Se pueden encontrar dos posturas extremas en cuanto al vínculo que debe existir entre ética y política. En el primer caso, se considera que la ética individual se debe prolongar hasta una ética social, que ha de ser indistinguible de la política, tal la opinión de Aristóteles. En oposición a esta postura encontramos la que considera que la ética debe estar disociada de la política para que los gobernantes puedan desempeñar su tarea con mayor libertad, tal la opinión de Nicolás Maquiavelo. Al respecto, Germán José Bidart Campos escribió: “Las supremas valoraciones morales –sea que se consideren derivadas de un orden objetivo y trascendente, a la postre arraigado en Dios; sea que se reputen como concepciones subjetivas de la conciencia humana- nunca han podido desligarse de la política. La unidad indivisible de la persona es la que impide que los individuos hagan ciencia de la política, o cumplan comportamientos políticos sin una infiltración de las ideas éticas. Siempre volcamos, consciente o inconscientemente, en nuestras reflexiones y en nuestro obrar, las convicciones más íntimas del espíritu sobre lo bueno y lo malo, sobre lo virtuoso o lo pecaminoso, sobre lo justo o lo injusto”.
“De ahí que, desde la más antigua época, quienes se han hecho cuestión de la política hayan asumido alguna postura moral. En este sentido, Janet agrupa las distintas posiciones en dos extremos: a) La que absorbe la política en la ética y sacrifica la primera a la segunda; b) La que separa completamente una de la otra, y sacrifica la moral a la política”.
La moral del individuo se pone a prueba actuando en sociedad; bajo una actitud adoptada en la interacción con otros seres humanos. Por ello resulta natural admitir la indisolubilidad entre ética y política. El citado autor agrega: “En Grecia, los socráticos reaccionan contra los sofistas, y sostienen que la virtud se alcanza sólo en la polis –o sea, en la vida cívica de la ciudad-, orientada por preocupaciones morales”. “Fue común al pensamiento político de los griegos la creencia de que la vida moral del hombre sólo es susceptible de realidad en la polis, es decir, en el Estado o comunidad política. Tanto Platón como Aristóteles legan a la posteridad el principio de que «fuera del Estado no hay virtud completa»” (De “Derecho político”-Aguilar-Buenos Aires 1962).
La compatibilidad entre ética y política propuesta por Platón y Aristóteles es incompleta, por cuanto para el primero existe una notable diferencia entre gobernantes y gobernados en su proyecto de sociedad totalitaria, mientras que para el segundo perdura la distinción entre la ética de los ciudadanos y la de los esclavos. Recién en la Edad Media, con la influencia del cristianismo, se inicia la fusión entre ética natural y política, aunque en realidad resulta mejor decir que fue una etapa en la que la religión predomina sobre la política. “La Edad Media, como es bien sabido, fue harto geocéntrica. En el cosmos ordenado y en el orden universal, no fue el hombre el centro del círculo, sino Dios. La persona estaba religada a la divinidad. De ahí que todo se penetrara –y también la política- de un sentido no sólo moral, sino religioso. Durante esa época, señala Legaz, la política apareció siempre como un concepto subordinado a la teología moral”.
En las épocas del Renacimiento italiano, aparece la propuesta de Maquiavelo por la cual aboga por la separación entre política y moral. Mediante su libro más conocido, “El Príncipe”, sugiere las estrategias para que el gobernante acceda y mantenga el poder. “El cuadro histórico de inmoralidad al que asistió Maquiavelo en la Italia de su época influyó poderosamente en su doctrina acerca de la ética y la política. Maquiavelo separa tajantemente una y otra, asignándoles campos totalmente ajenos, sin penetración o influencia recíprocas. De ahí que por esa independencia completa entre política y moral se lo haya tachado de inmoralista o amoralista en materia política”.
Algunos autores sostienen que la actitud maquiavélica frente a la moral permite describir la realidad sin los “prejuicios morales”; como si quien tuviese principios morales no pudiera describirlos en una forma adecuada. “El objeto propio de la política quedó desligado de toda preocupación moral. La indiferencia de Maquiavelo por la moralidad, dice Sabine, ha sido presentada a veces como ejemplo de imparcialidad científica, pero tal juicio parece excesivo. Maquiavelo no era imparcial; lo que ocurría es que no le interesaba sino un fin, el poder político, y era indiferente a todo lo demás” (“Derecho político”).
Incluso algunos lo consideran como el iniciador de la moderna ciencia política. Sin embargo, cuando una actividad cognitiva pretende ser parte de la ciencia, uno de los requisitos que debe cumplir radica en su compatibilidad con las demás ramas de la ciencia experimental, es decir, con aquellos conocimientos ya verificados experimentalmente. Una teoría política que ignore la ética, no ha de tener precisamente un carácter científico.
Además, toda teoría científica debe ser capaz de optimizar el sistema descrito. Luego, la optimización de la política proviene de la mejora ética individual. Por el contrario, una teoría que contemple sólo los medios para acceder y mantener el poder, sólo logrará resultados incompletos, ya que estará dirigida a los gobernantes y políticos en lugar de estarlo a todos los integrantes de la sociedad. Baruch de Spinoza escribió: “Repito que no es el fin del Estado convertir a los hombres de seres racionales en bestias o en autómatas, sino por el contrario que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razón sin rivalizar por el odio, la cólera o el engaño, y no se hagan la guerra con ánimo injusto. El fin del Estado es pues, verdaderamente, la libertad” (Del “Tratado teológico-político”-Ediciones Altaya SA-Barcelona 1994).
Mientras que la separación entre Iglesia y Estado ha sido favorable para la sociedad; se proyectó como un desligamiento entre ética y política, como si la ética tuviese que provenir necesariamente de la religión. Posiblemente la postura de Maquiavelo haya surgido de tal consideración. Héctor Oscar Ciarlo escribió: “El principio que sustenta Maquiavelo es que la verdadera autonomía de un Estado se puede lograr únicamente por medio de la unidad nacional, y esta realidad socio-política, no los dogmas, determinará los lineamientos del Derecho Público. Pero la propia agitación de la lucha le impidió a Maquiavelo el ser consecuente con sus básicas ideas republicanas, y orientado en su aspiración al logro de la unidad nacional, no vacila en la justificación de cualquier medio que la posibilite, explicándose así las contradicciones que se evidencian entre los conceptos de su obra de filosofía política: «Discursos sobre la primera década de Tito Livio», y las aseveraciones de su obra de ciencia política: «El Príncipe», donde trata sobre el arte de gobernar. Esta circunstancia ha transformado el nombre de Maquiavelo en una grotesca caricatura de sí mismo. Pero de todos modos, la historia reconoce en él un precursor de la concepción política moderna, toda vez que el desarrollo del pensamiento en los últimos cinco siglos quedó orientado definitivamente a la consolidación del poder por medio de un Estado que sustenta y se basa, al mismo tiempo, en el Derecho Público” (De “Las ideas del Renacimiento”-San Juan de Puerto Rico 1977).
En cuanto a la definición de la política, tenemos las de “orientación maquiavélica”, como parece encuadrarse la siguiente descripción: “La teoría y la práctica son dos actividades que se interrelacionan en el sustrato de la realidad al que se empeñan en transformar. Precisamente el mecanismo a través del cual es posible tal cosa es el poder. De ahí que la Ciencia Política mantenga una relación especial con el estudio del poder como la parte básica de su objeto de estudio” (De “Ciencia política” de Manuel Pastor-McGraw-Hill Interamericana de España SA-Madrid 1988).
Teniendo en cuenta la postura aristotélica, puede decirse que la ciencia política es el estudio del vínculo entre quienes gobiernan el Estado y los restantes ciudadanos teniendo prevista una optimización del sistema social.
Con el tiempo, la política que marginó la ética (la política no científica), dio lugar a los distintos totalitarismos, mientras que la política compatible con la ética (la ciencia política), dio lugar a las distintas democracias. Fernando Sabater escribió: “En una democracia, políticos somos todos. Los que en un momento dado ocupan puestos de gobierno o de administración no son extraterrestres venidos de otra galaxia para fastidiarnos (¡o conducirnos hacia la luz!), sino sencillamente nuestros mandados, es decir: aquellos a los que nosotros, los ciudadanos votantes, les hemos mandado mandar. En el caso de que no desempeñen bien su función, debemos plantearnos si nosotros hemos desempeñado bien la nuestra al elegirles para el cargo. No tiene demasiado sentido que perdamos el tiempo despotricando y pataleando contra ellos, como si fuesen una fuerza de la naturaleza de efectos quizá deplorables, pero contra la que no hay remedio. Porque sí lo hay: podemos revocar su mandato, elegir a otros en su lugar o incluso ofrecernos nosotros si creemos que podemos hacerlo mejor que ellos”.
“Uno de los mayores peligros de las democracias es que se configure una casta de «especialistas en mandar», o sea, políticos profesionales (normalmente sin competencia en ninguna profesión) que se conviertan en eternos candidatos de los partidos a ocupar cargos electivos. Por lo común alcanzan esa posición gracias a la pereza o al desinterés del resto de los ciudadanos, que dimiten del ejercicio continuo de su función política y de su vigilancia sobre quienes gobiernan” (Del “Diccionario del ciudadano sin miedo a saber”-Editorial Ariel SA-Barcelona 2007).
Entre los conceptos básicos de la actividad política aparecen la igualdad y la libertad, que son esencialmente de origen ético. Fernando Sabater escribió: “La ciudadanía democrática es la forma de organización social de los iguales, frente a las antiguas sociedades tribales formadas por idénticos y las sociedades jerárquicas que imponen desigualdades «naturales» entre los miembros de la comunidad. Los iguales lo son en derechos y deberes, no en raza, sexo, cultura, capacidades físicas o intelectuales ni creencias religiosas: es decir, igual titularidad de garantías políticas y asistencia social, así como igual obligación de acatar las leyes que la sociedad por medio de sus representantes se ha dado a sí misma”.
“En la historia se han dado dos modelos de ciudadanía, hablando grosso modo: el griego y el romano o si se prefiere el activo y el pasivo. La ciudadanía griega implicaba y exigía la actividad política, la colaboración en la toma de decisiones”. “El modelo romano de ciudadanía reconocía derechos a quienes la ostentaban …, pero no el de participar en el gobierno, que estaba restringido a los patricios, o sea, a las clases altas”. “En la actualidad, la mayoría de los gobiernos prefieren ciudadanos «a la romana» que «a la griega». Es decir, se alienta a reclamar beneficios y protecciones por parte del Estado, pero se desalienta la intervención en política”.
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