La palabra “revolución”, en el ámbito de la política, da la idea de un cambio abrupto desde un despotismo hacia alguna forma democrática, o bien desde una democracia hacia alguna forma de despotismo. De ahí que la Revolución Rusa, en este sentido, parece haber constituido un cambio desde un despotismo monárquico a uno totalitario, con pocas variantes para quienes los debieron padecer.
La mayor parte de la población rusa anhelaba mejoras sociales ante la opresión del sistema monárquico de los zares; ambición que fue traicionada por Lenín y sus seguidores en forma semejante a la traición que sufrió el pueblo cubano unos cuarenta años después, cuando es sometido por un totalitarismo bastante peor que la dictadura de Fulgencio Batista. Recordemos que la Revolución Cubana tuvo mucho apoyo inicial por cuanto se aspiraba a derrocar esa dictadura y no a instalar el comunismo.
Una revolución comunista implica que el proletariado (los que trabajan junto a sus hijos) se rebela contra la explotación laboral de la burguesía (los dueños de los medios de producción), tal la impulsada por el marxismo. Sin embargo, en la Rusia anterior a la revolución, no existía un sistema capitalista sino un sistema similar a un feudalismo. Por ello, la “revolución comunista” de Rusia, no fue revolución (sino un cambio de despotismo), ni fue comunista, tal como el marxismo-leninismo ha intentado hacer creer para exaltar las aptitudes proféticas de Marx. Y cuando existe un capitalismo desarrollado, no hace falta ninguna revolución. Alan Moorehead escribió: “Inclusive al presente, en un mundo familiarizado con los dictadores y las camarillas gobernantes, es un poco difícil comprender plenamente cuán absoluto era el poder de los zares rusos cuando nació Nicolás en 1868. El Zar ocupaba su puesto como jefe de Estado con la misma naturalidad con que un padre asume la responsabilidad por su familia, y la idea del derecho divino de los reyes era algo más que una supervivencia de la época medieval; era un dogma en el que se creía apasionadamente, y no sólo la familia imperial misma. Para la gran mayoría del pueblo ruso ajeno a la corte era también un dogma tan inalterable y absoluto como el Manifiesto Comunista y la tesis de Lenín lo han sido posteriormente para los bolcheviques”.
“La tradición mogólica sobrevivía todavía con gran fuerza en la década de 1860 y la naturaleza misma de los rusos –la indolencia y pereza de los campesinos y la falta de cultura entre la nobleza- puede haber hecho inevitable que hubiera un gobernante central y que tuviera que gobernar mediante la fuerza y la violencia. Se podría decir, por supuesto, que ese atraso les fue impuesto a los rusos por la fuerza, que fue una tiranía de los zares la que convirtió a la mayoría de ellos en una raza de esclavos anónimos, pero no por eso dejaba de ser cierto que se trataba de un Estado que servía de presa al Zar y a un pequeño grupo de nobles y burócratas que lo gobernaban en su beneficio exclusivo”.
“El campesino era un siervo que no podía tener otra ambición que la de morir temprana y pacíficamente o sobrevivir con un mínimo de trabajo, impuestos, hambres y palizas. El grupo gobernante poseía toda la riqueza, gozaba de todos los privilegios y monopolizaba todo el poder político, y no se proponía ceder ninguna de sus prerrogativas. Consideraba que los campesinos (alrededor del 95% de la población) eran poco más que animales a los que no se podía confiar la menor responsabilidad” (De “La Revolución Rusa”-Ediciones Peuser-Buenos Aires 1959).
La abolición de la propiedad privada de los medios de producción (y a veces de todo tipo de propiedad), propuesta tanto por el marxismo como por los socialismos utópicos, al ser impuesto contra la voluntad de gran parte de la población (como lo propone el marxismo) despierta rechazos y genera conflictos que sólo pueden ser sofocados mediante un régimen de terror. La uniformidad requerida por la planificación estatal de la economía anula las metas y libertades individuales, surgiendo un sistema similar al de una cárcel a la cual sólo puede adaptarse un pequeño sector de la sociedad.
Los diversos personajes al mando del régimen socialista imponían sus criterios personales hasta que, finalmente, al acceder una persona normal, que pretendía abolir el terror, el sistema se disuelve. Leonid Gosman escribió: “No ser amado por su pueblo fue también un mérito de Gorbachov. El régimen «orwelliano» que primaba en la URSS, exigía que el pueblo amara a sus dirigentes. Terror, miedo y amor, no eran términos antagónicos. Se amaba al dirigente porque se le temía a causa del terror. Desapareciendo el terror y el miedo, desaparecía el amor” (Citado en “El orden del caos” de Fernando Mires-Libros de la Araucaria SA-Buenos Aires 2005).
Bajo el dogma del “derecho que otorga la historia”, las etapas del socialismo soviético estuvieron ligadas a las distintas personalidades que lo gobernaron y fueron resumidas en una ficción popular. Fernando Mires escribió: “La imaginación popular resolvió el problema de la periodización con un chiste que es más o menos así: a un tren le es imposible continuar debido a que faltan rieles. ¿Qué hace Lenin? Decreta un domingo rojo voluntario a los soviets a fin de construir más rieles. ¿Qué hace Stalin? Deporta a un pueblo, lo hace construir rieles y después manda fusilar a todos con el fin de que «el imperialismo» no se entere de que en la URSS faltaban rieles. ¿Qué hace Kruschev? Ordena poner los rieles de atrás, adelante. Y al regresar, lo mismo. ¿Qué hace Breznev? Ordena cerrar las cortinas de los vagones y que los pasajeros se muevan hacia atrás y adelante como si el tren estuviera funcionando. ¿Qué hace Gorbachov? Abre una ventana y grita desesperado ¡No hay rieles! ¡No hay rieles!....Me han contado que el chiste continuó: ¿Qué hace Yelsin? Pues, vendió el tren para comprar rieles”.
En cuanto a los lemas, o paradigmas, salientes en cada periodo, el mencionado autor escribe: “Si hubiera que buscar una fórmula clave para designar el sentido de las reformas propuestas originariamente ella es: informática + democratización o, en la terminología de Gorbachov, Perestroika + Glasnost. Esa fórmula buscaba expresarla Gorbachov en otra, aún mucho más llamativa: La Segunda Revolución, que es precisamente el subtítulo de su libro escrito en 1987: Perestroika. La primera revolución era naturalmente la de octubre de 1917. La de Gorbachov y una fracción bastante numerosa del PCUS [Partido Comunista de la Unión Soviética], buscaba establecer continuidad con la primera, y cumplir el sueño leninista-estalinista-kruscheviano de desarrollar las fuerzas productivas y transformar la Unión Soviética en una potencia moderna”.
“En este sentido la fracción gorbachiana no se apartaba un ápice de la ideología modernizadora de sus principales predecesores. No olvidemos que para Lenín el socialismo era electrificación + soviets. Para Stalin había sido Gulag + industria pesada. Para Kruschev era conquista del espacio + bomba atómica. En esa carrera loca para emular al enemigo, al «capitalismo imperialista», sólo la era de Breznev echaba a perder el juego, pues su política no estaba dirigida a desarrollar las fuerzas productivas, como al mantenimiento precario del orden establecido”.
“Es por eso que en sus primeros momentos, los cañones ideológicos de Gorbachov estaban dirigidos no contra el estalinismo, sino contra el periodo Breznev, bautizado como la estagnación, lo que en cierto modo implicaba una justificación ideológica indirecta del estalinismo. Y en efecto: la ideología del bolchevismo, aún presente en los años ochenta, podía tolerar los crímenes de Stalin y Lenín, pero no la falta de «crecimiento económico». Debido a esa razón, la constatación del principal asesor económico de Gorbachov, Abel Aganbegian, relativa a que el último plan económico (1981-1985) arrojaba un saldo de cero, no podía sino constituir un escándalo político en el interior de la «Nomenklatura». El desarrollo de las fuerzas productivas era, entre otros puntos, parte de la racionalidad interna del marxismo soviético; «la guerra económica» que, a fin de cuentas, debía de ser tanto o más decisiva que la política o la militar frente al «mundo capitalista»”.
Puede decirse que la política adoptada desde la Revolución fue una política maquiavélica, ya que a los gobernantes sólo les interesaba el poder y muy poco el bienestar de la población. Ello se debió a dos factores principales: a la búsqueda de objetivos colectivos (en lugar de individuales) y a la persistente competencia con el enemigo (el capitalismo). Sin embargo, la mayor crítica hacia el capitalismo, realizada por los socialistas, implica justamente su característica competitiva, sin advertir que la competencia en el mercado es una competencia para una mejor cooperación con el consumidor. De ahí que puede hacerse la siguiente síntesis: URSS = Poder + Terror + Expansión imperialista
La instauración del socialismo en Rusia se debió a varios factores, como el deterioro de al imagen de la monarquía zarista en épocas de la Primera Guerra Mundial, cuando los consejos del trastornado monje Rasputin, sobre la supersticiosa esposa del zar, influían en forma alarmante sobre los destinos de la nación. También los revolucionarios tuvieron un fuerte apoyo de Alemania, por cuanto a ese país, en guerra contra Rusia y otros países, esperaban la retirada de las tropas rusas de esa guerra.
También influyeron los errores cometidos por los sectores rivales a Lenín, luego de la caída del gobierno zarista, como fue el caso de Alexandre Kerensky. Al respecto, Fabio V. X. Da Silveira escribió: “La personalidad y la vida de Kerensky se podrían resumir así: un sofisma para encubrir una traición. El sofisma: el mejor medio de desarmar al adversario es destruir su agresividad, y el mejor medio para destruir la agresividad consiste en atenderle indefinidamente sus exigencias. Así es que, jefe del gobierno ruso después de la caída del zarismo, Kerensky representó frente al comunismo una política de sucesivas concesiones. Fortalecidos gradualmente los bolcheviques por estas concesiones, aconteció lo inevitable: acabaron siendo lo suficientemente fuertes como para derribar a Kerensky y lo derribaron”.
“Socialista y enemigo acérrimo del régimen imperial, participó activamente en la Revolución de marzo de 1917 que obligó al Zar Nicolás II a abdicar. Al formarse el primer gobierno provisional, Kerensky es nombrado Ministro de Justicia. El 20 de julio del mismo año, asume el Poder como Primer Ministro con facultades dictatoriales”.
“Existía en esta ocasión gran divergencia entre las distintas corrientes izquierdistas. Los bolcheviques, cuyo líder era Lenín, son los más extremistas entre los socialistas, que en marzo tenían una fuerza enorme, pero que entonces estaban en completo desprestigio. Ninguno de sus periódicos circulaba, por el hecho de negarse a imprimirlos las tipografías. Sus principales líderes estaban fuera de acción: Lenín vivía prófugo, Trotsky y Stalin estaban presos”.
“Kornilov, general de gran prestigio y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, considerado como hombre de derecha, se dispuso a liquidar por completo el bolchevismo. Era la última oportunidad para hacerlo. Con toda razón acusa a Lenín del crimen de traición y propone un plan enérgico de acción. Kerensky, el socialista moderado, tenía reservas en cuanto a la posición ideológica de los bolcheviques, pero repudia la propuesta radical de Kornilov. Acaba indisponiéndose con éste y lo encarcela. Más o menos simultáneamente –la mayor de las incongruencias- pone en libertad a una serie de presos políticos de Siberia, entre los cuales se encontraba Stalin. Por concesión a los socialistas avanzados proclama la república. Casi enseguida Lenín vuelve a Rusia y el bolchevismo comienza a crecer de nuevo en prestigio. Kerensky inicia su decadencia política, víctima de su pusilanimidad. O de su connivencia….” (De “Frei, el Kerensky chileno”-Ediciones Cruzada-Buenos Aires 1968).
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