Es conveniente describir el comportamiento humano teniendo presentes, y juntas, tanto a la ética, como al sentido de la vida y a la felicidad resultante, poniendo en evidencia la relación entre tales conceptos. En cambio, si nos referimos a uno de ellos sin tener en cuenta los restantes, resultarán descripciones incompletas, quizás con poco sentido práctico.
Todo individuo tiende a vislumbrar una vida futura orientándola hacia objetivos más o menos definidos, si bien existe también un elevado sector de la población que la ignora completamente. En función del objetivo a lograr, calificamos como “bueno” todo lo que favorece su logro, y “malo” todo lo que lo imposibilita. Una vez definidos el bien y el mal, se tiene una ética elemental, aunque parcial, asociada a tal objetivo particular. Finalmente, el camino emprendido para llegar al objetivo, como el logro del mismo, permiten que el individuo alcance cierto grado de felicidad.
En caso de que, persiguiendo cierto objetivo, advierta que el grado de felicidad no es el esperado, posiblemente lo ha de cambiar por otro, estableciendo luego una secuencia similar. También en la historia de los pueblos se advierte tal secuencia, ya que se establecen objetivos, de donde derivan los valores que favorecen su logro, como los valores negativos que los impiden y finalmente cierto grado de felicidad asociado a tal empresa:
Objetivos -> Sentido de la vida -> Valores -> Ética -> Nivel de felicidad
Puede argumentarse que existe una variedad muy grande de objetivos particulares que han de conducir también a una variedad igualmente numerosa de sentidos de la vida, valores, éticas propuestas y niveles de felicidad logrados, de donde resulta difícil hallar aspectos comunes. Sin embargo, tal diversidad tiende a confluir en una ética de validez objetiva, ya que todo objetivo personal tiende a producir algún efecto social, y de ahí que ese efecto deba ser favorable, o no perjudicial, al grupo social, para que tal objetivo pueda ser repetido por otros individuos.
Como ejemplo tenemos a quienes tienen vocación de políticos y orientan su vida a lograr éxito en ese ámbito. Mientras algunos de ellos piensan en beneficiar al resto de la sociedad, otros buscan dominarla, o bien lograr poder para satisfacer un egoísmo personal extremo. De ahí que todo individuo que persiga un objetivo particular deba tener presente cierta ética natural para que tal objetivo sea favorable al resto de la sociedad o, al menos, no perjudicial. Por lo tanto, los objetivos personales beneficiosos para la sociedad serán compatibles con la ética natural y estarán fundamentados en una actitud cooperativa subyacente.
La verdadera felicidad es la que puede compartirse con los demás, contrastando con el placer individual que sólo permite aliviar momentos de tristeza. Nunca los placeres disociados del vínculo afectivo permitirán lograr un adecuado nivel de felicidad. Justamente, al compartir las penas y las alegrías ajenas como propias, veremos a los demás seres humanos como “reservas de felicidad”, por cuanto potencialmente dispondremos de su amistad. Todo parece indicar que el mundo está hecho de tal manera que el camino para el logro de la felicidad propia implica una felicidad compartida.
Alguien podrá decir que existen seres humanos que “son felices haciendo el mal”. Tal afirmación sería verdadera si el que hace el mal puede inducir o contagiar a los demás aquella supuesta felicidad. De ahí que resulta dudosa la validez de tal afirmación, por cuanto la actitud de quienes hacen mal a los demás impide que puedan transmitir estados positivos de felicidad, aun sin que conozcamos previamente las malas acciones de quien es “feliz haciendo el mal”.
Will Durant describe el caso de algunos pueblos de la antigüedad: “Muchos pueblos han buscado la felicidad, y la han tenido por algún tiempo en modos y lugares distintos. Egipto la buscó en la grandeza de sus empresas y de sus monumentos: rigió pueblos poderosos, tuvo muchos esclavos y levantó piedras enormes con que construir para sus reyes y sacerdotes cosas eternas. China la buscó en la sabiduría y la delicadeza, mostrando la fragilidad del poderío y del sufrimiento de los hombres, sus sabios se situaron al margen de la guerra y del poder y amaron la simplicidad y la paz…”.
“Judea la buscó en una limitación austera, desafiando la energía impetuosa de sus hombres orgullosos y de sus mujeres apasionadas con una regla despiadada y sin válvulas de escape y que se preservaba a sí misma contra toda vicisitud mediante tal disciplina, que podrían romperse los corazones, si fuera necesario, pero nunca se rompería la Ley. La India, después de gastar su alma en ascensiones, cesó en todos sus empeños y buscó la felicidad o la paz en el Nirvana de las voluntades reprimidas y de los deseos acallados”.
“Grecia, tan pequeña y tan compleja, ¿dónde escondió sus tesoros?”. “Quizás los griegos mismos no lo sabían hasta que Pericles desvió el oro de su Confederación, destinado a la guerra, y lo puso al servicio del arte”.
“Los sabios de Atenas, desde Solón a Aristóteles, predicaron moderación y restricciones, pero su pueblo se entregaba al placer con loco abandono….Al final, hasta llegó Grecia a compartir las perspectivas indias y denunció al deseo como un círculo fútil de satisfacciones y de nuevas ansias”.
“Cuando todo el mundo mediterráneo vino a ser señorío de Roma o esclavos romanos, el estoicismo supo complacer a todos: a los esclavos, porque la solución más tranquila de sus problemas era no tenerlos, matar sus deseos; y a los señores, porque, embebidos como estaban en la guerra y en los ejercicios más brutales, les convenía desprenderse de todo sentimiento para no vacilar en llevar adelante su norma conquistadora, pues los señores romanos buscaban la felicidad en el poderío, rechazando el placer desdeñosamente o cediendo a él con bárbara inmoderación en los intervalos de sus campañas…” (De “Filosofía, cultura y vida”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1945).
De todos los objetivos propuestos, con sus éticas asociadas, habrá alguno que produce el mayor nivel de felicidad. Puede decirse que, en principio, es posible establecer en forma empírica el sentido de la vida óptimo, que incluso tendrá validez similar para todos los hombres, siendo la actitud que adopta cada individuo respecto de los integrantes de su medio social. Por ello se habla de la existencia de una ética natural u objetiva.
Sin embargo, es muy común la opinión de que no existe tal ética, ni tampoco el bien y el mal, en un sentido objetivo, por lo cual no tendría sentido buscarlos. Tal postura se conoce como relativismo moral, que descarta la posibilidad de optimizar las distintas éticas particulares propuestas. Se olvida que el hombre posee una naturaleza humana, asociada a leyes psicológicas que nos rigen. De ahí que no todo objetivo, con su ética asociada, permite alcanzar un aceptable nivel de felicidad.
Si no existiese un camino mejor hacia la felicidad, el mundo no se parecería a un hogar que permite lograr una vida satisfactoria, sino que sería como un laberinto en el que los seres humanos intentan llegar con éxito a la salida, generalmente sin lograrlo.
Baruch de Spinoza llega a la conclusión de que el mejor camino es el asociado a lo eterno y a lo indestructible, a la ley natural o ley de Dios. Al respecto escribió: “Después de que la experiencia me enseñó que todas las cosas que ocurren frecuentemente en la vida ordinaria son vanas y fútiles; cuando vi que todas las cosas de las que recelaba y las que temía no contenían en sí nada de bueno ni de malo sino en la medida en que el ánimo era movido por ellas, tomé al fin la decisión de investigar si existía algo que fuese un bien verdadero, capaz de comunicarse y que fuese el único que –desechados todos los demás- actuase sobre el ánimo; más aún: si existía algo con cuyo descubrimiento y adquisición yo gozara eternamente de continua y suprema alegría”.
“Digo que tomé al fin la decisión: en efecto, a primera vista parecía imprudente querer abandonar una cosa cierta por algo todavía incierto; naturalmente, veía las ventajas que se consiguen con el honor y la riqueza y que si quería entregarme seriamente a algo nuevo y distinto, quedaba obligado a no buscarlas; y me daba cuenta de que, si por acaso la felicidad suprema se fundaba en esas cosas, debería verme privado de ella; si, en cambio, no residía allí y yo me entregaba solamente a la búsqueda de tales ventajas, tampoco entonces gozaría de la felicidad suprema”.
“Se hacía entonces evidente que todos estos males [riqueza, honor, libido] nacían del hecho de que toda la felicidad o la infelicidad se fundan sólo en la cualidad del objeto al que adherimos con amor. De hecho, nunca surgirán peleas por lo que no se ama; si desaparece, no habrá tristeza; ni envidia si es poseído por otro; ningún temor, ningún odio y, para decirlo en una palabra, ninguna conmoción del ánimo. En cambio, todo eso sucede en el amor de las cosas que pueden desaparecer, como son todas aquellas de las que hace poco hemos hablado”.
“Pero el amor hacia una cosa eterna e infinita alimenta el ánimo sólo con una alegría pura, exenta de toda tristeza. Eso es lo que hay que desear y buscar con todas las fuerzas” (Del “Tratado de la reforma del entendimiento”-Editorial Tecnos SA-Madrid 1989).
Mediante tal razonamiento, Spinoza sugiere el “amor intelectual de Dios” como el mejor camino hacia la felicidad, o bien como el complemento necesario del mandamiento cristiano que nos sugiere compartir las penas y las alegrías ajenas como propias.
A una conclusión similar se llega teniendo presente aquello de que “El Reino de Dios está dentro de vosotros”, ya que las componentes cognitivas de nuestra actitud característica son cuatro y debemos elegir una, siendo las mismas: la realidad (con su ley natural), la opinión de otra persona, la opinión propia y lo que dicen los demás. También son cuatro las componentes afectivas, de las cuales debemos elegir una, siendo las mismas: amor, odio, egoísmo e indiferencia, de la que elegimos la actitud cooperativa del amor.
Cuando el hombre logra vincularse a los demás, tanto intelectual como afectivamente, se siente totalmente involucrado e identificado con la humanidad, compartiendo con ella su importancia y su destino.
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