Cuando la economía de una nación padece una severa depresión, consistente en una caída importante en el consumo y en la producción, es admisible la intervención del Estado para poner en marcha la actividad económica promoviendo inversiones productivas, tal la solución propuesta por John M. Keynes. Sin embargo, varios de sus seguidores sostienen que tal acción gubernamental resulta conveniente aun fuera de la época depresiva, es decir, en épocas de actividad económica normal.
Tanto en economía como en medicina, nunca debe separarse el diagnóstico preciso del tratamiento aconsejado, ya que, si la depresión económica fue motivada por un exceso de intervención estatal, incluso a través de una emisión excesiva de dinero, la solución keynesiana resulta contradictoria, ya que se pretende curar una enfermedad inyectando los mismos tipos de virus que previamente la generaron.
Este tipo de solución ha sido resistido por muchos economistas para quienes cualquier tipo de distorsión del proceso autorregulado del mercado, especialmente aquellos originados por el Estado, producirá en el futuro efectos peores que los que se trató de corregir. Para suspender la validez de este “principio general”, legitimando la intromisión keynesiana, puede decirse que, en momentos de recesión profunda, la economía apenas funciona y, por lo tanto, no debe hablarse propiamente de un “mercado”. De todas formas, la veracidad de las afirmaciones al respecto no es accesible al simple análisis cualitativo, sino que resulta conveniente tener presente las opiniones de los especialistas. Lo que sí resulta accesible a nuestra observación es el conjunto de efectos producidos por las decisiones económicas ejecutadas por los distintos gobiernos.
Todo parece indicar que la “solución keynesiana”, aplicada en épocas normales, tiende a producir una inflación crónica. La inflación tiende a perjudicar a los sectores más humildes. Sin embargo, los gobiernos populistas (que sólo hablan en favor de los pobres) son los principales adeptos a un keynesianismo fuera del estricto contexto indicado. La existencia de numerosos pobres mantenidos por las dádivas oficiales asegura gran cantidad de votos y la permanencia en el poder de los políticos irresponsables.
Se mencionan a continuación algunas opiniones de Friedrich von Hayek que aparecen en el libro “Testimonios de nuestra época” de Germán Sopeña (Emecé Editores SA-Buenos Aires 1991), quien escribió: “En una reciente colaboración para la revista The Economist, consagrada al centenario de Keynes, Friedrich von Hayek sostenía taxativamente que «su objetivo principal fue siempre tratar de influir en las políticas en curso para lo cual la teoría económica fue para Keynes simplemente una herramienta para tal propósito». Y continúa poco después: «Admiré a Keynes, que fue ciertamente uno de los hombres más notables que yo haya conocido por su cultura, su pensamiento y su capacidad de exposición. Pero por paradójico que esto pueda sonar, Keynes no era ni un economista experimentado ni siquiera estaba realmente interesado en el desarrollo de la economía como una ciencia»”.
“«Así como se ha dicho muchas veces que, si Marx viviera, no sería marxista, yo estoy seguro de que Keynes no sería keynesiano. En rigor Keynes ya no era keynesiano en los últimos meses de su vida. Lo lamentable del caso es que Keynes murió en el momento más inoportuno posible, ya que gran parte de la influencia de sus ideas se propagó por el mundo cuando él ya desconfiaba de sus propias teorías. Yo se lo puedo asegurar, porque en varias conversaciones personales con el propio Keynes él me confiaba poco después de la Segunda Guerra Mundial –o sea poco antes de su muerte- que estaba muy preocupado por la propaganda inflacionista que había ganado a la mayoría de sus alumnos. Con profunda indignación Keynes llegó a decirme textualmente lo siguiente: ‘Están locos: no toman en cuenta que mis teorías fueron pensadas para combatir un periodo de deflación y no para ser aplicadas en momentos de inflación’»”.
“Resulta sorprendente sin embargo suponer que, si Keynes había comenzado a advertir ese riesgo, ninguno de sus discípulos hubiera profundizado la brecha. «Pero es que hubo algunos que lo advirtieron –continúa Hayek- como la señora June Ovenson por ejemplo que hizo la famosa declaración pública en la cual afirmó que ‘Keynes no había comprendido enteramente sus propias teorías’. Pero la influencia de sus teorías ya había sido muy grande entre todos los políticos de la época, especialmente por su famoso informe sobre ‘El pleno empleo en una sociedad libre’, donde se relaciona erróneamente el nivel de empleo al nivel de demanda final, lo cual es falso por una razón muy simple: el curso de la producción es como un largo resorte que puede ser comprimido o estirado según las circunstancias. Algunas veces, el nivel de empleo puede tener resultado sobre la demanda de productos; pero otras veces no es beneficioso invertir –aun si la demanda no se ha restringido- porque el capital disponible es escaso o muy caro. La demanda no gobierna por lo tanto rígidamente al empleo. Ésa fue la base de toda mi discusión de los años 30 con Keynes y en la cual su posición resultó francamente victoriosa influyendo definitivamente sobre todos los gobiernos posteriores»”.
De la misma manera en que las buenas intenciones de un médico no alcanzan para curar al enfermo, las buenas intenciones de un Ministro de Economía no son suficientes para orientar adecuadamente la economía nacional. Sopeña agrega: “Aquel enfrentamiento absoluto y total con Keynes le valió a Hayek el mote vulgarmente adjudicado de «pensador conservador» por cuanto Keynes pasaba por ser un hombre de ideas sociales y progresistas, generalización en la cual se confundían imperdonablemente dos cosas distintas; que Keynes poseía realmente elevados ideales sociales dignos de todo elogio pero que otra cosa muy diferente es querer interpretar fenómenos económicos simplemente bajo esa óptica”.
La intervención keynesiana puede imaginarse como una emisión monetaria abrupta que tiende a mover a la inactiva economía nacional, volviendo a la emisión gradual (que acompaña el crecimiento de la producción) en épocas normales. Por otra parte, Milton Friedman sostenía que se debía alimentar a la economía con una inserción monetaria en forma continua e imperceptible, a un ritmo similar al del crecimiento de la producción. Sin embargo, al considerarse esta última opción como una forma de “intervención estatal”, no era compatible con la postura de Hayek. Germán Sopeña agrega al respecto: “Así, cuando Milton Friedman, el monetarismo y la llamada escuela de Chicago se erigieron en nuevos apóstoles de la crítica ortodoxa a las teorías keynesianas, numerosas opiniones académicas un poco simplistas identificaron de inmediato a Hayek y Friedman como las dos cabezas de un mismo cuerpo de pensamiento. Hayek se preocupa sin embargo de precisarnos con todo cuidado que tal apreciación es errónea: «Puesto que hablamos de Friedman y el monetarismo –nos explica- debo puntualizar lo siguiente: yo coincido en muchos aspectos con las teorías de Milton Friedman pero no coincido justamente en la política monetaria aconsejada por él. Creo que Friedman sobresimplifica el problema porque una de las peores cosas que pueden suceder económicamente es que uno supedite todo a la cantidad de dinero en circulación. Eso lo lleva a uno a un error inevitable, ya que en realidad no se puede determinar nunca con precisión cuál es la masa monetaria circulante total en una economía. Los Bancos centrales tienen así una capacidad limitada de acción para determinar la masa monetaria total, y por lo tanto confiar todas sus esperanzas a ese instrumento lo lleva a uno a intentar políticas experimentales»”.
Para el pensamiento liberal, la economía es una cuestión de emprendimientos, principalmente privados, que se adaptan al funcionamiento del mercado, y no una cuestión de buscar una óptima forma de intervención estatal. “En esa respuesta de gran densidad de Friedrich von Hayek se dibuja en realidad el fondo de su filosofía económica: no es posible actuar con éxito manejando simplemente un instrumento estatal. Keynes lo propone a través del déficit. Friedman, a través de un rígido control monetario. Pero ni uno ni otro –en la visión de Hayek- debieran olvidar que la capacidad de influencia es limitada y en última instancia produce consecuencias que escapan al control de la situación que se pensaba dominar”.
Una vez desatado un proceso inflacionario, existen distintas alternativas para corregirlo. También en este aspecto existe discordancia entre Hayek y Friedman. El primero expresó: «Estoy en desacuerdo con Friedman y la escuela de Chicago en algo que me parece fundamental: yo no creo que se pueda detener la inflación despaciosamente o gradualmente como lo proponen Friedman y sus seguidores. Yo sostengo en cambio que la inflación debe ser combatida de la manera más abrupta y veloz posible por una sencilla razón que hemos verificado en estos últimos años en todo el mundo: el descenso lento y gradual de la inflación provoca inevitablemente un desempleo masivo porque las empresas se van readecuando gradualmente al proceso recesivo engendrado por políticas monetarias restrictivas y eso deriva naturalmente en la reducción de empleos. Si uno aplica una política radical de control de la inflación también habrá desempleo inmediato pero el restablecimiento de condiciones económicas más sanas permitirá un rápido equilibrio de la situación del empleo. Y creo firmemente que si una política de control inflacionario muy rígida puede provocar un pico de desempleo, en términos políticos es posible aguantar seis meses con un desempleo del 20% mientras que resulta políticamente muy difícil aguantar tres o cuatro años con ‘sólo’ un 10% de desempleo permanente».
En cuanto a la adscripción incondicional a alguna tendencia económica, debe tenerse presente que existen diferencias entre las ideas predominantes en distintas sociedades y en distintas épocas, por lo cual se requiere cierta flexibilidad ideológica. Hayek expresó: «Lo erróneo es la adscripción ciega a una teoría. No hay que confiar en esos instrumentos mágicos, hay que convencerse de que nuestras posibilidades son limitadas y que por lo tanto nadie mejor que el mercado es capaz de regular adecuadamente el funcionamiento económico. Lo único que hay que hacer es asegurar su capacidad de acción».
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