Por Germán Sopeña
Podría aplicarse a James Buchanan aquella conocida paradoja, digna de Borges, que dice: “Era un hombre tan inteligente que sólo tuvo dos o tres ideas en su vida”.
Desde hace más de treinta años James Buchanan trabaja en torno de una sola idea central: la acción pública en el campo económico. Así acuñó un concepto ya famoso: la ‘public choice’ (opción pública) que es casi una escuela del pensamiento. De neto corte clásico, Buchanan sostiene a la vez la necesidad de fijar reglas claras para que se desarrolle el mercado así como advierte sobre los límites que operan en todo momento de intervención central que vaya más allá de la simple definición del marco de acción general.
Sus trabajos son poco conocidos, sin embargo, en el idioma castellano. La Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas (ESEADE) es uno de los pocos canales que han publicado trabajos de Buchanan –en su revista semestral Libertas- años antes que el profesor norteamericano fuera distinguido con el Premio Nobel de 1986.
Invitado a Buenos Aires por la ESEADE, James Buchanan sintetizó, en diálogo con La Nación, sus principales puntos de vista en materia económica.
G.S.: ¿Cómo definiría su interés central en la economía?
J.B.: -Durante más de tres décadas me he dedicado a la investigación de lo que comúnmente se llama la “opción pública” (public choice) que comprende la aplicación de métodos de análisis económico referidos a procesos de decisión de sectores políticos. Esto es, analizar el comportamiento de los individuos como participantes de un esquema político, ya sea como funcionarios, actores políticos o técnicos vinculados con el Gobierno. Asimismo, estudiamos las instituciones dentro de las cuales se generan comportamientos de tipo público.
G.S.: Al analizar el comportamiento económico de una sociedad determinada, ¿presta usted mayor atención a los procesos de decisión política que tienen una consecuencia económica o considera más importante el comportamiento económico espontáneo de la sociedad, lo que llamaríamos comúnmente “el mercado”?
J.B.: Me parece importante entender que las reacciones espontáneas del mercado están siempre referidas, o aun limitadas, por esa suerte de “paraguas legal” o marco institucional de acción que siempre estará definido a partir de ciertas opciones políticas adoptadas previamente. Dentro de ese paraguas legal es evidente que el mercado coordina espontáneamente sus adaptaciones a las necesidades. Pero lo que nos ha mostrado también el estudio de la ‘public choice’ durante años es que si bien el mercado depende de tal marco político-legal, por separado es poco lo que pueden hacer las decisiones adoptadas políticamente para obtener reales cambios en el funcionamiento de dicho mercado. Los responsables políticos lo intentan a menudo, queriendo forzar situaciones, pero la experiencia produce casi siempre resultados muy distintos a los que esperaban producir.
G.S.: ¿Qué analizar con prioridad entonces: las decisiones políticas –y sus errores- o el mercado?
J.B.: Déjeme plantearlo de este modo. Para mí, todo comienza con el individuo. Lo importante del ‘public choice’ es recordar también que son decisiones adoptadas por individuos particulares bajo circunstancias particulares. Lo interesante es observar en cada caso por qué los individuos se sienten inclinados a adoptar tales o cuales decisiones económicas que luego toman carácter público. Ése es un poco mi punto central de observación.
G.S.: Para usted, ¿es el análisis económico imperfecto por definición? ¿O se pueden lograr diagnósticos precisos en materia económica?
J.B.: El análisis económico sólo puede brindar una comprensión como para hacer previsiones generales sobre lo que puede llegar a suceder si uno trata de adoptar tal determinación o tal otra. Pero predicciones específicas o análisis muy exactos es algo que, obviamente, no se puede hacer en economía.
G.S.: Los 40 años que pasaron desde la posguerra hasta hoy mostraron un periodo de gran prosperidad en los países industriales, seguido luego por una crisis recesiva que alcanzó a todo el mundo. ¿Hasta dónde influyeron análisis o teorías equivocadas?
J.B.: Definitivamente creo que recién ahora estamos saliendo de un esquema teórico que predominó durante el periodo que usted cita. Llamo a ese esquema mental una visión romántica de lo que los gobiernos pueden hacer, lo cual fue la causa de la mayor parte de los problemas que hoy observamos en todo el mundo. En particular, me refiero al predominio de la teoría económica keynesiana y su visión macroeconómica que, esencialmente, creía en modelos de control de la economía que eran simplemente inapropiados y hasta irreales.
G.S.: ¿Una solución no keynesiana era posible en los años de recesión de la década del ’30?
J.B.: Suponer que la solución keynesiana era lo único viable es lo que hizo tan popular su teoría aún muchos años después de la década del ’30, cuando probablemente el mismo Keynes hubiera cambiado radicalmente de pensamiento. Pero, además, yo creo que existía otra alternativa distinta y muy superior a la propuesta por Keynes. Ella hubiera consistido en una reforma fundamental de nuestras instituciones monetarias básicas dirigida a prevenir cualquier intento de intervención fiscal por medio de la provisión de dinero.
G.S.: Aunque generalmente se acusa a la teoría keynesiana de haber sentado las bases de una inflación crónica, nadie podía prever, en cambio, las hiperinflaciones que se conocieron en países como los de América Latina. ¿Cuál es su análisis frente a los casos de alta inflación?
J.B.: No tengo gran experiencia en casos de alta inflación, pero creo que algunas raíces son comunes. La inflación es siempre el resultado de una falta de previsión en cuanto al valor del signo monetario de una economía. Si no se defiende ante todo la estabilidad de la moneda, siempre se pagará el precio de una inflación creciente. Por cierto, sigo pensando que tanto en mi país como en todos los demás necesitamos con urgencia una reforma de las instituciones monetarias como para obtener una real previsión del comportamiento de cada moneda.
G.S.: ¿En qué medidas concretas piensa usted al plantear una reforma sustancial de las instituciones monetarias?
J.B.: Se puede reestructurar el sistema en tal forma que se puede obtener una estabilidad en el valor real de la moneda. En otras palabras, que usted pueda comprar con un austral exactamente los mismos bienes hoy que en 1995 o en el 2000. Si uno puede prever ese comportamiento de la moneda, todas las decisiones económicas tendrán resultados más efectivos. Para ello, contestando al centro de su pregunta, creo que es necesario definir a cada moneda respecto de un patrón definido, que puede ser una canasta de productos o lo que se quiera, pero algo concreto de lo cual las instituciones monetarias no podrán apartarse bajo ningún concepto.
G.S.: Una visión clásica como la de Jacques Rueff, por ejemplo, ha sostenido que la moneda no es nada por sí misma sino que es en realidad el reflejo del funcionamiento de una economía. O sea, que no puede haber moneda estable con una economía débil. ¿Qué resultado podría tener en ese caso proponerse la estabilidad de una moneda si la economía no sirve de sustento?
J.B.: Debo decir que no comparto esa afirmación. Creo que el patrón monetario de un país puede ser algo tan definido como una yarda o un metro, una referencia fija adoptada por definición. Es la responsabilidad de los gobiernos garantizar ese valor fijo. Usted puede decirme, lógicamente, que los gobiernos jamás hacen esto por razones políticas. Correcto, por eso pienso que se debe fijar el valor de una moneda en referencia con un patrón, como una definida cantidad de oro, trigo o lo que sea.
G.S.: ¿Usted cree posible un retorno al sistema internacional del patrón oro?
J.B.: No hay duda de que podríamos hacerlo. Existe una discusión en este momento en los EEUU en torno de este punto. Y yo creo que el dólar debería estar definitivamente atado a una referencia de valor real, aunque no sea oro en sí.
G.S.: Luego de tantas experiencias de teoría económica en los últimos 100 años, ¿cree que la visión global de Adam Smith sigue siendo más actual que nunca, como se sostiene hoy en distintos círculos universitarios?
J.B.: Ciertamente, creo que el tipo de comprensión de Adam Smith sobre cómo trabaja una economía nos da un instrumento siempre válido para definir mejor las instituciones que deben asegurar el mejor comportamiento del mercado. Es también una buena defensa para entender que el Estado no posee las posibilidades de interferir en todo sin que ello resulte en claros perjuicios económicos. Con el análisis del ‘public choice’ hemos tratado de señalar siempre los límites a esta acción del Estado sobre la realidad económica.
G.S.: Sin embargo, el Estado ha intervenido activamente en la economía e todos los países del mundo y recién ahora se trata de dar marcha atrás en ese proceso. ¿Qué expectativas percibe usted en lo que se denomina generalmente como la tendencia hacia la desregulación?
J.B.: Lamentablemente, una vez que el Estado ha intervenido es difícil desregular o destrabar actividades cuando todo está muy atado. Se hace evidente que transferir actividades del sector público al sector privado es bastante difícil en cualquier país del mundo.
G.S.: ¿El mayor inconveniente es que la acción de desregular es, al fin y al cabo, una regulación que debe adoptar el propio Estado?
J.B.: Ciertamente. Ésa es tarea del Estado y creo que allí también se vislumbra toda la importancia de la definición de Adam Smith cuando estableció que le corresponde fijar las reglas de juego más adecuadas para que luego el mercado trabaje espontáneamente. No hay que pensar tampoco en la posibilidad de una anarquía total en materia económica. En ese sentido soy un hobbesiano y creo en la función del Estado para fijar las reglas de juego.
(De “Testimonios de nuestra época”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1991).
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