A la religión tradicional podemos denominarla como la “religión de la creencia”, ya que proclama que la verdad ha sido confiada por el Creador a algunos elegidos que tienen como misión orientar al resto de los hombres con la sabiduría que de Él proviene. Ese resto deberá abstenerse de indagar por su propia cuenta acerca de esa verdad, por cuanto puede contradecirla, debiendo acatarla bajo el riesgo de un posible castigo eterno en caso de no hacerlo.
La religión de la creencia, o de la fe, tiene varios inconvenientes por cuanto siempre aparecen individuos que aducen ser los “verdaderos” elegidos, por lo cual no existe un criterio, inherente a este tipo de religión, capaz de permitirnos adoptar a uno y rechazar al resto, porque todos dicen cosas similares. Este es un caso análogo al de los políticos, que pronuncian palabras semejantes, pero, mientras unos dicen la verdad, los otros mienten. Sin embargo, mirando lo que hacen los gobernantes, podremos finalmente advertir si dijeron o no la verdad (aunque a veces lo sepamos demasiado tarde), mientras que en el caso de la religión resulta casi imposible advertir la veracidad o la falsedad de las promesas realizadas, especialmente cuando se trata acerca de promesas de ultratumba, no así en el caso de las normas éticas sugeridas.
En nuestra época, el nivel de conocimientos aportado por la ciencia experimental nos permite afirmar, con pocas dudas, que todo lo existente está regido por leyes naturales, y que estas leyes son accesibles, en principio, a la indagación científica. Desde las diminutas partículas fundamentales, hasta los pequeños organismos y el propio ser humano, todo está regido por leyes naturales invariantes. Esta invariancia en el tiempo y el espacio puede advertirse cuando se extrapolan hacia el pasado y hacia lo muy lejano, las leyes de la física, comprobándose que mantienen su validez.
Ello implica que las leyes naturales (como vínculos invariantes entre causas y efectos) constituyen una instancia superior respecto de la cual debe toda religión ser compatible. Aun cuando pueda decirse que la religión tradicional “sólo es verificable en el más allá”, debe tenerse presente que el camino hacia ese “más allá” implica el cumplimiento de mandamientos en el “más acá”. En el caso del cristianismo, los efectos del cumplimiento del mandamiento del amor al prójimo son verificables observando el grado de felicidad logrado.
Al constituir dicho mandamiento una adaptación del hombre a la elemental ley psicológica de la empatía, se observa que resulta compatible con la instancia superior antes considerada. Por ello Cristo indicaba que “por sus frutos los conoceréis”, como criterio para distinguir entre verdaderos y falsos profetas, es decir, el profeta verdadero tiene en cuenta las leyes naturales mientras que el falso profeta no las tiene en cuenta. Jaime Balmes escribió: “Aquí no hay [término] medio: o la religión procede de una revelación primitiva, o de una inspiración de la naturaleza: en uno u otro caso hallamos su origen divino: si hay revelación, Dios ha hablado al hombre; si no la hay, Dios ha escrito la religión en el fondo de nuestra alma. Es indudable que la religión no puede ser invención humana, y que, a pesar de la desfigurada y adulterada que la vemos en diferentes tiempos y países, se descubre en el fondo del corazón humano un sentimiento descendido de lo alto: a través de las monstruosidades que nos presenta la historia, columbramos la huella de una revelación primitiva” (De “El criterio”-Editorial Difusión-Buenos Aires 1952)
Muchos predicadores cristianos parecen ignorar la simplicidad de la empatía, la cual nos permite compartir las penas y las alegrías de los demás como propias. Tal fenómeno psicológico, simple e inmediato, no requiere de una revelación directa desde Dios hacia un enviado. De ahí que, para darle un justificativo al proceso de la revelación, los predicadores aducen que el amor al prójimo implica un proceso mucho más complejo, inaccesible al individuo común y sólo accesible a los “elevados”; los que están vinculados a lo sobrenatural. Por ello establecen luego planteos de tipo filosófico que resultan inaccesibles al hombre común, careciendo de toda utilidad debido a la ambigüedad y oscuridad de sus deducciones.
Cuando en religión se habla de la fe, se sobreentiende que se trata del medio cognitivo para acceder a lo sobrenatural. Rajos Rolda escribe al respecto: “La Fe es el conocimiento cierto y perfecto de lo sobrenatural llevado a cabo por el entendimiento en cuanto inmaterial y divino. El conocimiento sobrenatural es un modo de conocer que excede a las fuerzas de la razón humana; puede darse por la Fe y por visión; concretamente es el orden de la Gracia; por ejemplo, un acto de Fe”.
“La Fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado; es lo que tiene una persona respecto de algo que, a pesar de no estar siéndole evidente, es afirmado con seguridad por ella; comienza por un acto, un acto de conciencia: el de asentir con seguridad, sin ver la razón intrínseca de que ese algo sea verdadero. Opinar y creer son actos esencialmente diferentes; lo primero es una afirmación insegura, con cierto temor a equivocarse; la ausencia de ese temor es esencialmente la Fe” (De “L‘Etat c‘est moi”-Editorial Dunken-Buenos Aires 2008).
Mientras que la religión tradicional requiere de la existencia de una interacción entre el hombre y lo sobrenatural, la religión de la evidencia (o religión natural) no se distingue esencialmente de la ciencia experimental, rechazando la hipótesis de lo sobrenatural por cuanto advierte que no hace falta complicar lo simple. Si tenemos en cuenta que la ciencia experimental describe las leyes naturales, o leyes de Dios, constituye una forma directa de conocer a Dios, a través de su obra. De ahí que, en lugar de suponer la existencia de un Dios que interviene en los acontecimientos humanos y se comunica con algunos hombres a través de lo sobrenatural, supone un mundo ordenado mediante leyes naturales invariantes al cual nos debemos adaptar. Así, el Reino de Dios sobre el hombre es interpretado como el gobierno de Dios a través de las leyes naturales, que se instalará plenamente cuando el hombre se disponga a acatar dichas leyes, es decir, cuando el hombre se decida a compartir las penas y las alegrías ajenas como propias.
A quienes se oponen a la religión natural por cuanto no coincide con sus creencias y opiniones personales, se les puede recordar que tienen todo el derecho a seguir manteniendo y predicando sus ideas. A la vez, se les puede preguntar acerca de cuánto tiempo consideran necesario para hacer que la mayoría de los seres humanos adopten el “mandamiento empático” que permitirá el resurgimiento del hombre. Todo indica que los antagonismos y divisiones que generan las religiones de la fe no tienen solución en ese ámbito, ya que sólo la descripción y el entendimiento de las leyes naturales constituye el camino efectivo y seguro para la supervivencia de la humanidad.
Este planteo resulta inobjetable teniendo presente las propias profecías bíblicas, ya que predicen un cambio importante en el futuro. Si actualmente predomina la religión de la fe y de lo sobrenatural, el cambio importante ha de conducir a la religión de lo evidente y de lo natural. De lo contrario, no ha de haber ningún cambio esencial por lo que tampoco la profecía bíblica ha de ser verdadera (los que promueven la fe en la Biblia no creen entonces en la validez de la profecía apocalíptica por cuanto tampoco creen en el cambio que la ha de justificar).
El filósofo romano Epicteto advirtió hace varios siglos respecto de la diferencia existente entre el conocimiento puramente contemplativo y aquél que nos sugiere acciones accesibles a nuestras decisiones. Debemos distinguir entre religión moral y religión contemplativa. La primera implica priorizar nuestra actitud cooperativa mientras que la segunda implica priorizar nuestra actitud cognitiva. Incluso se ha llegado al extremo de considerar que la virtud del creyente está asociada a la postura filosófica adoptada en lugar de vincularla al cumplimiento de los mandamientos. Se puede ser creyente sin cumplir con los mandamientos, mientras que se puede ser no creyente y cumplir con ellos. Jaime Balmes escribió: “Son muchas y muy varias las religiones que dominan en los diferentes puntos de la Tierra: ¿sería posible que todas fuesen verdaderas? El sí y el no, con respecto a una misma cosa, no puede ser verdadero a un mismo tiempo. Los judíos dicen que el Mesías no ha venido, los cristianos afirman que sí; los musulmanes respetan a Mahoma como insigne profeta, los cristianos le miran como solemne impostor; los católicos sostienen que la Iglesia es infalible en puntos de dogma y de moral, los protestantes lo niegan; la verdad no puede estar por ambas partes, unos y otros se engañan. Luego es un absurdo decir que todas las religiones son verdaderas”.
Desde el punto de vista de la religión natural se sostiene que el resurgimiento moral del hombre no sólo requiere del conocimiento y acatamiento de la ley natural, sino también de una decidida búsqueda de una mejora intelectual, ya que la predisposición a mantener nuestra mente ocupada con pensamientos importantes, deja poco tiempo y lugar para el pensamiento superfluo e incluso negativo hacia los demás. De ahí que el amor a Dios puede interpretarse, no como un proceso empático similar al destinado a los demás seres humanos, sino como “el amor intelectual de Dios” propuesto por Baruch de Spinoza.
El predominio de la religión moral sobre la religión contemplativa implica un todo coherente con la ética y con las ciencias que estudian al hombre. Jaime Balmes escribe al respecto: “Las ideas morales no se nos han dado como objetos de pura contemplación, sino como reglas de conducta: no son especulativas, son eminentemente prácticas: por esto no necesitan del análisis científico para que puedan regir al individuo y a la sociedad. Antes de las escuelas filosóficas había moralidad en los individuos y en los pueblos”.
“Así, pues, al entrar en el examen de la moral, es preciso considerar que se trata de un hecho; las teorías no serán verdaderas si no están acordes con él. La filosofía debe explicarle, no alterarle; pues no se ocupa de un objeto que ella haya inventado y que puede modificar, sino de un hecho que se le da para que lo examine. Por ese motivo, los elementos constitutivos de las ideas morales es necesario buscarlos en la razón, en la conciencia, en el sentido común. Siendo reguladores de la conducta del hombre, no pueden estar en contradicción con los medios perceptivos del humano linaje: debiendo dominar en la conciencia, han de encontrarse en la conciencia misma”.
“La razón, el sentido común, la conciencia, no son exclusivo patrimonio de los filósofos: pertenecen a todos los hombres, por lo que la filosofía moral debe comenzar interrogando al linaje humano, para que de la respuesta pueda sacar qué es lo que se entiende por moral o inmoral, y cuáles son las condiciones constitutivas de estas propiedades” (De “Ética”-Editorial TOR-Buenos Aires 1947).
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario