En cuanto a las diversas formas en que el intelectual interactúa con la sociedad, encontramos que lo hace desde una posición cercana a la misma, desde su interior y formando parte de ella, hablando su propio lenguaje y compartiendo sus problemas. También podemos encontrar al intelectual que actúa por fuera de la sociedad, pontificando desde una postura superior ubicándose como representante de una filosofía o de una religión inaccesible al común de los mortales.
El intelectual cercano a la sociedad es que se equivoca y revierte su postura una vez que encontró divergencias entre sus ideas y la propia realidad. El intelectual exterior no se equivoca nunca por cuanto su referencia no es la propia realidad sino sus abstractos ideales o su misión histórica como divulgador de utopías propuestas por algún personaje del pasado.
Como ejemplo del primer caso, puede mencionarse a Juan José Sebreli, quien escribió: “La entrada en la madurez también ha significado una nueva manera de leer, de aprender, de pensar, de escribir y de concebir el criterio de verdad. Por más defensor del pensamiento crítico que hubiera sido no dejaba, durante la juventud, de aceptar sin discusión a los autores preferidos; confiaba en ellos, aun cuando en algún aspecto no estaba del todo convencido. El principio de autoridad y el dogmatismo, aunque negado en las palabras, seguían rigiendo en parte mis ideas, más que el espíritu crítico”.
“No había aprendido a desconfiar de mis ídolos intelectuales tanto como de los políticos; lejos estaba todavía de reconocer que también los más grandes pensadores no eran del todo, ni siempre, coherentes consigo mismos ni con la realidad porque tenían límites insalvables marcados por sus puntos de vista, su época y su propia personalidad”.
“En la madurez, mis guías o padres intelectuales, al igual que mis padres físicos, han muerto y debo arreglármelas por mi cuenta. No me queda nada parecido a un icono como lo fue Sartre en mi juventud. Ya no leo ni siquiera las obras preferidas como si fueran textos sagrados –la Biblia, la Suma, la Enciclopedia- donde esperara hallar respuesta a todos los enigmas del mundo y de la vida”,
“La lectura ha dejado de ser recepción pasiva –aunque nunca lo fue del todo- para transformarse definitivamente en una complicidad activa, otra forma de creación, en un permanente diálogo y discusión con los autores y, a la vez, conmigo mismo. He aprendido que la mejor manera de ganar una discusión es ponerse en el lugar del adversario para conocer las raíces de sus posiciones. Las ideas ajenas me ayudan a aclarar, enriquecer o completar las mías, y cuando no coincido, me sugieren cambiar el camino emprendido o me incitan a reforzar, matizar y mejorar mis propios puntos de vista. El modo de pensar ha sido, desde los griegos, la discusión, porque es el más adecuado para el ejercicio de la libertad, fundamento de la condición humana” (De “El tiempo de una vida”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 2005).
La descripción que realiza Sebreli de su propio trabajo de ensayista puede considerarse como una descripción del método científico, de prueba y error, aplicado al proceso intelectual. El citado autor agrega: “Releo a mis clásicos, pero corregidos por las ideas contemporáneas y puestos al día por los acontecimientos vividos que no dejan de transformarme. Todavía continúo rescatando algunos aspectos y criticando otros de mis maestros de tiempos pasados, conservo su espíritu pese a que, con frecuencia, niego la letra”.
“Un criterio más alerta me permitió disentir con los nuevos paradigmas filosóficos impuestos en la segunda mitad de los sesenta y pronto transformados en moda frívola. He descubierto otros nuevos autores pero los acepto sin aquella pasión y deslumbramiento de los años juveniles porque la experiencia me advierte que mañana, probablemente, deberé revisarlos y corregirlos, como lo hice con los maestros de ayer. Tomo de cada autor lo que me interesa, establezco interconexiones entre ellos y procuro llegar, de este modo, a una síntesis nueva. Así creo estar aproximándome a un pensamiento propio, aunque no fijo ni definitivo, sino tan sólo provisorio y revocable”.
“Admito que no llegaré a ser un maestro, sino tan sólo un eterno estudiante porque la cima del saber es inalcanzable, los nuevos conocimientos no cesan, el aprendizaje es continuo, cada punto de llegada es un nuevo punto de partida, cada respuesta plantea un nuevo problema. Me siento hoy tan abrumado por todo lo que me falta conocer como lo estaba durante la adolescencia en la Biblioteca Nacional”.
“Liberado del dogmatismo, he tratado de no caer en el error simétricamente opuesto del escepticismo; la disolución del sueño de lo absoluto no significó adherir al relativismo. El relativismo aparenta ser la posición más igualitaria y tolerante porque juzga a cada cultura de acuerdo a sus particulares puntos de vista pero, de ese modo, legitima a aquellas culturas cuya identidad implica precisamente la intolerancia y la desigualdad. El relativismo llega siempre a ese tipo de paradojas”.
En cuanto al intelectual que observa la sociedad desde un pedestal imaginario, siendo su influencia poco efectiva, Sebreli lo tipifica en Ezequiel Martínez Estrada, escribiendo al respecto: “En los periodos de decadencia social, ciertos filósofos y oradores, ejercen su talento retórico en una prédica moralizadora que pretenden avalar con su superioridad moral respecto al resto de la población. Tal el papel jugado en la crisis del Imperio Romano, por los estoicos y por los cínicos, cuyos gestos y palabras airadas, imita Martínez Estrada para conjurar la crisis argentina”.
“Desde lo alto de la montaña muy cerca del cielo, donde se ha retirado, Martínez Estrada increpa al pueblo argentino: a los estadistas, a los maestros, a los estudiantes, a los patronos, a los obreros, a los militares, a los sacerdotes, a los jueces, a los escritores. «Tengo que hablarte y tú me tienes que escuchar. Hace veinticinco años que vengo escribiéndote y no te entregan mis cartas. Ahora decido hablarte» (Cuadrante del pampero). Así les habla a los gobernados, a los gobernantes les dirá: «Os hablo señores que tenéis y ejercéis el poder público porque tengo autoridad para ello. Hace cuarenta años que trabajo y me desvelo por entender y hacer partícipe de ello a mis conciudadanos los problemas de nuestra nacionalidad»”.
“Martínez Estrada quiere estar con el pueblo, compartir sus sufrimientos, pero precisamente su buena intención de acercarse al pueblo, está revelando que, de hecho, no forma parte de él, que no comparte su misma situación. La identificación desde fuera es imposible. Dios no puede ser íntimo de los hombres, pese a lo que opinan los místicos” (De “Martínez Estrada. Una rebelión inútil”-Catálogos Editora-Buenos Aires 1986).
Es interesante destacar que el propio Martínez Estrada admite su fracaso como intelectual influyente. Al respecto escribió: “Recapacité, desandando mi vida y la contemplé como un error prolongado cincuenta años por un azar favorable…Había tomado un sendero que llevaba a mi ruina, un camino ilusorio. Sentí tristeza, una tristeza de otra índole que la experimentada muchas veces antes, al reconocer que había vivido engañado, que estaba viejo y que había perdido mi vida complaciéndome en un juego sin valor ni sentido de lucha y conquista. Me resultaba inexplicable que estuviera viejo, de una vejez desvalida y que hubiera vivido tantos estériles años como un niño que remonta un barrilete o hace bailar una peonza. ¿Nada más? Nada más. Sin conciencia de donde estaba ni de lo que hacía” (Citado en “Martínez Estrada. Una rebelión inútil”).
Puede hacerse una síntesis de las principales actitudes de los intelectuales, considerando las ya mencionadas y una tercera por mencionar:
Intelectual accesible al lector y que influye para bien (Actitud igualitaria)
Intelectual inaccesible que poco o nada influye (Actitud desigualitaria)
Intelectual que influye mal (Agitador de masas)
La tercera posibilidad es la del “intelectual” que no sólo no busca ni transmite la verdad, sino que tampoco respeta los principios morales más elementales. Recordemos que el primer eslabón de una secuencia que termina en alguna forma de violencia, o de terrorismo, es el “intelectual”, por así llamarlo, que en realidad es un agitador de masas que hábilmente hace su trabajo de adoctrinamiento, generalmente a favor de alguna forma de totalitarismo. Mario Vargas Llosa expresó: “Hay una afirmación de Albert Camus en la que sostiene que constituye una verdadera aberración el hecho de que en un determinado momento las ideas pueden llegar a conformar una realidad mucho más importante que los hombres de carne y hueso, y que en nombre de esas ideas se puede desembocar en el crimen, la matanza, la represión y el sacrificio de generaciones enteras” (De “Memoria plural” de D. Torres Fierro-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1986).
Jean-François Revel se refiere a esos pensamientos en base a ideas negativas predominantes en el falso intelectual: “El terrorismo se convierte en altamente bienhechor cuando es un intelectual quien toma la iniciativa del mismo, elabora su teoría e incita a los demás”. “Cuando se trata de un intelectual, la cuestión de la culpabilidad o de la inocencia no debe ser planteada, no debe ser tenida en cuenta. Sea lo que fuera lo que haya hecho, el intelectual no puede ser obligado a comparecer ante un tribunal, ni siquiera para ser absuelto. Incluso cuando es condenado, con todas las pruebas necesarias, ello no demuestra, por otra parte, su culpabilidad, puesto que pertenece a una esfera superior a la de los otros seres humanos (si es de izquierdas, por supuesto), ya que su reino no es de este mundo”.
“Sydney Hook relata una conversación que tuvo en su casa con Bertold Brecht sobre los viejos bolcheviques fusilados en la época de los procesos de Moscú. «Fue en ese momento cuando pronunció una frase que nunca olvidaré –escribe Hook- Dijo: ‘Esos, cuanto más inocentes son, más merecen ser fusilados’»” (De “El conocimiento inútil”-Editorial Planeta SA-Barcelona 1989).
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