad: la verdad bruta –bien de comprobación, bien de hallazgo- propia de los hechos de observación: verdor de la hoja vegetal o frialdad del mármol; la verdad estadística de las medidas y, por lo tanto, de las leyes físicas que a medidas se refieren; la verdad conjetural o hipotética de las «teorías» con que el hombre de ciencia interpreta la realidad: el evolucionismo o la expansión del universo; la verdad metafísica de las proposiciones relativas a la constitución última de la realidad, los principios o axiomas verdaderamente radicales; la verdad moral de las creencias y estimaciones: la de quien frente al pasado o ante el presente procede estando «moralmente cierto» de algo; y, por fin, la verdad sobrenatural o religiosa que para el creyente tienen ciertas realidades trascendentes a la naturaleza humana”.
Cuando el intelectual pierde de vista su objetivo de conocer la verdad y expandirla, sino que busca algún tipo de éxito personal, desvirtúa el ideal que debería imperar sobre su conducta. Ello no significa que el intelectual auténtico no deba explayarse en cuestiones de política o de economía, sino que debe hacerlo siendo fiel a la realidad. Julien Benda escribió: “A fines del siglo XIX se produjo un cambio capital: los intelectuales se dedican a hacerles el juego a las pasiones políticas. Los que eran un freno al realismo de los pueblos, se convirtieron en sus estimuladores. Este trastorno en el funcionamiento moral de la humanidad se opera por diversas vías” (De “La traición de los intelectuales”-Efece Ediciones-Buenos Aires 1974).
Mientras que en la antigüedad eran los profetas, filósofos y sacerdotes los que influían mayormente en la opinión pública de la época, tal lugar fue siendo ocupado paulatinamente por el intelectual. Michel Winock escribió al respecto: “En el siglo XIX surge el intelectual como figura pública, pero es sobre todo en el XX cuando ocupa un espacio propio y se convierte en una de las piezas básicas del sistema cultural y de su relación con los medios de comunicación, los partidos políticos o con la sociedad en su conjunto” (De “El siglo de los intelectuales”-Edhasa-Barcelona 2010).
En el siglo XX, no sólo abandonaron la búsqueda de la verdad, sino que los intelectuales ¿o pseudo-intelectuales?, se abocaron a la tarea de promover abiertamente los diversos totalitarismos. Raymond Aron escribió: “Al tratar de explicar la actitud de los intelectuales, despiadados para con las debilidades de las democracias, indulgentes para con los mayores crímenes, a condición de que se los cometa en nombre de doctrinas correctas, me encontré ante todo con las palabras sagradas: izquierda, revolución, proletariado. La crítica de estos mitos me llevó a reflexionar sobre el culto de la Historia y, luego, a interrogarme acerca de una categoría social a la que los sociólogos no han acordado aún la atención que merece: la intelligentsia” (De “El opio de los intelectuales”-Ediciones Siglo Veinte-Buenos Aires 1967).
La intelectualidad que abandona la búsqueda de la verdad, ha de enviar mensajes erróneos a la sociedad. También resulta una conducta desaconsejable el hecho de alejarse demasiado de la opinión pública. Puede decirse que la primera etapa que debe cumplirse para el posterior desarrollo de una nación, implica establecer una intelectualidad auténtica, ya que sólo se lograrán soluciones una vez que se adopta el camino de la verdad: Carlos Altamirano escribió: “El divorcio entre las elites culturales y el pueblo fue, durante buena parte de este siglo, uno de los temas del debacle intelectual argentino. Al hombre de letras y al hombre de ideas se les haría ese cargo –estar separado de su pueblo- y en esa desconexión se identificará uno de los males del país” (De “La Argentina en el siglo XX”-Ariel-Buenos Aires 1999).
En el mismo sentido, Ramón Doll escribió: “Para mí la historia de la inteligencia argentina es una historia de deserciones, de evasiones. Jamás, en país alguno, las clases cultas, viven y han vivido en un divorcio igual con la sensibilidad popular, es decir, con su propia sensibilidad. Habría que hacer un día no la historia de las ideas argentinas, como Ingenieros lo intentó, ni de la literatura argentina, como lo ha hecho Rojas, ni menos aún de las ideas estéticas; habría que iniciar la historia de la traición y de la deserción de la inteligencia argentina respecto a la vida, a la tierra, a las masas nacionalistas, gauchas o gringas. Nuestra cultura ha vivido siempre desasida, desprendida del país; se desliza, se desentiende, no se arraiga, ni se nutre de las savias nacionales” (Citado en “La Argentina en el siglo XX”)
En épocas de crisis, como la del presente siglo XXI, quien posee un título universitario, se siente en condiciones de opinar sobre el amplio espectro del conocimiento sin humano, sin ni siquiera haberse informado previamente de gran parte del mismo. Carlos Alberto Montaner designa esta situación como “todología”, que delata la presencia de un pseudo-intelectual. J. Ghéhenno escribió: “Hasta el fin del siglo XIX, habíamos tenido poetas, filósofos, sabios, artistas, escritores y profesores. Ahora ya no tenemos más que «intelectuales». Y si no se llaman francamente «inteligentes», es sólo por falsa modestia. Ese nuevo título de «intelectual» debía encantar por su vaguedad incluso a semisabios, semiartistas y semiescritores. Está henchido de la fatuidad moderna” (Del “Diccionario del lenguaje filosófico” de Paul Foulquié-Editorial Labor SA-Barcelona 1967).
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