La ética surge en las sociedades primitivas como una necesidad de mejorar la conducta de sus individuos. A partir de la observación del comportamiento individual, y teniendo en cuenta objetivos prioritarios, se trataba de adaptarlo a dichos fines. De ahí que podamos considerar como ética al conjunto de sugerencias establecidas para optimizar conductas y como moral el comportamiento efectivo de cada individuo, que puede contemplarlas, o no. Eduardo García Maynez escribió: “Las palabras ética y moral tienen, etimológicamente, igual significado. Ethos, en griego, y mos, en latín, quieren decir costumbre, hábito. La ética sería, pues, de acuerdo con el sentido etimológico, una teoría de las costumbres”.
“La relación entre la ética, como uno de los capítulos de la teoría de la conducta, y la moralidad positiva, como hecho cultural, es comparable a la que media entre cualquier doctrina filosófica o científica y el objeto que la misma estudia”.
“La ética no crea normas, como el legislador, sino que las descubre y explica”. “Al mostrar al hombre los valores y principios que han de guiar su marcha por el mundo, afina y desarrolla su sentido moral e influye, de este modo, en su conducta” (De “Ética”-Editorial Porrúa SA-México 1964).
Así como las distintas ramas de la ciencia han ido evolucionando mediante el proceso de “prueba y error”, las sugerencias éticas se han establecido observando los efectos producidos por las diversas acciones del hombre. Marcel Berthelot escribió: “Ni la moral humana ni la ciencia reconocen un origen divino: no proceden de la religión. El establecimiento de las reglas de esa moral surgió del dominio interno de la conciencia y del dominio externo de la observación” (De “Ciencia y moral”-Editorial Elevación-Buenos Aires 1945).
Puede decirse que, fijado un objetivo a lograr, ha de existir un camino óptimo para lograrlo. El descubrimiento de tal camino es la labor de la ética. Desde el punto de vista de la psicología social, las cosas se simplifican ya que, al considerar la existencia de las componentes emocionales de nuestra actitud característica, tales como amor, odio, egoísmo e indiferencia, el proceso de optimización queda reducido a la elección de una de esas cuatro componentes afectivas.
La elección del amor, como actitud que debe predominar en el hombre, ya es considerada por la ética cristiana. Sin embargo, su aplicación en las diversas situaciones sociales resulta a veces difícil de compatibilizar. Tal es así que, en épocas pasadas, los padres disponían de la facultad de decidir el rumbo que, en la vida, sus hijos habrían de seguir, incluso eligiendo la persona con quien habrían de casarse. En este caso, aunque se adujera que lo hacían para beneficio y seguridad de sus hijos, no siempre resultaba la mejor opción. Laura Averza de Castillo y Odile Felgine escriben: “«Estoy en la edad de la brutalidad» declaró Victoria de forma abrupta y extraña a los nueve años. Alrededor de los doce, la niña se encontraba en la adolescencia, que fue para ella, como para muchos, un periodo difícil, pese a las excepcionales condiciones materiales de que disfrutaba y el amor tranquilo y sano que le tributaban las personas de su entorno. Y es que, paralelamente a su creciente deseo de independencia y a su necesidad de absoluto, Victoria chocó «con las absurdas costumbres de la época», con «todas aquellas prohibiciones» y todos los límites impuestos a la mujer a principios de siglo. El esplendor de la sociedad aristocrática argentina rayaba a la misma altura que su misoginia y había todo un código de buenas maneras que regulaba «lo que hay que hacer» y «lo que no hay que hacer»”.
“Las muchachas podían organizar reuniones, pero de aquellas fiestas quedaba excluida toda presencia masculina. Telefonear, escribir o invitar a chicos era algo que estaba rigurosamente prohibido y, si una chica salía sola a la calle, daba muestras de una conducta inconveniente que delataba sus «malas costumbres». Sólo al final de la adolescencia, cuando la señorita argentina estaba en edad de elegir esposo, tenía autorización para participar en un baile, si bien incluso entonces debía observar ciertas costumbres y no podía conculcar las prohibiciones con respecto a las cuales había sido concienzudamente catequizada, so pena de rebajarse y de comprometer su reputación y su honor, además de echar por los suelos sus probabilidades de encontrar un «buen» marido” (De “Victoria Ocampo”-Circe Ediciones SA-Barcelona 1998),
Los padres vigilaban las lecturas de sus hijos, prohibiéndoles algunas. También les prohibían optar por algunas actividades como el teatro, cuyo ambiente era mal visto en la Argentina de principios de siglo. “Un día, la doncella que se ocupaba de Victoria, Fani, descubrió escondido […] el «De Profundis» de Oscar Wilde. Su madre, convenientemente advertida, le confiscó la obra, no sin antes dirigirle una gran cantidad de reproches. Victoria, furiosa (tenía entonces diecinueve años), perdió los estribos y amenazó con arrojarse por la ventana, al tiempo que gritaba que no pensaba continuar «viviendo de esa manera»”.
“Aquella contrariedad no fue más que la gota de agua que hizo desbordar el vaso. Hacía poco tiempo que Victoria se había sentido contrariada de forma mucho más grave al ver frustrado su ardiente deseo de consagrar su vida al teatro. «Creo tener una auténtica vocación para el teatro […] La he conservado viva contra viento y marea», decía en una de sus autobiografías. Parece, efectivamente, que mantuvo toda su vida el amor a los escenarios y al público, la afición a la interpretación y al repertorio teatral e incluso, ya en edad avanzada, un cierto gusto por la teatralidad”.
Los padres que tratan que sus hijos no se “contaminen” con la sociedad tal como es, impiden que vayan formando sus propios “anticuerpos”, quedando expuestos a padecer en el futuro las consecuencias de no conocer a las personas en forma adecuada. Junto a la necesidad de evadirse de la tutela familiar, tal tipo de educación conduce a veces a fracasos matrimoniales, como fue el caso de Victoria Ocampo. La separación matrimonial, era mal vista en esa época, tanto como mantener algún vínculo extramatrimonial, como fue la opción que eligió, promoviendo un escándalo dadas las costumbres de la época.
Cabe destacar que la mujer, luego de obedecer a sus padres, debía obedecer al marido, por lo cual durante toda su vida habría de padecer restricciones a su libertad. Victoria Ocampo expresaba en 1907: “Estoy cansada de sentirme incomprendida. Deseo que me reconozcan por lo que soy: una persona que piensa […] Para ser feliz sinceramente y de verdad, la mujer debe estar descerebrada, no tener inteligencia, o bien estar armada de un gran valor…”. “La única cosa que me hace bien, lo único que me hace olvidar hasta qué punto puede ser detestable la vida es el arte, el arte bajo todas sus forma…”.
Las autoras mencionadas escriben: “Los años de mediados del siglo XIX habían visto a un político de importancia, Domingo Faustino Sarmiento, adoptar posturas extremadamente progresistas a favor de la educación de las mujeres. Sin embargo, las resistencias eran profundas. A principios del siglo XX, la sociedad argentina seguía siendo patriarcal, tanto en el plano de las costumbres como en el de las leyes. Hasta 1926 las mujeres estuvieron totalmente subordinadas a su padre o a su marido y el estatuto de la esposa era el mismo que el de la hija menor de edad”.
“En 1926 se elaboró una nueva ley sobre el estatuto civil de las mujeres que interesaba directamente a Victoria: por razones evidentes, a partir de ahora toda mujer casada podía ejercer cualquier profesión, tenía derecho a disponer de su salario como se le antojase, firmar contratos y acuerdos financieros sin autorización de su consorte y, en caso de separación legal (no se admite el divorcio), «puede ejercer su autoridad sobre hijos y bienes»”.
Las costumbres mencionadas no sólo imperan a comienzos del siglo XX y en los ambientes aristocráticos, sino que se expanden hasta el resto de la sociedad y hasta más allá de mediados de siglo. Sin embargo, en lugar de realizar correcciones graduales a lo que no funciona bien, la sociedad argentina parece haber adoptado como referencia a todo lo que se hacia antes y a todo lo que sugería la Iglesia Católica, pero para hacer todo lo contrario. De ahí parece provenir el actual caos y libertinaje en las costumbres. La libertad plena no sólo se le ha concedido a las mujeres, sino también a adolescentes y niños, aun cuando no hayan adquirido la madurez suficiente para poder disponer de tal concesión. Albert Einstein escribió: “Comienza a manifestarse la madurez cuando sentimos que nuestra preocupación es mayor por los demás que por nosotros mismos”.
Para colmo de males, algunos padres actúan como adolescentes para sentir que en ellos “no pasan los años”. Sergio Sinay escribió: “Para observar de qué modo afecta a la familia esta viruela regresiva de los adultos, basta con observar el abandono afectivo, existencial y ético en el que crecen los verdaderos chicos y adolescentes de esta sociedad. Son hijos huérfanos con padres y madres vivos. Padres y madres que masivamente reducen sus funciones al amiguismo y a la «complicidad» con los hijos (usar las mismas ropas, ir a los mismos recitales o boliches, hablar con el mismo semivocabulario). Padres y madres que, dedicados obsesivamente al culto de su propia juventud perenne y de sus propias urgencias, abandonan la responsabilidad de establecer límites que ayuden a crecer, transmitir valores a través de las actitudes, enseñar modelos vinculares significativos, orientar en materia de prioridades existenciales. Padres y madres que quieren una tarea de crianza «divertida» y que de lo difícil, comprometido o «pesado» se hagan cargo otros (la escuela, los abuelos, el terapeuta, Internet, alguien). Lamentablemente, se puede ser padre o madre adolescente aunque se haya cumplido con largueza la mayoría de edad y aunque se luzca muy respetable en otros ámbitos de la vida”.
“El célebre pediatra y psicólogo infantil Aldo Naouri advierte sobre lo que considera un fenómeno peligroso de estos tiempos: «la promoción del placer sin límites, del individualismo o de la potencia infantil». Y dice que estos padres que crían con complicidad, sin poner límites y tratando de ser tanto o más jóvenes que sus hijos, los transforman en «pequeños tiranos» que luego, como adultos, «tienen un profundo desprecio por el esfuerzo. Quieren ganar dinero, pero sin complicarse la existencia. Quieren todo sin hacer absolutamente nada como contrapartida (…) La crisis financiera mundial fue provocada por este tipo de individuos, que sólo piensa en sí mismos y en sus deseos y se olvidan de toda consideración altruista»” (De “La sociedad que no quiere crecer”-Ediciones B Argentina SA-Buenos Aires 2009).
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