Una de las diferencias esenciales que existe entre la vida inteligente y las restantes formas de vida, radica en la búsqueda, en el primer caso, de una finalidad, o de un sentido, para cada una de nuestras acciones. Decimos que alguien muestra un comportamiento normal cuando sus actos responden a una finalidad aparente (siempre que contemple los criterios éticos aceptados). Pierre Teilhard de Chardin escribió; “El hombre es el único animal en la escala zoológica que tiene que trazar su destino”.
Una vez que elegimos una meta, ensayamos mentalmente distintas alternativas que posibilitarán su logro. La intensidad de nuestro esfuerzo dependerá de cuánto de importante sea para nosotros lograr dicha meta. Benjamín Disraeli escribió: “No siempre la acción tiene felicidad, pero no hay felicidad sin acción”.
Hay quienes buscan ser deportistas exitosos, otros tratan de destacarse en la ciencia, o en el arte, o en el comercio, etc. De ahí surge el interrogante acerca de la posible existencia de objetivos comunes que orienten y reúnan nuestras acciones individuales. Es conveniente buscar una finalidad que no dependa de cada uno de nosotros, sino del propio orden natural. De ahí que nuestros intentos por lograr una plena adaptación al mismo, mediante la cultura y el conocimiento, llevan implícito cierto objetivo común a todos los hombres.
Así como suponemos la existencia de una finalidad para nuestra vida, impuesta por el orden natural (fe positiva), otros niegan que la vida admita finalidad alguna (fe negativa). Esta última postura que, en cierta forma, reduce la vida inteligente a las demás formas de vida, se la denomina “nihilismo”, que proviene de la palabra “nada”. Se ha escrito al respecto: “El nihilismo, fenómeno intelectual y afectivo, es un estado de incredulidad generalizada que lleva a la inacción” (De “La filosofía” de André Noiray y otros-Ediciones Mensajero-Bilbao 1974).
El fatalismo implica una finalidad particular impuesta exteriormente. Se supone que nuestra vida viene determinada desde nuestro nacimiento y que poco podremos hacer para cambiar el destino asignado. Esta creencia tiende a anular los atributos propios de la vida inteligente. Gustave Le Bon escribió: “El hombre es el verdadero creador de su destino. Cuando no está convencido de ello, no es nada en la vida”.
Todo lo que existe está regido por leyes naturales. La ciencia, al describirlas, nos sugiere una forma de observar al universo. La humanidad irá hacia donde el pensamiento la dirija. El destino de la vida inteligente dependerá de sus propias conclusiones. Sin embargo, muchos opinan que la ciencia no podrá servirnos de mucho. Se supone que, tanto la sociología como la psicología, nunca podrán orientarnos en la vida. El nihilismo epistemológico afirma que si existe una finalidad, nunca podremos describirla, y si la podemos describir, nunca la podremos expresar. Se apuesta al fracaso y se llega a coincidir con el nihilismo filosófico.
También se supone, desde la religión, la existencia de un Creador que actúa decidiendo los detalles de nuestra vida cotidiana. Si así fuese, deberíamos admitir su voluntad al decidir la existencia de microorganismos que producen enfermedades y que, en el pasado, diezmaron poblaciones enteras; o también por no cambiar una imperceptible causa que producirá un efecto trágico en la vida de algunos seres humanos. Albert Einstein expresó: “Creo en el Dios de Spinoza que se manifiesta en la armonía de todo lo que existe, no en un Dios que se ocupa de las acciones humanas”.
Desde la religión revelada se acepta la existencia de una finalidad que viene en forma explícita en los Libros Sagrados, mientras que, desde la religión natural, se supone la existencia de una finalidad implícita en el propio orden natural. Los planteos filosóficos no sólo se centran en estas dos alternativas, sino también en el nihilismo. La diferencia esencial entre “creyente” (en un Dios personal o en un orden natural invariable) y “ateo”, radica en que el primero admite la existencia de una finalidad objetiva de la vida y del universo, mientras que el segundo rechaza esa posibilidad.
Esta última postura favorece la existencia de tendencias totalitarias, en las cuales el Estado se entromete aún en aspectos individuales y cotidianos. Cierta vez, un habitante de Camboya reconoció, con arrepentimiento, haberse sumado a otros, a pedir la pena de muerte de una pareja de novios cuyo “grave delito” consistió en haber iniciado su vínculo afectivo sin haber recibido la autorización previa de los dirigentes del Partido Comunista, que gobernaba en esos momentos. Así como el nazismo nunca será aceptado ni perdonado por los judíos, el marxismo-leninismo nunca será aceptado ni perdonado por los cristianos (al menos por los que no olvidan las millones de víctimas provocadas por el comunismo soviético y de otros países).
El pensamiento nihilista surge, a veces, como una reacción a las contradicciones lógicas asociadas a la religión revelada. Luego, al suponer inexistente una finalidad del hombre, se descarta la idea del Bien y del Mal, como aspectos objetivos de la realidad. Se desconoce todo tipo de obligación moral siendo el derecho positivo, desvinculado de la ley natural, la única legalidad aceptada.
Algunos pensadores, como el psicólogo Viktor Frankl, asocian la mayoría de los problemas del hombre a la carencia de un sentido de la vida (vacío existencial). La desorientación individual y colectiva estaría vinculada a esa ausencia. De ahí que, si no existiese un sentido objetivo de la vida, deberíamos resignarnos a convivir por siempre con el vacío existencial.
El individuo dedicado al consumo por el consumo mismo, va en busca de la satisfacción de los deseos inmediatos, lo que lo conducirá, tarde o temprano, al tedio y al aburrimiento. Incluso podrá llegar al vicio y la adicción. Se busca la diversión como una finalidad en sí misma, tratando de llenar una vida carente de significado. Alexander Pope escribió: “Las diversiones son la felicidad de la gente que no sabe pensar”.
Para las religiones que proponen una finalidad objetiva, quien la desconoce atenta contra la ética asociada a esa finalidad, ya que la ética no es otra cosa que el conjunto de reglas de conducta que favorece la acción orientada al logro de la misma. El sufrimiento derivado de la ausencia de una finalidad, proviene del desconocimiento simultáneo de normas éticas. Esta falencia provoca el deterioro del orden social. Como este orden es la reproducción parcial del orden natural, puede interpretarse al sufrimiento como un efecto de la desadaptación del hombre respecto del orden natural.
La vida surge del azar, pero es moldeada por el proceso de prueba y error. Seguimos hablando simbólicamente de un Creador ya que se extraen similares conclusiones ya sea que consideremos un universo eterno o bien una creación localizada en el tiempo. En ambos casos podemos seguir hablando de la existencia de cierta finalidad.
La postura nihilista, por el contrario, se sustenta en las variaciones aleatorias de las mutaciones genéticas sin considerar la selección posterior que sufren tales variaciones. El inconveniente que deriva de esta postura es el rechazo a un camino de adaptación óptimo, dando lugar a una moral subjetiva o relativismo moral.
Cuando predomina el relativismo moral, cada uno hace lo que le viene en ganas, por cuanto todo es discutible o negociable, ya que nada sería absoluto u objetivo, sino que sólo dependería de la opinión de los hombres. Las filosofías nihilistas tienden a conducir a un inactivo autoperfeccionamiento; algo diferente al perfeccionamiento activo propuesto por el cristianismo. Esa es una de las diferencias que surgen luego de haber considerado una finalidad objetiva o bien la ausencia de ella. Henri Bergson escribió: “La contemplación es un lujo, mientras que la acción es una necesidad”.
Algunas posturas nihilistas, si bien no buscan el camino hacia el cumplimiento de cierta finalidad, buscan soluciones para la vida cotidiana. Albert Camus escribió: “Nosotros no creemos que sea posible realizar el contentamiento y felicidad universal, pero creemos que es posible aminorar los sufrimientos de los hombres. Precisamente porque el mundo es sustancialmente miserable, estamos obligados a proporcionarle alguna felicidad. Precisamente porque este mundo es injusto, debemos trabajar por la justicia, y porque el mundo es en el fondo absurdo tanto más hemos de hacerlo razonable” (De “Diccionario de máximas” de Pedro Ignacio Vargas Rojas-Círculo de Lectores-Buenos Aires 1988).
La autodisciplina consiste en orientar todas y cada una de nuestras acciones en un mismo sentido. Es el método que permite que cada acción individual se agregue constructivamente a las propias acciones del pasado tanto como a las de los demás. Finalidad y disciplina actuarían como causa y efecto. Gotthold E. Lessing escribió: “El hombre más lento, que no pierde de vista el fin, va siempre más veloz que el que vaga sin perseguir un punto fijo”.
La disciplina no implica solamente un método que nos permite construir algo tangible o material, sino, sobre todo, ha de consistir en un método que permitirá construirnos a nosotros mismos. Para ello es necesario disponer de un ideal que ha de provenir de las exigencias que nos impone el propio orden natural.
La actitud nihilista descarta la posibilidad de una vida posterior a la muerte. El abuelo del biólogo François Jacob le dijo antes de morir: “No hay nada. Nada. El vacío. Así que mi única esperanza eres tú. Tú y los hijos que tendrás” (Citado en “Los científicos, la ciencia y la humanidad” de Max Perutz).
Para obtener la felicidad, el orden natural nos impone el requisito básico que implica compartir las penas y las alegrías de nuestros semejantes. Será por ello que podemos encontrar rostros radiantes de felicidad en las seguidoras de la Madre Teresa de Calcuta, mientras que encontramos personas al “borde del abismo” aun en aquellos que pudieron lograr lo que la mayoría ambiciona: dinero, lujo, fama y poder. Esto implica transitar por un “camino sin salida” que nos obliga a cambiar de rumbo. Herbert Spencer escribió: “Nadie puede ser perfectamente feliz mientras los demás no sean felices”.
El conocimiento de la finalidad de la vida inteligente no es algo que deba satisfacer sólo a la curiosidad del filósofo o del científico, sino que deberá constituirse en la idea orientadora de la vida de todo ser humano.
Si bien la existencia de un universo con sentido, o sin él, no depende de nuestras creencias, sino de lo que el universo es, debemos tener presente que, al estar todo lo existente regido por leyes naturales, es posible hablar de un orden natural que ha de tener una finalidad aparente, que ha de ser parte de toda descripción del universo encarada por el hombre.
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