Un error que se comete a diario consiste en considerar que los hechos que suceden en forma simultánea deben estar ligados mediante una relación de causa y efecto. Sin embargo, muchas veces no puede mostrarse o verificarse tal conexión, tal lo que ocurre con el progreso tecnológico que coincide con un retardo del crecimiento moral, lo que se describe generalmente afirmando que la crisis moral es el efecto necesario del auge tecnológico y científico.
Existe también cierta correlación entre observar televisivamente un partido del Mundial de Fútbol, en determinado lugar, y asociarlo al triunfo del equipo nacional. Luego, al considerar que el triunfo fue el efecto de haberlo observado desde ese lugar, existe la tendencia a repetir, para un próximo partido, las mismas condiciones iniciales para que se produzcan los mismos efectos, lo que resulta absurdo y que se conoce como una “cábala”.
En realidad, aparece una predisposición a ocupar gran parte de nuestra mente y de nuestro tiempo destinándolos a los últimos avances tecnológicos, lo cual distrae la atención de aquellos aspectos de la vida que resultan de mayor importancia. Pero la solución de ese inconveniente no radica en culpar a la tecnología y a la ciencia, ya que quien tiende a ignorar los aspectos inherentes a nuestra esencia humana, lo hará aún cuando no exista el auge antes considerado.
En la década del 30, el físico Robert A. Millikan se refería a estos aspectos: “Si hemos de hacer un inventario exacto del progreso realizado por el mundo durante el año 1934, tendremos que hacer primero un examen de nosotros mismos”.
“La acostumbrada estadística sobre la mercadería transportada por nuestros ferrocarriles, la producción metalúrgica y la construcción de nuevos edificios, podrían servir sólo para ocultar de nosotros los elementos fundamentales que constituyen el verdadero progreso humano. Los métodos de transporte son importantes, pero no tan importantes como el saber si, durante el año recién transcurrido, los hombres que han aprovechado nuestros modernos medios para tragar el espacio y suprimir las distancias, han sido más bondadosos, más reflexivos y más considerados los unos con los otros que en el año anterior. Podríamos jactarnos de la rapidez con que nos movemos de un lugar a otro, mientras que nos olvidamos cómo andar pacífica y reflexivamente con nosotros mismos”.
“El número de kilómetros recorridos en automóvil no es tan importante como el saber lo que vimos, qué sentimientos abrigamos y cómo nos conducimos en el trayecto. ¿Habremos procedido como si fuésemos los únicos dueños del camino? ¿Estábamos dispuestos a librar batalla con todo aquel que encontráramos en la encrucijada de los caminos? ¿O fuimos corteses como aquellos caballeros andantes de otra época? ¿Cuántas atenciones concedimos con nuestro automóvil a los ancianos, a los cojos y a los que estaban físicamente incapacitados para salir de la prisión de su aposento? ¿Y cuántas veces habremos subido solos en automóvil hasta la cima de algún cerro para leer y meditar, ansiosos de mejoramiento espiritual? Puesto que los valores humanos trascienden las estadísticas, debemos usar la regla de oro para medir el verdadero progreso”.
“Los plausibles progresos que hemos hecho en las vías de comunicación, sea por la radio, el telégrafo o el teléfono, no constituyen en sí, necesariamente, una civilización superior. La pregunta fundamental con respecto a esos medios de comunicación sería: ¿qué fue lo que comunicamos? ¿El miedo y los prejuicios? Nuestras maravillosas facilidades para la locomoción, ¿habrán fomentado el odio, el egoísmo, ideas viles y sentimientos falsos? ¿o sirvieron para la expresión de un más sólido pensar, de impulsos más generosos y humanos?”.
“El hecho de que algunos de nuestros altos edificios estén oscuros y sólo a medio ocupar, se convierte en verdadera tragedia cuando las inteligencias de los que habitan esos edificios también están despiertas y sumidas en la lobreguez. Lo de vital importancia no es el número de nuevas construcciones que se levante, sino lo que sucede dentro de ellas”.
“No nos dejemos engañar por la producción de nuestras granjas y fábricas. La cuestión suprema es el saber si nosotros hemos aumentado en estatura mental y moral. No es tan importante saber con qué rapidez giraron las ruedas durante el año 1934, sino con cuánta mesura y firmeza lograron los hombres reflexivos enderezar sus pies por las sendas de la tierra. Es menos importante el progreso hecho en la construcción de motores que el mejoramiento en el motor que mueve el espíritu de los hombres, -la dinámica de los conocimientos, el resorte de la comprensión y el impulso de los nobles propósitos-” (Citado en “Nuestra civilización apóstata frente al cristianismo” de Jorge P. Howard-Editorial Círculo de Estudios Cristianos-Buenos Aires 1935).
El filósofo Henri Bergson mostraba que el avance tecnológico amplía los alcances de nuestras habilidades y aptitudes corporales y mentales, pero no aquellas de origen moral, como lo son nuestros sentimientos y afectos. Jorge O. Howard escribe al respecto: “Los maravillosos progresos y los descubrimientos del siglo XIX de los cuales tanto esperábamos, no han podido salvarnos de las consecuencias desastrosas de una civilización basada en la fuerza, la competencia y el egoísmo. Como causa de toda nuestra confusión y perturbación, el filósofo francés Bergson ha indicado el hecho de que nuestros cuerpos han llegado a ser demasiado grandes para nuestras almas. Dice que la principal obra de la ciencia ha sido la de agrandar el cuerpo del hombre: el telescopio ha dilatado sus ojos, el teléfono pone lo que se susurra en lejana tierra, al alcance de su oído; los ferrocarriles, los automotores y los aeroplanos han multiplicado la velocidad de sus pies, y los cañones han aumentado de un metro a cuarenta kilómetros el alcance de sus puños. «¿Y qué de su alma?», exclama el profesor, y lamenta el hecho de que todas estas espléndidas fuerzas y conquistas de la ciencia estén aun en manos de una generación que, en su desarrollo moral, ha alcanzado sólo la estatura de un enano. «La necesidad más apremiante de la humanidad –termina diciendo el gran filósofo francés- es la de una vida espiritual que esté a la altura de la responsabilidad que implica la posesión de tan bellas conquistas materiales»”.
Cuando los noticieros actuales nos informan acerca de hechos que surgen del vandalismo y del salvajismo existente en la sociedad, resulta fácil advertir que estamos lejos todavía de alcanzar una etapa de civilización plena. Incluso no faltan quienes aprovechan las circunstancias para justificar tales enfermedades sociales culpando al “capitalismo” como su causa. La economía de mercado ha posibilitado superar etapas en que la mayor parte de los hombres vivía en la miseria, no alcanzando todavía desterrar dicho flagelo precisamente por el atraso moral existente en las sociedades actuales, que poco o nada tiene que ver con tal sistema de producción y distribución de bienes y servicios. “H.G. Wells acaba de decir que la clave que nos abre el secreto del descontento y malestar actuales, está en que en las vías de comunicación y transporte hemos progresado maravillosamente, mientras en los medios de aproximación humana por medio de la cultura mundial y de relaciones morales entre los hombres, vivimos todavía en la Edad Media o en épocas paganas”.
El conocimiento disponible actualmente le permite al hombre realizar una vida plena, que involucra incluso lo moral y lo intelectual. Sin embargo, son los propios intelectuales los que han introducido masivamente conceptos tales como el relativismo moral, cognitivo y cultural, que tiende a promover un deterioro espiritual en la sociedad. Incluso desde la religión ya no se divide a la gente entre justos y pecadores, para que éstos se conviertan en aquéllos, sino que se los divide en pobres y ricos, asociando todas las virtudes a los primeros y todos los defectos a los segundos, como lo hace tanto el marxismo-leninismo como la Iglesia Católica.
Adviértase la enorme diferencia de los primeros cristianos con la actual dirigencia sacerdotal; mientras que en el pasado se oponían al poder de quienes pretendían la destrucción de la, entonces, nueva religión, en la actualidad se trata de lograr una alianza ideológica con quienes siempre trataron de destruirla. “En el Coliseo de la antigua Roma, un grupo de cristianos esperaba ser devorado por las fieras, mientras ochenta mil espectadores contemplaban la escena. Aquellos cristianos pertenecían al pueblo común, y cada uno de ellos podía haber escapado a ese final brutal con sólo quemar un poco de incienso al emperador; pero no se doblegaron ante tan trivial exigencia, prefiriendo morir antes que renunciar a sus convicciones”.
Cuando el hombre se aleja de la religión, ya que no logró atraerlo ni retenerlo, tiende a llenar su tiempo y sus días mediante el materialismo asociado a las comodidades del cuerpo y a la distracción de la mente. El conde Keyserling expresó: “El mundo occidental ha perdido la religiosidad, y cuando una época pierde el instinto religioso, ha perdido las raíces de la vida. Nuestra existencia se va mecanizando, va perdiendo su espiritualidad, y, como dice una antigua sentencia, cuando un pueblo pierde sus dioses, ese pueblo muere. Hoy lo sabemos todo, y no comprendemos nada. La salvación no puede venir del saber. El saber corresponde a los hechos, la comprensión a su significado. Comprender es más necesario que saber”.
Puede decirse que la tecnología resulta éticamente neutral, ya que puede utilizarse tanto para el bien como para el mal. O bien, conviene decir que el carácter ético no debe asociarse a los objetos o a las realizaciones humanas, sino a las acciones y emociones asociadas a los hombres. Además, debe tenerse presente que las fallas y los conflictos humanos están en la base de toda crisis que ocurra. J. P. Howard escribió: “Nuestra crisis no es en primer término crisis económica, ni política, ni social. Es crisis del individuo, crisis del hombre. La miseria, antes de manifestarse en el cuerpo social, estaba ya en las entrañas del individuo”.
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