La tendencia hacia la igualdad de los hombres ha hecho surgir la idea de que existe una igualdad básica que ha de generar el resto de las igualdades. Para el cristianismo, la igualdad afectiva, por la cual hemos de compartir las penas y las alegrías de los demás como propias, es la igualdad que permitirá lograr el resto de las igualdades, es decir, la jurídica, la social y la económica. Por el contrario, las tendencias socialistas aducen que primero debe lograrse la igualdad económica para que luego se logre el resto.
Ante una visión amplia, se observa que todos los seres humanos estamos regidos por las mismas leyes naturales, tales como las descriptas por la psicología. De ahí surge la mencionada “igualdad natural” promovida por el cristianismo. Al elegir la actitud cooperativa del amor, se trata que esa actitud prevalezca sobre el odio, el egoísmo y la indiferencia. A esta propuesta se le opone la de quienes proponen una “igualdad artificial” o igualdad económica, sosteniendo que las diferencias entre los hombres, en todos los aspectos, proviene de su pertenencia a distintas clases sociales, o económicas.
La igualdad social consiste esencialmente en una igualdad de derechos y de deberes, dando lugar a la igualdad jurídica y a la igualdad política. La evolución histórica de la igualdad social ha sido descrita por R. Boudon y F. Bourricaud: “Con la liquidación de la feudalidad se igualan los status jurídicos de las personas. Así, se reconoce a los individuos como igualmente aptos para contratar, comprar y vender y contraer matrimonio. Luego o a la vez sobreviene un proceso de igualamiento de los derechos políticos. Todos los hombres y después todos los adultos de ambos sexos encuentran habilitado el acceso al sufragio. En tercer lugar, al hacerse más productivas y ricas nuestras sociedades, las extremas disparidades entre la abundancia y la escasez se ven gradualmente disminuidas o, más bien, se las percibe como destinadas a desaparecer”.
“A este panorama, muy optimista, puede añadirse un último trazo. Las desigualdades de participación en los bienes públicos, como la educación y la salud y en los diversos placeres de la vida en sociedad, serían también progresivamente reducidas, de tal modo que, en último extremo, todos los miembros de la ciudad moderna podrían disfrutar de un mismo tesoro cultural” (Del “Diccionario crítico de Sociología”-Edicial SA-Buenos Aires 1990).
Si bien la tendencia a la igualdad de derechos resulta bastante atractiva e inobjetable, se olvida que debe existir también una igualdad de deberes, que muchas veces no es tenida en cuenta. Si la búsqueda de la igualdad social se establece a partir de la desigualdad de los hombres, existe una contradicción esencial que se ha de verificar en los resultados logrados. Este es el caso de la socialdemocracia, que promete igualdades de todo tipo sin tener presente la sustentabilidad económica que las facilite. Incluso la igualdad económica propuesta supone que ha de ser generada por el sector productivo, principalmente por los empresarios. Se considera que una minoría debe producir para el resto mientras que un gran sector de la población no tendría ninguna obligación de ser también un empresario, ya que tiene todos los derechos del consumidor. “Como muy bien lo vio Aristóteles, la exigencia de igualdad asume dos formas que no son fácilmente conciliables. Por un lado, demanda la igualdad aritmética. Así enfocada, enuncia que todos los hombres deben ser tratados de la misma manera. Pero, por otro lado, estipula que las retribuciones que obtienen a través del intercambio deben ser proporcionales a sus contribuciones. No sería justo que quien no trabajó reciba lo mismo que quien se esforzó mucho”.
El lema socialista que sugiere: “De cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad” no tiene en cuenta los méritos productivos individuales (los deberes), sino las necesidades (los derechos), por lo que resulta contradictorio con la igualdad social de los hombres, que consiste en la igualdad tanto de deberes como de derechos. “A medida que se afirma una concepción más estrictamente naturalista de la condición humana y de la vida en sociedad, la exigencia de igualdad se define en relación con tres referencias: la de los méritos, la de las necesidades y la de las solidaridades”.
Algunos aducen que la parábola bíblica “del obrero que recibe igual paga” sería una confirmación del lema socialista. Boudon y Bourricaud agregan: “Verdad es que la parábola evangélica del obrero de la undécima hora nos recuerda que la justicia divina no se encuentra sometida a los mismos criterios, sino que elige a los justos sin que los demás hombres puedan percibir otro vínculo que la voluntad divina entre las obras de quienes son justificados y la salvación que se les acuerda”.
Siendo la Biblia un libro de moral, sostiene que una persona, que adopta la actitud cooperativa del amor, aunque en el pasado hayan predominado en ella otras actitudes, está en las mismas condiciones de salvación que otros que adoptaron tal actitud mucho antes. No es Dios un agente vengador o justiciero que “anota” los actos buenos y malos para hacer luego un balance, sino que los premios y castigos vienen implícitos en las propias acciones y sentimientos humanos.
El socialismo promueve sociedades con poca movilidad social, por cuanto se aduce haber logrado una “clase social única”, aunque en realidad sigue existiendo la tendencia a buscar ascensos, esta vez mediante acciones poco “productivas” se busca arribar a la “clase dirigente” y no precisamente por medio del trabajo. En las sociedades libres, por el contrario, la movilidad social es lo que permite lograr “la igualdad en lo alto”, en oposición al socialismo que apunta a lograr “la igualdad en lo bajo”. “La primera concepción, que se podría denominar meritocracia, pretende establecer una correspondencia rigurosa entre las contribuciones de los individuos –sus realizaciones- y sus status. Cuenta con una movilidad social creciente para extirpar los privilegios, en cuanto se hayan instituido condiciones iguales para todos en la competencia entre los miembros de la sociedad. Una vez puesto todo el mundo en pie de igualdad, se formula la hipótesis de que sólo pueden ser ganadores «los mejores»”.
Desde posturas liberales, pocas veces se niega la acción de un Estado que contempla las necesidades de individuos insuficientemente productivos o involuntariamente inactivos, sino que se oponen a que en esa categoría social ingresen personas afectadas principalmente de vagancia crónica. De ahí que abogan también por la solidaridad individual, casi abolida por la ingerencia estatal en esos aspectos.
En la mayor parte de los países existe una división ideológica respecto del antagonismo, real o aparente, entre el sector productivo y el Estado. Por una parte, los sectores socialdemócratas ven en el Estado a un protector del pueblo respecto de la voracidad del sector empresarial, mientras que los sectores liberales ven en el Estado a una especie de monstruo gigantesco que amenaza apoderarse de todo. En este caso resulta oportuno recordar que el Estado no produce bienes ni servicios, ni tiene capacidad para hacerlo, mientras que el sector empresarial sí los puede producir. De ahí que, en principio, resulta más peligroso un Estado dirigido por políticos con grandes ambiciones de poder, que un sector empresarial con excesivas ambiciones económicas.
La igualdad propuesta por el cristianismo es una igualdad que contempla sensaciones y sentimientos hacia las personas, mientras que la igualdad económica está sustentada en sensaciones y sentimientos dirigidos hacia objetos materiales. De ahí que el vínculo social básico propuesto por el cristianismo sea la actitud cooperativa por la cual compartimos las penas y las alegrías de los demás, mientras que el vínculo social básico del socialismo son los medios de producción, simbolizados por la hoz y el martillo (la unión de la agricultura con la industria).
La unión de los hombres a través de vínculos materiales conduce a una esclavitud forzada, como se ha visto en los países comunistas. Sin embargo, con palabras adecuadas se puede dar justificación a todo. William E. Simon escribió: “Un Estado necesita fondos, pero debe establecerse una clara línea divisoria más allá de la cual ningún grupo o institución debe pasar con el objeto de confiscar la propiedad honradamente ganada por un ciudadano. La idea de que se puede hacer la diferencia entre «derechos de propiedad» y «derechos humanos» es innoble. Para comprenderlo basta comprobar la desesperante condición de los «derechos humanos» en las naciones en que no hay «derechos de propiedad». Esto no es otra cosa que una manifestación más del mito socialista según el cual la mente de un hombre puede conservarse libre aunque su cuerpo esté esclavizado” (De “La hora de la verdad”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1980).
Se dice de la izquierda política que prioriza la igualdad a la libertad y que el liberalismo prioriza la libertad a la igualdad. En el primer caso, al buscar la igualdad económica, se sacrifica, total o parcialmente, la libertad, ya que el Estado confiscador de la propiedad privada tiende a imponer límites a la acción individual; y la ausencia de libertad implica alguna forma de gobierno del hombre sobre el hombre, lo que implica desigualdad. Al priorizarse la igualdad, no se obtiene igualdad ni libertad.
El liberalismo, por otra parte, al priorizar la libertad sobre la igualdad, trata de evitar el gobierno del hombre sobre el hombre, lo que implica apuntar hacia una postura esencialmente igualitaria. La igualdad resulta así una consecuencia de la libertad, por lo que favorece el logro simultáneo de ambos valores sociales. La evolución de la libertad puede resumirse en el siguiente esquema:
Sistemas autoritarios, totalitarios o socialistas:
1 individuo tiene la libertad de decidir por todos => 99 individuos deben obedecerlo
Sistemas oligárquicos o elitistas:
10 individuos tienen la libertad de decidir por todos => 90 individuos deben obedecerlos
Sistema propuesto por la democracia liberal:
100 individuos tiene libertad para decidir sus vidas (autogobierno) => Ninguno debe obedecerlos
En el último caso, se advierte que el autogobierno coincide esencialmente con la idea bíblica del Gobierno de Dios sobre los hombres, identificando al autogobierno con ese gobierno a través de las leyes naturales existentes. Arturo Orgaz escribió: “Hegel sostiene que el proceso de la libertad ha ido de la libertad de «uno», es decir, del déspota esclavizador que, podría decirse, poseía un poder absoluto de libertad, a la libertad de «algunos» que es la libertad de grupos oligárquicos o aristocráticos, vale decir, la libertad como privilegio de clase y, por último, a la libertad de «todos», que es la igualación de los hombres por sólo reconocérseles naturaleza de tales, en el disfrute del poder reconocido para manifestarse o expresarse en sus necesidades, anhelos y pensamientos” (De “Sentido social de la libertad”-Bases Editorial-Buenos Aires 1956).
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